Otras miradas

Troyanas: de víctimas a sujetos políticos

Octavio Salazar Benítez

Profesor titular de la Universidad de Córdoba

El valor de los clásicos reside en que no solo nos hablan del pasado, sino que también retratan el presente e incluso interrogan al futuro. Ese valor, que en el teatro se convierte en un ejercicio compartido de imaginación ética, es el que detectamos intacto y siempre fértil en la obra de Eurípides. La versión de sus Troyanas, que esta semana se ha estrenado en Mérida con dirección de Carme Portaceli y con una versión de Alberto Conejero, es una poética interpelación al corazón del patriarcado y a un orden que todavía hoy sigue convirtiendo en principales víctimas a las mujeres.

El gran acierto de esta versión, que no es casualidad que haya dirigido una mujer y que ha hilvanado un hombre que declara estar en camino de ser feminista, y a los que ha ayudado la dramaturga Margarita Borja, reside en la enorme fuerza que emana de un texto que nos habla de nosotros mismos, de las injusticias que vemos cada día en el telediario, de los niños muertos en Siria y de las mujeres violadas en cualquier guerra, de los náufragos del Mediterráneo y de las maquilas, en fin, de los hombres que siguen matando y de las madres que lloran las muertes de sus hijos. Este "desorden" dramático no es sino la expresión más brutal de un patriarcado que durante siglos se ha mantenido y prorrogado a través del ejercicio de múltiples violencias machistas, empezando por básica, que es la estructural y simbólica, que han convertido a la femenina en mitad subordinada. Sin voz ni voto, domesticadas y calladas, meros cuerpos que el semen y la sangre de los varones han convertido en territorios ocupados, las mujeres siempre han sido un territorio al servicio de los deseos e intereses masculinos: esclavas sexuales, botín de guerra, objetos de dogmas y reglas morales, vaginas violadas y úteros de alquiler.

Las Troyanas de Carme y Alberto, cuyos gritos de dolor desesperados se nos clavan en las tripas porque son gritos presentes, nos dejan absolutamente desnudos frente al espejo. A todas y a todos, pero sobre todo a nosotros, los sujetos históricamente detentadores del poder, de la violencia y de los privilegios. Masculinidades sagradas, como las califica Juan José Tamayo, que reproducen la ira de dioses varones vengadores. Hombres y dioses cómplices en la cultura de la violación, en la administración parcial de la Justicia, en la elaboración de leyes con las que mantener sus dividendos.

El desgarro de Hécuba, el grito sin final que Aitana Sánchez-Gijón convierte en eco del de millones de mujeres, es el primer paso para la conversión de las siempre víctimas en sujetos políticos. Ellas, las madres, las esposas, las hijas, las prometidas, las vendidas como objetos, son las que ocupan el escenario y hablan. Toman la palabra y se rebelan contra el mandato del silencio. Se atreven a desobedecer el "hágase en mí según tu palabra" y se agarran a la energía emancipadora del yo. Estas apátridas, que diría Virginia Woolf, son las primeras de una larga cadena de mujeres que con muchas dificultades se han ido empoderando y han ido cosiendo, con hilo violeta, pacifista y feminista, las hondas heridas que el patriarca ha ido dejando en el planeta Tierra. En lucha permanente con los que siempre hemos querido y queremos tener la última palabra y a la que más nos valdría abandonar la virilidad vergonzante de Taltibio, el mensajero de los dioses que interpreta Ernesto Alterio en esta versión recién estrenada,  y matar de una vez por todas al dios violento y el héroe sin escrúpulos que llevamos dentro. En nombre de la diosa Eirene y de los de tantas y tantas mujeres cuya sangre derramada convierte en vinagre el vino fecundo y alegre de la democracia.

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