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Creacionismo

Fundamentalismo religioso de bata blanca

JAVIER YANES

“Este libro de texto contiene material sobre la evolución. La evolución es una teoría, no un hecho, relativo al origen de las cosas vivas. Este material debería ser abordado con la mente abierta, cuidadosamente estudiado, y considerado críticamente”. Los escolares del condado de Cobb, en Georgia (EEUU), encuentran esta frase en su libro de texto de Biología, impresa sobre una pegatina orlada de negro como si tuvieran entre las manos un peligroso cartucho de dinamita o, aún peor, un paquete de tabaco, y con la palabra “evolución” remarcada.

En el país de las advertencias anti-demanda, donde los mecheros explican que debe retirarse el dedo del pulsador del gas antes de echar el encendedor al bolsillo, no resulta tan extraño encontrar estos famosos disclaimers en todo objeto de uso cotidiano. Esta admonición en particular es el fruto de una corriente de pensamiento que cuenta con numerosos adeptos en la primera potencia científica del mundo. Quienes la suscriben afirman que el mundo se creó en seis días, tal como cuenta el libro bíblico del Génesis; que hace unos 6.000 años Dios anestesió a Adán para arrancarle una costilla con la que modelarle una compañera para su solaz y esparcimiento; que un ingeniero naval autodidacta de nombre Noé armó un Titanic de madera y repartió pasajes a todo bicho viviente –excepto a los dinosaurios–; y que una gota fría de inusual virulencia modeló valles y montañas tal como hoy los conocemos. Son los creacionistas.

El movimiento no es un fenómeno nuevo, como tampoco es tan vieja la aceptación de los principios de evolución y selección natural. La publicación de El origen de las especies por Charles Darwin no fue un súbito arrebato de iluminación, sino un estudio exhaustivo y sistemático sobre un concepto, el de evolución, que ya surgió de forma rudimentaria en la Grecia clásica. Pensadores como Tales de Mileto, Anaxímenes o Anaximandro intuyeron un gradualismo en la aparición de los seres vivos. El tercero incluso se atrevió a sugerir que los humanos procedían de alguna otra clase de animales. Todavía por entonces se postulaba que la materia bruta de la vida era el agua o el aire, y no fue hasta 1859 que el francés Louis Pasteur invalidó la teoría de la generación espontánea, desterrando la idea de que los pulgones nacían de las gotas de rocío, o que la carne en descomposición creaba larvas de mosca.

Ese mismo año aparecía la obra crucial de Darwin, añadiendo un adoquín a la senda para entender el mapa del universo biológico. El inglés se apoyaba en las propuestas de otro pionero, Alfred Russell Wallace, descubridor de la idea de selección natural, refutando al tiempo la hipótesis del francés Jean-Baptiste Lamarck, quien afirmaba que la variación de los organismos era adaptativa; por ejemplo, que la jirafa tenía el cuello largo porque sus antepasados habían estirado la cabeza para alcanzar las copas de los árboles.

Darwin, objeto de escarnio

La obra de Darwin fue ridiculizada desde el primer momento. Un caso clásico español es la etiqueta del Anís del Mono, propiedad del empresario de Badalona Vicente Bosch, que se burló de las teorías del naturalista inglés plasmando su efigie sobre el cuerpo de un simio antropoide. El darwinismo no fue dogma de fe; a lo largo del tiempo las debilidades del bosquejo teórico debieron enfrentarse a la crítica científica, que aportó nuevas hipótesis para encajar un paradigma. Un ejemplo es el equilibrio puntuado de Niles Eldredge y Stephen Jay Gould, enunciado en 1972, que resolvía la escasez de formas transicionales en el registro fósil –uno de los más prominentes peros al darwinismo– proponiendo que la evolución avanzaba a grandes saltos.

En el periodo transcurrido desde 1859 hasta el siglo XXI, la teoría de la evolución no se ha preservado como una escuela de ateísmo fundada por la figura inamovible del barbudo de gesto severo, sino que ha madurado como un magnífico ejemplo de esfuerzo científico colaborativo que ha picado de las leyes de la herencia formuladas por el monje austro-checo Gregor Mendel, del descubrimiento del ADN y de muchas otras disciplinas; y donde detrás de un corpus científico armado por términos como neodarwinismo, genética de poblaciones o evolución molecular, Darwin ocupa el lugar del abuelo: venerable, pero ya superado.

España ocupa el puesto 9 de 34 países en grado de aceptación de la evolución; EEUU, el 33

A pesar de ello, no es otro sino el naturalista inglés quien ha permanecido como diana preferente del pimpampún acientífico. En la década de 1920 las críticas al darwinismo cuajaron en la forma moderna del creacionismo, movimiento arraigado en grupos fundamentalistas cristianos de EEUU que lograron minar la enseñanza de la evolución en las escuelas de aquel país hasta la década de 1960. Una sentencia judicial en 1975 dictó que la intrusión del creacionismo en las clases de Ciencia violaba el precepto constitucional de separación entre Iglesia y Estado, a lo que los creacionistas respondieron fundando la Ciencia de la creación, a saber, un motete pseudocientífico para escurrirse en las aulas. Nueva demanda en 1987, y nueva prohibición. Y nueva salida: los creacionistas se refundaron a sí mismos en el llamado Diseño Inteligente (DI), especulación presuntamente despojada de connotaciones religiosas y basada en algo denominado la complejidad irreducible de los organismos, lo que para los defensores del DI demuestra que los seres vivos responden al plan de un diseñador inteligente que, aclarados los términos, no es otro sino el ente anteriormente conocido como Dios.

Así, hasta hoy. En 2005 una tercera sentencia judicial, en Pensilvania, expulsó el DI de las clases de ciencias, pero el creacionismo y sus encarnaciones no se han amilanado. Un estudio publicado en 2006 en la revista Science revelaba que el porcentaje de estadounidenses que aceptaban la evolución había descendido del 45% en 1985 al 40% en 2005. El 39% rechazaba la evolución abiertamente, aunque descendiendo también desde el 48% de 20 años antes. En este estudio comparativo de 34 países, EEUU ocupaba el penúltimo lugar en aceptación de la evolución, sólo por delante de Turquía, mientras que España alcanzaba un honroso noveno puesto, por delante de Alemania o Italia.

Aunque la literalidad del Génesis sólo es defendida por el grupo más recalcitrante, el aparente recrudecimiento de las varias versiones del creacionismo es más que una sensación. En varios Estados de EEUU Darwin es casi un proscrito; en Florida, hasta ahora, el programa educativo de Ciencias ni siquiera mencionaba la palabra evolución; el presidente George Bush hace guiños al DI –en 2005 defendió su enseñanza tête à tête con el evolucionismo–; y uno de los candidatos republicanos a las elecciones del próximo noviembre, Mike Huckabee, es creacionista confeso. En un debate en 2007, declaraba: “Si alguien quiere creer que desciende de un primate, mejor para él”.

Luz madrileña en las tinieblas

Este rebrote ha llevado a la Academia Nacional de Ciencias de EEUU (NAS) a publicar un libro, una versión revisada y extendida de una obra divulgativa lanzada en dos ocasiones anteriores. Bajo el título Ciencia, evolución y creacionismo, sus páginas exponen los argumentos que diferencian la teoría científica de la creencia basada en la fe. El libro se dirige al público en general, pero en especial a educadores y educandos, ya que el postulado que subyace es que “no tiene por qué haber conflicto entre las pruebas de la evolución y la creencia en Dios”, ya que “ciencia y religión conciernen a diferentes aspectos de la experiencia humana”; “la fe religiosa no se puede rechazar por evidencia empírica”.

Son palabras del cerebro privilegiado detrás de todo ello, el de un madrileño afincado en EEUU desde 1961. Francisco J. Ayala es uno de los científicos evolucionistas más prominentes del mundo. Ha presidido la American Association for the Advancement of Science (editora de la revista Science), fue asesor del ex-presidente Bill Clinton y actualmente compagina sus clases con una campaña a favor de la investigación con células madre embrionarias y con una activa defensa de la enseñanza de la evolución. Y aunque un último dato no sea necesario para justificar su papel como director del panel que firma el libro de la NAS, sí le hace doblemente idóneo para aventurarse con la antorcha de la razón en la caverna del creacionismo: en su juventud fue sacerdote dominico. Pero si esto le postula como el mejor candidato para acercar la ciencia a los sectores ultrarreligiosos, también podría causar el efecto contrario, convirtiéndole en un renegado.

Francisco J. Ayala: «Ciencia y religión son experiencias diferentes y no son incompatibles» 

“Los creacionistas consideran renegados a todos los católicos”, explica Ayala a Público en conversación telefónica; “son, junto con los científicos, quienes más les disgustan”. La afirmación de Ayala hace referencia a que la Iglesia católica acepta el darwinismo y se ha desmarcado del DI. “En EEUU quienes defienden el creacionismo son sobre todo los evangélicos, pentecostales y adventistas del séptimo día, que forman más de un 25% de la población. Hay que tener en cuenta que un 88% de la población se considera muy religiosa y un 65% asiste semanalmente a los servicios. En realidad hay sólo media docena de autores que escriben sobre creacionismo y DI, pero son poderosos porque cuentan con muchos fondos de apoyo”, dice Ayala.

Aunque se abstiene de detallar sus creencias actuales, ha acumulado experiencia sobre esta falsa dicotomía entre ciencia y religión. “A mi universidad [la de California en Irvine] llegan estudiantes católicos con esta presunta idea de oposición entre ambas cosas. Yo les digo: ve a preguntar a tu sacerdote. Después vuelven aliviados, dándome la razón. En cambio a los evangélicos, por ejemplo, sí les obligan a elegir. Y cuando estudian ciencia, normalmente acaban perdiendo su religión”.

El fundamentalismo cristiano no es el único que sostiene mitos de creación. “Surge con fuerza en el mundo musulmán, promovido desde Turquía por un millonario”, apunta Ayala. Y ahora que los creacionistas desembarcan en Europa –esta semana se abrió un ciclo de conferencias sobre DI en Barcelona–, el científico insiste en que “la única manera de combatir al creacionismo es la educación”. “Y en eso tienen un papel necesario ustedes, los medios, que a veces dedican más espacio al horóscopo que a la ciencia”, concluye.

 

Los intentos de retorcer la ciencia para acomodarla a presupuestos ideológicos no son exclusivos del fundamentalismo religioso. Diversos sectores han tratado la ciencia como el pedestal necesario sobre el que erigir una concepción previa del mundo. La ‘crueldad despiadada’ de la selección natural, el mismo aspecto que llevó a Darwin al agnosticismo, fue piedra fundacional de un darwinismo social sobre el que se basó el nazismo. Y cómo no, el rechazo a esta asociación de ideas ha sido un argumento esgrimido por los creacionistas. Pero al tiempo, toneladas de papel se han impreso también para fundar el pensamiento marxista en la ley natural, equiparando el equilibrio puntuado de Eldredge y Gould a la revolución socialista. Estudios como los que encuentran factores genéticos asociados a la homosexualidad son sistemáticamente desacreditados por ciertos colectivos. Es famoso el caso de Trofim Lysenko, el científico estalinista que propugnó la versión soviética de la genética, negando la mendeliana –la herencia es burguesa, reaccionaria y decadente– para ensalzar un lamarckismo ambiental, más acorde con la ciencia proletaria. 

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