Entre leones

¡No vayamos a joderla ahora!

Cuando el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, declaró el martes en el Parlament que asumiría "el mandato del pueblo para que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república", me eché las manos a la cabeza.

Pero cuando acto seguido añadió que proponía que el Parlament "suspenda los efectos de la declaración de independencia para emprender un diálogo y llegar una solución acordada", seguí con las manos en la cabeza.

En esa posición transité del miedo a un monumental lío, donde los ciudadanos, sobre todo los trabajadores, serían los grandes perdedores, a la alegría de estar asistiendo a una recogida de velas en toda regla.

El ‘informe caritas’, tanto en la Cámara legislativa catalana como en la calle, me confirmó que el independentismo, que esperaba la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) con Els Segadors a toda leche, estaba haciendo aguas, y el procés se dirigía a la vía muerta que aconsejaba el seny, las grandes empresas y la UE.

La declaración posterior de independencia que firmaron los diputados de Junts pel Sí y la CUP, por mucho que proclamaran "la república catalana como Estado independiente", no dejó de ser papel mojado, toda vez que no tenía ningún valor jurídico.

Más bien, era una especie de brindis al Sol para que los sectores más radicales del independentismo no se los comieran por los pies.

Está claro que la deriva independentista empezó a flaquear definitivamente en el mismo momento que Puigdemont declaró la independencia con la puntita. Y rápidamente dio marcha atrás.

La senda de la ilegalidad que estaba recorriendo el procés durante los últimos once meses –especialmente grave fue la aprobación de las leyes de transitoriedad y del referéndum pasándose por el forro de los pantalones el Estatut y el Parlament- iba camino a ninguna parte.

Si a esto unimos el nulo apoyo internacional y la tocata y fuga de empresas portaviones, crucero y patera, pues blanco y en botella.

Pero dicho esto, el ‘tocado’ del independentismo no significa que esté ya ‘hundido’. Ni muchísimo menos. La mitad de los catalanes beben aún de una forma u otra de esas aguas. La desafección, el sentimiento de agravio y la falta de conexión sentimental con España tardarán en desaparecer.

Y el Gobierno debería tenerlo muy en cuenta.

Por mucho que el portavoz del Govern siga hoy mismo con la retahíla de que la independencia es irrenunciable, hay margen para pactar aunque solo sea el puente de plata.

Si el Gobierno sobreactúa, si se le va la mano, solo va a conseguir agravar el problema.

Es verdad que al PP le renta más electoralmente el ‘leña al catalán independentista que es de goma’ en el resto de España –ante el fin de ETA demostró que pesca sin muchos escrúpulos-, pero el Ejecutivo de Mariano Rajoy, corresponsable del lío morrocotudo montado por su inacción durante los últimos cinco años, tiene la obligación de empezar a hacer bien su trabajo de una vez por todas.

A estas alturas, el restablecimiento del orden constitucional se les puede arrancar sin montar ningún espectáculo, sin machacar con los artículos 155 y 116 de la Constitución española, sin sacar de nuevo a la calle a la Policía Nacional y la Guardia Civil, sin poner a desfilar al Ejército por las calles de Cataluña.

Si tira de esas y otras medidas excepcionales, solo conseguirá darle oxígeno al independentismo y humillar a la mitad de la sociedad catalana.

Lo dijo alto y claro Joan Manuel Serrat, en su última apelación al diálogo:  si los políticos actuales "no saben hacerlo", confió en que otros gobernantes tengan "mayor capacidad, disponibilidad y voluntad".

Palabra de un paisano que nació en el Mediterráneo.

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