Contraparte

Ciudadanos y la venganza del cinturón choni

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Jaime Palomera (@JaimePalomera)

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El boom de Ciudadanos ha dejado noqueada a buena parte de la opinión. Contra todo pronóstico, el partido de Rivera ha cosechado éxitos a lo largo y ancho del litoral catalán, abarcando amplias franjas del Vallés. Lo más asombroso, sus aplastantes triunfos en los feudos socialistas. ¿Por qué se han teñido los cinturones rojos de naranja? Algunas voces hablan de resultado coyuntural: un nítido ‘no’ en unas elecciones definitivamente plebiscitarias. Al fin y al cabo, Ciudadanos ha enarbolado la otra cara del nacionalismo catalán desde su cuna. Pero hay quien opina que la ola naranja revela algo más profundo; un cambio anidado en la particular historia de la Cataluña urbana. ¿Responde el ascenso de Ciudadanos a una transformación de calado?

No es un secreto que el cinturón industrial nunca tuvo un fácil encaje en el programa de reconstrucción nacional que siguió a la Transición. Desde tiempos del pujolismo, la cultura oficial (fer país) y sus instituciones se han venido diseñado a imagen y semejanza de las clases medias, liberales y menestrales. Cabe preguntarse por qué. Al fin y al cabo, si aún hoy se habla de cinturón ‘rojo’ es porque allí se cimentaron, hasta finales de los años 70, las movilizaciones más enérgicas que se recuerdan. Articulados en torno a comités de fábrica y asambleas vecinales, los sectores más desfavorecidos fueron capaces de constituirse como sujeto político, conquistando derechos y llevando el peso de una inusitada radicalización democrática. Sin embargo, aquella historia tuvo un final amargo. En poco tiempo, las secretarías políticas de las principales organizaciones de la izquierda apostaron por vaciar las calles para gobernar desde las instituciones. El resultado fue desastroso. En el plano electoral, una serie de debacles electorales (1977-1981) que llevaron a la desaparición del PSUC. En la calle, un movimiento vecinal hecho trizas, caricatura de lo que había sido; condenado, en líneas generales, a un papel residual en el nuevo régimen político.

La derrota del cinturón rojo se tradujo en un indisimulado sometimiento a la hegemonía del proyecto pujolista. Todas las fuerzas de izquierda pasaron a jugar en ese terreno, conforme a sus reglas. Siguiendo la política de la inmersión lingüística y en pos de una supuesta integración, se renunció a incorporar el castellano y otros rasgos culturales del proletariado inmigrante en el relato nacional (más allá de su acepción folclorista como las casas regionales o las ferias de abril, reductos étnicos alejados del foco mediático). Tras una década prodigiosa en la que habían conseguido marcar la agenda política, los ‘otros catalanes’ se volvían invisibles. Quien ahora se alarma por la existencia de ‘dos Cataluñas’ y alerta contra el peligro de dividir es que se ha paseado poco por las zonas más desfavorecidas del área metropolitana. Hay una Catalunya en la que Tv3 y Rac1 raramente se sintonizan. En la que el catalán solo lo hablan los trabajadores sociales y los maestros de escuela. En la que, cuando gana el Real Madrid, también silban los cohetes. Y cuando se para un desahucio, se grita ‘sí se puede’. A estas alturas de la partida, que nadie se rasgue las vestiduras: en la Catalunya urbana más deprimida, la desigualdad se expresa sobre todo en castellano.

No hay mejor atalaya que la de los barrios periféricos para visualizar, en toda su crudeza, la Catalunya de dos velocidades que nuestras élites se han empeñado en construir. Aunque se convive en el mismo espacio, pared con pared, las diferencias de estatus son estridentes. Los más golpeados por la crisis, especialmente los nuevos inmigrantes, se llevan la peor parte: son los que se agolpan en las denigradas escuelas públicas, a menudo en barracones que se enfangan cuando llueve, los que más soportan las interminables listas de espera en el CAP, los que viven en el quinto sin ascensor. Algunos no encuentran empleo desde hace años, cuando dejaron de llamarles para ir a la obra; otros deambulan por los sectores más marginales del mercado de trabajo, suscritos de por vida al subempleo. En el otro polo se encuentran los aspirantes a clase media, haciendo malabares para no caer en el primer grupo. Se desgañitan para seguir llevando a sus hijos a escuelas concertadas o privadas (casi siempre religiosas), esas en las que raramente se ven a niños que no sean blancos, y cuando se ponen enfermos acuden al médico de la mutua.

He ahí la mayoría invisible que aún hoy vive en los barrios. Un mayoría que, aunque no lo gritará a los cuatro vientos, padece una doble inseguridad. Por un lado, nunca han dejado de ser los otros catalanes. Esos que crecieron soportando el estigma del ‘charnego’, del ‘andaluz vago y bebedor’, y sobre los que hoy recaen nuevas etiquetas, como la de ‘choni’. Al fin y al cabo, solo 40 años separan al cortijo en el que se criaron sus padres del pisito reformado, la segunda residencia y el coche a plazos. En medio, los años infinitos que la madre se pasó planchando camisas para la familia de Pedralbes, o las horas extras del padre en la cadena de montaje. Todo para que los hijos pudieran disfrutar de la educación que ellos nunca tuvieron, comprarse su propia casa y apuntar a los pequeños al equipo de fútbol o a clases de ballet. Todo para que pudieran vislumbrar un futuro al que, de repente, le han salido unos nubarrones muy oscuros. Quizás no haga falta decir que no hay nada que más les asuste que convertirse en la familia dominicana del quinto piso sin ascensor, o en el chico senegalés que cada tarde examina la basura a la vuelta de la esquina. No hay nada que les asuste más que volver al cortijo que dejaron atrás.

Ese es el sustrato sobre el que se libraba la batalla decisiva del 27S. Naturalmente, en los barrios no sorprendió a nadie que tanto Catalunya Sí que es Pot (CSQP) como Ciudadanos apelasen a los orígenes de esos mismos votantes. En los medios, ajenos a aquella realidad, se armó un gran revuelo: se habló de ‘etnicismo’, de querer generar división y otras lindezas. Sin embargo, las únicas que se soliviantaron fueron las clases medias catalanoparlantes, dominantes en los medios y demasiado ensimismadas como para querer ver que, en Catalunya, las diferencias de clase –la exclusión–  también tienen base étnica, si por ello se entienden hábitos lingüísticos y de socialización distintos. Para los nuevos partidos, la estrategia estaba clara. No pierdan el tiempo buscándola en los programas electorales: se trataba de restituir el orgullo de unas clases populares heridas. De hacer visibles a los invisibles. El que lo hiciese mejor ganaría la contienda.

No hay duda de que ciertos elementos beneficiaban a Ciudadanos. En la Cataluña urbana pobre, las elecciones también fueron percibidas en clave plebiscitaria. Y en el campo del No, el partido naranja encarnaba la opción más genuina. Además, supo jugar al juego de las máscaras, apropiándose reivindicaciones del 15M y marcando distancia respecto a PP y PSOE. Pero donde Ciudadanos realmente ganó la partida fue en su capacidad para interpretar a los invisibles, darles un espejo y devolverles una imagen embellecida. Por un lado, impugnando a la amenaza por arriba: la re-edición de la vieja hegemonía cultural, ahora vestida de independentismo y calcada a las clases medias catalanoparlantes que lo han aupado. ‘Cuando Ciudadanos gobierne no habrá que cambiar de canal’, proclamaba Arrimadas en referencia a TV3. ‘Devolver el castellano a la escuela y las instituciones’, repetía como un mantra. Aunque populista, el mensaje caló: reincorporación al relato nacional mediante la lengua propia. Por otro lado, y con mayor sutileza que los partidos de ultraderecha (estilo Plataforma per Catalunya), Ciudadanos promete una solución al problema por abajo: limitar los derechos de los inmigrantes extranjeros, como la atención sanitaria. Tras los rostros guapos y las camisas blancas, un mensaje siniestro entre líneas. ‘Ser español es un orgullo y una fuente de derechos’, dice Arrimadas. ‘Políticas de izquierdas, pero para los nuestros’, se escucha en los bares de los arrabales.

Convertir la inseguridad en revancha, en eso consiste la efectiva receta de Ciudadanos. Repertorio táctico de la nueva ultraderecha europea aplicado al contexto hispano. Ante tal desafío, sería un grave error convertir a los que les votan en ‘ignorantes’ o ‘garrulos’. Poco menos que darle alas al fenómeno. Mejor leer entre líneas: el voto naranja es un voto con subtexto de clase. Desde el resentimiento, pero de clase. Un voto fundado en una larga historia de desafección hacia un régimen político-económico que, como sucede en toda las periferias urbanas de Europa, nunca supo incorporarlos. Había quien se preguntaba por qué el cinturón rojo no votaba nunca en las catalanas: ahora ya lo sabemos.

Ante esta coyuntura, la solución solo puede pasar por construir un proyecto verdaderamente popular, que incorpore y empodere, material y simbólicamente, a quienes llevan demasiado tiempo siendo invisibles. Es tiempo de componer fuerzas vivas en el territorio, de tejer alianzas y producir organización entre los nuevos precariados de clase media y los proletariados de los cinturones rojos. Tenemos ejemplos recientes muy esperanzadores, como la PAH o los Círculos de Podemos, que en su corta pero intensa fase inicial funcionaron como verdaderas asambleas en un sinfín de barrios periféricos. Hace no mucho, se decía que el cambio pasaba por unir a la fuerzas universitarias con las fábricas. Las universidades han cambiado y las fábricas han desaparecido, pero el reto de fondo sigue siendo el mismo.

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