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23-F: El golpe que vacunó la democracia española

Políticos y expertos coinciden en que el derribo de la intentona militar puso fin al persistente ruido de sables. Contribuyó a un primer recorte autonómico que luego acabó diluyéndose.

JUANMA ROMERO

Pasan las 12 del mediodía. Los diputados van desalojando el hemiciclo, de forma ordenada. Fuera se abrazan, responden a los periodistas, algunos se acercan al general Alfonso Armada para darle las gracias. Él les replica con un gesto desencajado, tenso. El propio Adolfo Suárez le dispensa un efusivo saludo. Mientras, una cámara ha grabado la salida a hurtadillas de algunos guardias civiles por una ventana a la altura de la calle. Van entregándose. También lo hará el teniente coronel Antonio Tejero.

Esa mañana, la del martes 24 de febrero de 1981, acaba la pesadilla. El secuestro, durante 17 horas y media, de 350 diputados, del Gobierno, de periodistas, de ujieres y personal del Congreso. Fracasa el golpe de Estado del 23-F.

¿Y después, qué?

El fin de la asonada militar no dejó las cosas como estaban. Tuvo consecuencias, a corto y medio plazo. Positivas y negativas. La consolidación de la democracia, la aceleración de la desintegración del partido gobernante, la Unión de Centro Democrático (UCD), la ampliación de la victoria electoral del PSOE en 1982, la puesta en marcha de la modernización del Ejército, el intento (fallido) de recorte del Estado autonómico, la reestructuración de la derecha, el refuerzo de la legitimidad de la Monarquía. Efectos colaterales en los que, en mayor o menor medida, políticos, historiadores, politólogos y sociólogos coinciden hoy. Justo 30 años después.

El TC frenó el intento de UCD y PSOE de centralizar competencias

“El 23-F actuó de vacuna contra el golpismo anterior. Es el punto final de la intervención de los militares en la política española. Resolvió uno de los grandes problemas de este país y sirvió para asentar la democracia”. Xusto Beramendi, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidade de Santiago de Compostela, emplea un término que calcan otros expertos: “Vacuna”. El punto de no retorno. La dosis que liquidó el ruido de sables –posteriormente hubo algún intento aislado que se logró desactivar, como el previsto antes de las generales de 1982–. “Sí, fue una vacuna”, afirma también Andoni Monforte, diputado del PNV en el hemiciclo aquel 23-F. “Tras aquella gigante manifestación del 27 de febrero, cuando España se echó a la calle a defender la democracia, se vio que ya no era posible una vuelta atrás”.

“El peligro de un nuevo golpe queda conjurado. Y cuando en sólo un año se pudo procesar a 33 implicados en el juicio de Campamento, en consejo de guerra, se percibió que la democracia se atrevía con todo”, esgrime Juan Francisco Fuentes Aragonés, autor de Adolfo Suárez. Biografía política (Planeta), presentado esta semana. Este catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) cita otro elemento conectado: la puesta al día de las Fuerzas Armadas, impulsada por Felipe González y su primer ministro de Defensa, Narcís Serra, “ayudada por el relevo generacional en los ejércitos y el ingreso en la OTAN en 1982”.

Pronto asoma otra palabra: LOAPA. El proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, que UCD y PSOE sacaron adelante en julio de 1982.

Era la tijera a la descentralización de competencias, frente a la que los nacionalistas interpusieron un recurso previo ante el Tribunal Constitucional. Y lo ganaron. En 1983 se anularon 14 de los 38 artículos. “Esa fue la peor consecuencia del golpe, una concesión lamentable para contentar a los militares, que tanto hablaban de la ruptura de la unidad de España”, comenta Carles Gasòliba, diputado de CiU en aquella I Legislatura (1979-1982). Daniel Fernández, hoy coordinador de los parlamentarios del PSC y portavoz adjunto del Grupo Socialista en el Congreso, también cree que el 23-F “sí influyó” en la aprobación de la ley, “pero todo quedó en nada” tras el fallo del TC, de forma que “no ralentizó en absoluto la construcción del Estado autonómico”.

Entre los analistas, la polémica no suscita consenso. Como recuerda Pere Ysàs, catedrático de Historia Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona, el 23-F “ilumina más los años anteriores que los posteriores”. Y la LOAPA, la convicción de UCD de que “había que regular el proceso autonómico”, era previa a la rebelión, y de hecho ya había mantenido conversaciones con el PSOE.

La desarticulación del 23-F impulsó la victoria socialista del año siguiente“Se sentía que había que dar forma a un sistema que aún no estaba claro. Se contaba con Catalunya, País Vasco y Galicia, pero el problemón para UCD fue Andalucía, que votó acceder a su autonomía por la vía rápida, la del artículo 151 de la Constitución. Yo no veo pues relación directa con la ley”, asegura José Carlos Rueda Laffond, historiador de la UCM. “Más que paralización, se produjo una generalización del Estado de las CCAA, una nivelación de competencias, el café para todos”, tercia Abdón Mateos, catedrático de la UNED y líder de la Asociación de Historiadores del Presente.

Fernando Vallespín, politólogo de la Autónoma de Madrid y expresidente del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), estima que el 23-F ayudó a vencer temores y a “agilizar” la España autonómica. Manuel Redero, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Salamanca, lo suscribe. Se apoya en la situación en la zona republicana en 1936 para ilustrar que, si un golpe fracasa, genera “un proceso contrario al que los rebeldes pretendían”.

Pero el golpe no fracasó, o no del todo, según Mario Zubiaga. “Fue un aviso, definió unos límites del sistema que no podían traspasarse. Hasta la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero, en que se revisita el pacto de la Transición y se abren temas que se entendían cerrados, como la memoria histórica o la España plurinacional, se mantuvo ese acuerdo”, rubrica este profesor de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco.

Agrega que la solución Armada, ese Gobierno de concentración presidido por un militar que defendió el general amigo del rey el 23-F, no murió: “Condicionó las políticas posteriores. Y se expresó en los pactos autonómicos de UCD-PSOE y luego de PSOE-PP. El golpe no es más que la manifestación más radical de una voz que sigue hoy presente”.

La astracanada militar pudo no tener influjo en la desaparición, desde 1982 hasta hoy, de los grupos de socialistas catalanes y vascos en el Congreso, según los expertos. El parlamentario Daniel Fernández lo atribuye a que la victoria de González exigió “un solo grupo y una total coordinación”. Sólo Beramendi y Fermín Bouza, sociólogo de la UCM, achacan ese cambio al “triunfo del alma jacobina” del PSOE.

“Cuando entró Tejero al Congreso y comenzaron los disparos y ráfagas de metralleta, sabía que tenía el deber de no tirarme al suelo, por dignidad, por respeto al PCE, que había luchado heroicamente contra el franquismo. Lo decidí en milésimas de segundo”. Santiago Carrillo aún reviste de aplomo aquellas horas críticas: “Cuando me sacaron del hemiciclo, tuve tiempo de sobra para repasar mi vida y pensar en qué momento me matarían”.

El socialista Manuel Núñez Encabo, el último diputado que pudo votar en aquella segunda sesión de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, recuerda la imagen “fantasmagórica” del asalto del teniente coronel. “Sentíamos el peligro de muerte, que éramos rehenes. Las balas pasaban sobre nuestras cabezas, ellos hablaban con sus fusiles. No teníamos más información que la radio de Fernando Abril Martorell”. Gasòliba rememora ese “miedo” atenazador, la “vergüenza” por la imagen de España al mundo.

Miedo había fuera también.  “Todo el mundo anduvo con tiento. Pero si los ciudadanos no se echaron a la calle esa noche fue porque entendían que era el momento de los partidos, en los que aún confiaban mucho”, razona Bouza. Lo que parece claro es que tras la sedición “desapareció el desencanto”, “se recompuso el consenso” y se destensó el ambiente, admiten Fuentes y Redero.

Las víctimas del franquismo creen que ellos sí pagaron las consecuencias Pero el miedo, para Carrillo, duró más. El 23-F se guareció tras las urnas, explica, como una sombra amenazante: “La gente tuvo miedo a que el PCE tuviese muchos diputados y el Ejército volviese a las andadas”. A ello atribuye el batacazo de su partido en 1982 (cuatro escaños frente a los 23 de 1979) y el arrollador triunfo del PSOE (202 actas).

No es la razón de los expertos, que culpan del resbalón del PCE a su crisis interna. “El 23-F condensó procesos que ya estaban en marcha antes”, avanza Ysàs. Y uno era el ascenso del PSOE, inversamente proporcional a la implosión de UCD. Vallespín juzga que sin la intentona “no habría sido posible esa mayoría tan holgada de los socialistas”. “Se despejó el temor a otro golpe y los españoles optaron por la democracia plena, la alternancia, por los que no estaban contaminados por el franquismo”.

La afirmación, muy compartida, es rebatida por Ignacio Sánchez-Cuenca, sociólogo de la UCM: “Contribuyó más la dimisión de Suárez y la descomposición de UCD. Lo lógico no es pensar que tras un pronunciamiento la gente vota a la izquierda”. Los cambios también se trasladaron a la otra banda, incide Mateos. La caída de UCD y la “desactivación de la extrema derecha” provocaron, luego, la refundación de Alianza Popular.  

¿Influyó el recuerdo del 23-F  en la gestión de González? “Cambian las prioridades. Felipe debe abandonar sus proyectos más ideológicos en aras de la modernización del Ejército y del Estado”, apunta Mateos, quien también sugiere que la “contrapartida” a los militares, por el terrible acoso de ETA en aquellos años de plomo, pudo ser “la guerra sucia y agresiva”: los GAL.

Redero liga esa “moderación, a veces excesiva” del PSOE, al hecho de llegar al poder. “Hay que ver toda la secuencia histórica, la redefinición ideológica que sigue el partido desde el congreso de Suresnes [1974]”, señala Rueda Laffond. Fuentes subraya que la política socioeconómica “traía sin cuidado” a los golpistas, así que el “primer sesgo liberal de Felipe se debe al fracaso de la experiencia de nacionalizaciones del presidente François Mitterand en Francia'. Una afirmación que suscribe Fernández, del PSC.

 

Encabo reconoce ese cambio de piel de su partido: 'Felipe debía proseguir con el programa de la Transición y no podía gobernar absolutamente. El 23-F no alteró los contenidos, sino el cómo. Y se entraba en una nueva fase. Se suavizó el tema autonómico, se emprendieron las reformas, se fue con cuidado en la modernización del Ejército. El PSOE perdió algunas de sus señas de identidad, como la memoria histórica, pero no por el golpe”.

El pasado. Emilio Silva, presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, defiende que el 23-F “conquistó la impunidad social”, tras consagrar la 'impunidad jurídica y política'. “De forma aislada, algunas familias en La Rioja o Aranjuez [Madrid] abrieron sus fosas. Pero el golpe hizo que se reviviera el terror de la dictadura y se parase el movimiento”.

Gervasio Puerta, que cumplirá 90 años este 2011, tiene aún fresco el temor de esa noche. “Supuso un retraso serio en el reconocimiento de las libertades y el rescate de la memoria”. Puerta, líder de la Asociación de Ex Presos y Represaliados Políticos desde 1989, admite cómo sus primeras reivindicaciones eran económicas.

Casa con el criterio de Paloma Aguilar, profesora de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y autora de Políticas de la memoria y memorias de la política (Alianza, 2008): “Podía haber grupúsculos, pero primero la batalla estaba en la equiparación de derechos porque había mayores sin pensión. La petición de reparación simbólica llegaría después, en 2000”. El resto de expertos admite, a lo sumo, que la sublevación “pudo poner en el congelador” el tema. Primaba el sostenimiento de la “política del olvido”, el pacto de silencio de la Transición.

Han transcurrido 30 años. El Ejército mudó su cara –el CIS ratificó en noviembre que es la institución más valorada, con un 5,71 de nota– y el propio golpe vuelve a los libros, la TV y el cine. Rueda Laffond, coautor junto a Carlota Coronado de La mirada televisiva. Ficción y representación histórica en España (Fragua, 2009), alude al refuerzo del “mito del 23-F”, a cómo la ficción cuela “elementos de proximidad y emotividad” en un suceso que aún despierta morbo y que acentúa, “de forma descontextualizada, el protagonismo del rey”.

Y mientras, retornan las leyendas, la insistencia en que hay lagunas cuando, según coinciden todos los analistas, “se conoce ya lo esencial de la trama”. “Se sabe todo. Quizá la única duda es el verdadero papel de Armada –desliza Fuentes–. Pero que queden cabos sueltos da verosimilitud a la historia oficial del 23-F. Sólo los conspiradores o las novelas policiacas se preocupan de anudarlos”.

-Actas de los secretarios del Congreso de los Diputados, donde reconstruyen el golpe del 23 de febrero de 1981

 

El amigo del rey, indultado en 1988
Amigo de Juan Carlos I, se convirtió en su tutor en 1954, jefe de la Secretaría del Príncipe en 1965 y secretario general de la Casa del Rey (1975-1977) y segundo jefe del Estado Mayor del Ejército el 23-F, el general de división Alfonso Armada y Comyn (Madrid, 1920) fue el líder intelectual del golpe. El Consejo Supremo de Justicia Militar le condenó a seis años en 1982, pena que el Supremo elevó a 30 un año más tarde. El Gobierno lo indultó en diciembre de 1988. Hoy vive entre Madrid y A Coruña. Allí reside en un pazo en el que cultiva camelias.

Milans, golpista hasta el final de su vida
Jamás se arrepintió, ni se consideró culpable de ningún delito, ni pidió el indulto al Gobierno. El teniente general Jaime Milans del Bosch (Madrid, 1915), capitán general de la III Región Militar de Valencia que sacó los tanques a la calle el 23-F, fue condenado por rebelión a 30 años de cárcel. En 1988, intentó que se le reintegrase en el Ejército, del que había sido expulsado. No lo logró. En 1990 salió en libertad. Murió el 26 de julio de 1997 por un tumor cerebral.

Tejero, el último en salir de prisión
A nadie sorprendió su presencia. El teniente coronel Antonio Tejero Molina (Málaga, 1932) ya había sido condenado por la operación Galaxia (1978), un fallido asalto al palacio de la Moncloa. Por el 23-F recibió la pena de 30 años, que el Tribunal Supremo ratificó. Como Milans, jamás se arrepintió. Fue el último en dejar la cárcel: sería en diciembre de 1996, tras 15 años entre rejas. En libertad, continúa con su afición a la pintura entre Málaga y Madrid.

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