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Las miserias de ser un espía en las series

Llevan vidas tristes, oscuras y marcadas por la violencia, el ego suyo o ajeno, la lucha de intereses políticos y los traumas. Da igual que sean de la CIA, el Mosad, la Stasi, la KGB o alguna organización de inteligencia ficticia, todos parecen cortados por el mismo patrón y acaban padeciendo las mismas miserias. En ‘Berlin Station’, recientemente estrenada por HBO España, se repite la historia.

'Berlín Station' ha sido estrenada recientemente en HBO España.

Series de espías y de infiltrados ha habido siempre, pero desde la irrupción de Homeland muchas han nacido al abrigo del éxito de este remake que ha sabido reinventarse con el paso de las temporadas. Muchas de ellas con un alto nivel de calidad alejándose de esa imagen glamurosa e idealizada del agente en traje, con coches de alta gama y bellezas rodeándole. De eso hay muy poco en Berlin Station, serie estrenada en otoño que ha pasado a engrosar recientemente el catálogo de HBO España y que está protagonizada por Richard Armitage y Rhys Ifans.

Cuando Homeland llegó en abril de 2012 a las pantallas de la mano de Showtime algo se removió dentro del género de agentes y espías. Alex Gansa y Howard Gordon no contaba una historia original. No importaba. Se trataba del remake de la israelí Hatufim de la que de no haber sido por su versión americana la mayor parte del público nunca hubiera oído hablar. Los creadores de Homeland tomaron prestada su idea e hicieron eso que se les da tan bien (casi siempre) a los guionistas estadounidenses, la americanizaron. El fenómeno se extendió rápido gracias a la historia de un soldado secuestrado durante años por islamistas que de pronto recupera la libertad y vuelve a territorio americano. ¿Es un héroe? ¿Es un traidor?

Algunos, en concreto una agente bipolar y con serios problemas para acatar las órdenes, no se fían. Él es, claro, Nicholas Brody. Ella, Carrie Mathison. Ambos parte importante del imaginario televisivo del llamado ‘Peak TV’ que tan grandes personajes y títulos ha dado. Damian Lewis y Claire Danes acapararon premios, buenas críticas y seguidores. Al primero los guionistas le pusieron punto y final tres temporadas después, pero Carrie sigue, seis temporadas más tarde, tan convincente (por suerte en la última tanda redujeron considerablemente el número de muecas y pucheros por episodio) y evolucionando dentro de una espiral de destrucción en la que lleva inmersa desde el primer capítulo.

De la mano de Carrie, pero también junto a Saul Berenson (Mandy Patinkin), Dar Adal (F. Murray Abraham) y Peter Quinn (Rupert Friend), por citar solo algunos de los personajes más icónicos de Homeland, el espectador ha descubierto que ser un agente de la CIA, vivir a escondidas, en la sombra, bajo una identidad falsa aunque sea con tu propio nombre, es altamente perjudicial para la salud física, pero sobre todo mental. Todos ellos resultan ser personas tristes, con algún tipo de problema conductual y, sobre todo, con una vida personal caótica. Con tanto desplazamiento, secreto y violencia a su alrededor, con tanto adoctrinamiento y sentido del deber, es imposible tener una pareja, amigos o, ni siquiera, una relación funcional con la familia.

Al final, para estos agentes, todo acaba siendo muy endogámico. Solo alguien como ellos, tan dañado como ellos, puede entender su modo de vida y su forma de pensar. Por eso Carrie siempre acaba relacionándose con compañeros de trabajo. Cuando abre el círculo, como ocurría en la última temporada, no funciona. Y así sucede con los protagonistas de Berlin Station, serie estrenada el pasado año que acaba de llegar a España a través de HBO y que se centra en el día a día del destacamento de la CIA en Berlín. En esta serie, como en Homeland, nadie es completamente de fiar.

Ahí es donde reside el interés y el drama. No son héroes sin mácula. Al protagonista de Berlin Station, Daniel Miller (Richard Armitage), le pasa como a Carrie, aunque por ahora no necesita medicarse y tiene bastante bajo control sus emociones. Arrastra un trauma, eso sí, y tiene que lidiar con ello intentando llevar a cabo una misión para la que apenas cuenta con apoyos: desenmascarar al topo que está destruyendo la agencia desde dentro. Miller carga con una pesada mochila, pero quien peor está –y quizá quien más se parece a Carie– es su compañero y supuesto amigo Hector DeJean (Rhys Ifans), hastiado de todo y de todos, que no descansará hasta destruir a la CIA.

En la serie de Olen Steinhauer hay mucho de lo que se ha visto en Homeland a lo largo de seis temporadas pero concentrado en una sola. Corrupción interna, acuerdos secretos entre agencias, violencia, traumas, torturas, ambición desmedida, agentes dobles, traición, el sexo como medio para conseguir información… y, aunque la CIA es la protagonista en ambas, no se dejan de dar pinceladas de cómo funcionan otras como el Mosad o la agencia de inteligencia alemana y hasta la disuelta Stasi. No hay buenos y malos en término de blanco o negro. Todos tienen algo que ocultar y la mayoría da por válida la frase hecha de que ‘el fin justifica los medios’. La duda es si ya eran así antes o fue el convertirse en agentes lo que les convirtió en lo que son. Peter Quinn estaba convencido de que, en su caso, era más bien lo primero.

Aunque son las tramas más habituales, ser espía o agente secreto no es algo exclusivo ni de la CIA ni de los americanos. El mejor y más reciente ejemplo, The Americans, centrada en la vida de dos agentes durmientes rusos en los ochenta que llevan años en suelo americano. Han formado una familia como tapadera. Phillip (Matthew Rhys) y Elizabeth Jennings (Keri Russell) son dos agentes de la KGB reclutados en su Rusia natal que fueron enviados a Estados Unidos como espías. Una vez allí, como matrimonio, han creado una fachada sólida que se ve amenazada con la llegada de un vecino que resulta ser agente del FBI.

Desde Rusia les encargan misiones que ellos deben llevar a cabo sin olvidarse de esa vida ficticia que han creado para no poner en riesgo sus verdaderas identidades. En The Americans, como ocurre en las mencionadas Homeland y Berlin Station, hay mucho de esas miserias de la vida del espía: los traumas, la violencia, el estar siempre alerta, la desconfianza perpetúa, el actuar en la sombra, el que la vida personal se vea continuamente lastrada por la profesional, el terror a ser descubierto… Este tipo de personajes son adictos a la adrenalina, no pueden vivir sin ella. Algunos lo han intentado y lo han dejado por un tiempo, pero no es fácil desengancharse. Para ellos es como una droga y reinsertarse en la vida cotidiana no es sencillo.

La adición a la adrenalina y la endogamia

De eso trata, precisamente, la francesa Oficina de infiltrados, de un agente que regresa después de años trabajando en una misión encubierta en Oriente Medio. Vuelve a Francia y allí se encuentra una oficina, como la de Berlin Station o como la propia central en Langley, llena de rivalidades y juegos de poder. Mientras, él sigue anclado a su vida de infiltrado y no sabe cómo romper con ella. Rebotado de la CIA llegaba a Person of Interest su protagonista, John Reese (Jim Caviezel), que se une a un millonario que ha robado el acceso a una máquina capaz de predecir hechos criminales de la que el Gobierno descarta los menores porque solo les interesa en terrorismo. Así que Reese, guiado por Harold Finch (Michael Emerson), trabaja en la sombra para evitar esos delitos que a los de arriba no le importan.

Es un agente retirado, que podría estar dedicándose a otra cosa o superando el trauma que arrastra yendo a un terapeuta o de retiro espiritual, pero decide volver a entrar en el juego. Como Carrie, que por mucho que haga varias temporadas que dejó la CIA sigue volviendo una y otra vez. O como Miller, que después de años chupando tinta pedir volver a ser agente de campo. La mayoría de los personajes en este tipo de series disfrutan con el riesgo, con estar siempre en el filo, apunto de ser descubiertos…

Uno de los pocos que reconoce que lo suyo es más estar en los despachos es Mycroft Holmes (Mark Gatiss), alto cargo del servicio secreto y de inteligencia británico que solo participa en misiones activamente cuando se ve arrastrado por su hermano, Sherlock (Benedict Cumberbatch). Este no es agente, sino detective, pero es capaz de fingir su propia muerte y pasarse dos años infiltrado para desmantelar la infraestructura de la red criminal de Moriarty. Mycroft es más de actuar en las sombras y desde su oscuro despacho presidido por el retrato de la Reina.

Ellos dos son familia y después de todo no se trata de una serie de espías, pero sí es cierto que en el género es habitual que se cree una especie de familia alternativa en la que los miembros son todos agentes, fuentes o acólitos. Tiene que ver, en parte, con lo que la secretaria de Steve Frost (Richard Jenkins) le echa en cara a este, jefe de Belin Station, sobre su relación como amantes en uno de los primeros capítulos. Básicamente le viene a decir que solo se acuesta con ella porque necesitaba a alguien con quien poder hablar libremente de asuntos de trabajo. Algo que no puede hacer con su mujer. Les está prohibido hablar de sus misiones y de su trabajo con gente ajena a la agencia.

Ese reproche de Sandra entronca con el hecho de que muchas veces las relaciones personales que establecen los personajes en el sentido romántico de la palabra sean en el propio círculo de agentes y fuentes. Carrie mantiene una tortuosa relación con el objeto de su primera misión, Brody, pero también una relación un tanto platónica con su compañero Quinn. Eso por no hablar de que no duda en usar el coqueteo y el sexo como herramienta de trabajo si así consigue información útil para la misión. Una práctica muy habitual, por otra parte. Miller recurre a ella y es víctima de la misma a manos de una agente alemana.

La Olivia Dunham (Anna Torv) del universo paralelo no duda en dar un paso más que su doble en su relación con Peter Bishop (Joshua Jackson) para hacer más sólida su tapadera mientras se mantiene infiltrada en un mundo que no es el suyo. Malotru (Mathieu Kassovitz), el protagonista de Oficina de infiltrados, está igual de metido que la Dunham alternativa en el papel y llega un momento que lo que era misión se convierte en real.

En torno a eso gira toda la temporada de El infiltrado. Que maten a una amante suya es lo que sirve de detonante para que un ex soldado que trabaja en un hotel, Jonathan Pine (Tom Hiddleston), dedicada aceptar convertirse en agente encubierto de la inteligencia británica para desenmascarar a un traficante de armas, Richard Roper (Hugh Laurie). Acaba tan metido de lleno en la trama que termina por relacionarse con la mujer de este y si su motivación ya era personal al principio, acaba siéndolo por partida doble. Si consigue llevar a buen puerto su misión habrá conseguido tres cosas: vengar la muerte de su amante, acabar con un delincuente y salvar a la chica. Desde luego para ser un espía, a Pine no le sale nada mal la jugada. Claro que lo suyo fue cosa de una temporada con final feliz. Al resto los guionistas le tiene muchos más dramas y miserias preparados.

Quizá solo sea coincidencia o una moda pasajera, pero existe cierta tendencia a que para que una serie de espías y agentes infiltrados triunfe en los últimos años esta ha de ser más bien oscura, dramática y con aspiraciones de trascender. Nunca fue fácil ser espía en las series, pero ejemplos anteriores y clásicos del género como los de Misión Imposible, El agente CIPOL, Nikita, Alias o los más recientes Chuck y Archer se lo tomaban de otra forma, con otra filosofía. Sonreían más.

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