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Déjà vu

Rajoy se ha convertido en el mejor avalista de Zapatero, y viceversa

GONZALO LÓPEZ ALBA

Si se conviene con José Antonio Marina en que el ejercicio del poder 'es un drama público' (La pasión del poder, Anagrama), su peor representación se da cuando el público ve a sus protagonistas como los actores que son antes que como los personajes que interpretan, pues cuando esto sucede queda el político privado de toda mitificación y, según el antropólogo Clifford Geertz, 'un mundo totalmente desmitificado sería un mundo totalmente despolitizado'.

El debate parlamentario del miércoles dejó un arenoso sabor a déjà vu en el libreto y la sensación de impostura en los diálogos sobre los pactos el nudo formal del argumento, que sólo puede contribuir a la desafección de la política. Visto desde la cazuela, Mariano Rajoy se ha convertido en el principal avalista de José Luis Rodríguez Zapatero y José Luis Rodríguez Zapatero en el de Mariano Rajoy. Y lo peor es que, siendo la apariencia la clave de toda representacióntambién de la política, ellos parecen comportarse como si así fuera.

Ni realizan las cesiones imprescindibles para llegar a pactos ni tampoco asumen con todas sus consecuencias que esa no es la fórmula porque la crisis tiene diferentes salidas ideológicas en la medida en que también tiene una raíz ideológica. Ambos parecen cómodamente instalados en aquella dinámica instaurada en 2004 por José Blanco y Eduardo Zaplana, que cada lunes se zarandeaban desde las sedes de sus respectivos partidos.

Marina (op. cit.) nos recuerda cómo 'la dramaturgia del poder se desarrolla en tres actos: la toma del poder, el ejercicio del poder y la pérdida del poder', ocurriendo que 'la seducción en política suele tener fecha de caducidad' y que, como mostró Weber, los 'líderes seductores' tienen 'mala vejez y peor sucesión'.

El PP intenta crear el deseo de cambio, pero su líder no encarna la capacidad de satisfacerlo

Zapatero, aunque tuvo la inteligente humildad de mantener la mano tendida hasta cuando Rajoy le escupió en ella, no transmite convicción suficiente en la virtud del pacto con el primer partido de la oposición, entre otras razones por su tardío planteamiento. Resulta demasiado evidente que es una reacción a la semana de pasión, durante la que planeó el riesgo de que España pueda convertirse en la segunda Grecia de Europa. El presidente más bien parece actuar convencido de que no lo necesita porque pueda ganar al PP la batalla electoral en el campo de la eficacia y mantenerlo aislado con el pacto posible, el que se vislumbra con CiU y PNV.

La apuesta es de máximo riesgo. La salida de la crisis está por ver, no ya en España sino en todo el mundo la locomotora alemana que se decía que volvía a tirar, ahora resulta que ha vuelto a la vía muerta; los tahúres de la economía de casino vuelven a chantajear a cara descubierta; el stock inmobiliario emerge como amenaza a la solvencia de las entidades financieras españolas; al Gobierno legítimo de Grecia le han puesto un interventor... . Y, aunque se cumpla el último pronóstico gubernamental sobre el comienzo de la recuperación el primer semestre de este año, el termómetro del empleo no ganará temperatura con suficiente rapidez como para cambiar el imaginario colectivo que atribuye a la derecha una mejor capacidad de gestionar la economía.

Pero, en un debate económico en el que lo que menos hubo fue debate sobre medidas económicas, al menos el presidente señaló con toda la crudeza necesaria algunos de los dramas de la crisis española, como el de los miles de jóvenes que, atraídos por el cedazo del dinero rápido en los aledaños del ladrillo, abandonaron prematuramente su formación y se enfrentan ahora a una dificilísima reinserción laboral y ética. Y, como director de escena, ha tenido la habilidad de encomendar la función de los pactos a los miembros de su compañía que en estos momentos gozan del favor de la crítica y el aplauso del público o, cuando menos, del beneficio de la duda.

El PP cree que le basta con esperar a que Zapatero se cueza en la crisis, sin aportar otra cosa que lugares comunes de tono apocalíptico y frases efectistas pensadas como titulares de periódico, cuando podría rentabilizar la actitud de arrimar el hombro, reivindicando el mérito de la aportación si el desarrollo de lo pactado resultara fructífero y, si no lo fuera, culpando de ello a la incapacidad e impericia del Gobierno para llevar a la práctica recetas válidas. Pero después del no a todo de Rajoy, la imagen que deja es que acude a la negociación arrastrado por la marea social que lo reclama y dispuesto a levantarse con la primera excusa.

El presidente cree que ganará por eficacia, pero ha sabido escenificar la tardía oferta del pacto

Marina nos recuerda también que la 'carrera de un Gobierno en ciernes tiene que recorrer dos etapas: conseguir el poder dentro del partido y conseguir que el partido alcance el poder estatal'. Rajoy ha recorrido la primera a trancas y barrancas, a base de pactos y cesiones, pero para recorrer la segunda hace falta algo más. No basta con recurrir a la casi siempre exitosa estrategia de sembrar el deseo de cambio, casi tan antigua como la política, sino que ha de encarnarse la capacidad de satisfacer ese deseo. El miércoles, Rajoy pecó precisamente de lo que reprochó a Zapatero: 'Más de lo mismo'. Con Aznar rezumando ansias de revancha, sólo le faltó clamar: '¡Y Felipe sin dimitir!'.

Lo que dijo Napoleón vale tanto para el presidente del Gobierno como para el jefe de la oposición: 'Sólo se puede gobernar a un pueblo ofreciéndole un porvenir'. En situaciones de crisis, un líder es alguien capaz de despertar la autoestima y confianza colectiva diciendo algo tan simple como que después del miércoles de ceniza y antes del regreso de don Carnal hay que enfrentarse a doña Cuaresma.

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