Otras miradas

Me cago en la rana y la libertad de expresión

Pascual Serrano

Periodista

Alguna vez he citado una parábola que trata de que si se echa una rana a una olla con agua hirviendo, ésta percibe la mortal temperatura, salta inmediatamente hacia afuera y consigue escapar de la olla sin quemarse. En cambio, si inicialmente en la olla ponemos agua a temperatura ambiente y echamos la rana, ésta se queda tan tranquila dentro del recipiente y, si comenzamos a calentar el agua poco a poco, la rana no reacciona bruscamente sino que se va acomodando a la nueva temperatura del agua hasta perder la conciencia y terminar muerta por el calor. La he vuelto a recordar con motivo de algunos procesos judiciales recientes.

Hace veinte años no hubiéramos imaginado que un cantante entrase en prisión por las letras de una canción, condenado a tres años y medio por enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona. Ni tampoco que un rapero pudiese ser condenado a dos años y un día de cárcel y 24.300 euros de multa por delitos de enaltecimiento del terrorismo con agravante de reincidencia, injurias y calumnias contra la Corona y las instituciones del Estado por el contenido de unos tuits. Ni que el director y subidrector de la revista satírica El Jueves fuesen juzgados por un delito de injurias por una noticia de humor claramente inventada sobre la policía. O que un actor debiera presentarse ante un juez por escribir que se caga en Dios, algo que se decía en los bares hasta en los tiempos del nacionalcatolicismo (cuando no te oía el cura ni el sargento).

¿Se han parado a pensar cuántas de las cosas que decíamos, publicábamos o defendíamos hace veinte años ahora serían motivo de banquillo judicial? Si hasta un chaval tuvo que pagar una multa por hacer un montaje con su cara y la de Jesucristo, cuando hace treinta años eso formaba parte del puritanismo de Jesucristo Superstar.

Hoy estaría en prisión Ivá con su Makinavaja, todos los músicos de La Polla Records por las letras de sus canciones, Albert Camus por apología del terrorismo en su novela Los Justos, la Bruja Avería por atentar contra el honor de las multinacionales y Asterix por sedición. El argumento de Crimen y castigo, de Dostoievski, o el de la película Monsieur Verdoux, de Chaplin, sería enaltecimiento del asesinato. Y La vida de Brian sería sin duda, un delito contra los sentimientos religiosos. A este paso hasta Quino podría haber sido acusado de rebelión por las frases de Mafalda.

Y mientras eso sucede en un bando, en el otro, el de los que mandan, observamos que sus tropelías, robos y delitos han convertido aquel caso Juan Guerra en una travesura infantil. Resulta impresionante cómo nuestra capacidad de indignarnos por la corrupción del poder, que entonces se encendía por unos bolsos de Pilar Miró, ahora tolera volquetes de puta pagados con dinero público para gobernantes y banqueros. Hasta soportamos que un vicepresidente justifique su choriceo espetándole a un diputado la respuesta "es el mercado, amigo". Y nuestra capacidad de movilización, que antes convocaba manifestaciones multitudinarias cuando un insumiso al servicio militar entraba en prisión, ahora ni se plantee concentrar a una decena de personas para protestar por el encarcelamiento del rapero.

La explicación a esta deriva solo puede deducirse por haber asumido un individualismo que ha destruido el sentimiento de colectividad y solidaridad entre las personas, la resignación a la hora de luchar y reivindicar al lado de los otros, y la percepción de que no hay alternativa a la situación actual. O sea, la rana en el agua hirviendo. Pues yo me cago en la rana, en Dios y en la Corona.

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