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Sleep La nana interminable de Max Richter

El compositor británico de origen alemán estrena en Madrid su interminable canción de cuna: "Un manifiesto que aboga por un ritmo de existencia más lento”. Ocho horas de música ininterrumpida concebida para el inconsciente.

Algunos de los asistentes al concierto en Madrid de Max Richter

Con un escueto e inquietante “nos vemos en el otro lado”, el músico de origen alemán y nacionalidad británica Max Richter rompió el hielo y procedió a acunar al personal durante ocho horas. Lo hizo acompañado de un quinteto de cuerda —tres violines y dos chelos—, un piano y un Mac. También de una voz, la de una señora que con insistencia periódica tuvo a bien irrumpir a lo largo de la noche con una suerte de canto gregoriano musitado.

Enfrente, una multitud en pijama ávida de “una experiencia sonora” que tras recalar en capitales europeas como París, Londres y Berlín, llegaba este domingo a Madrid en el marco de las actividades programadas por los Veranos de la Villa. “Sleep es mi canción de cuna personal para un mundo frenético, un manifiesto que aboga por un ritmo de existencia más lento”, avanzaba en la presentación del proyecto este músico curtido en bandas sonoras más o menos reconocidas; suyas son —entre otras— las notas de Vals con Bashir o The Leftlovers.

Richter: “'Sleep' es mi canción de cuna para un mundo frenético, un manifiesto que aboga por un ritmo de existencia más lento”

Arpegios melosos con sutiles variaciones y melodías de una languidez zalamera. Esa podría ser —grosso modo— la receta Richter. Todo en Sleep está pensado para entregarse a la modorra. Las octavillas entregadas a los asistentes a la entrada del recinto daban fe de ello: se prohíbe el consumo de alcohol “pues afectaría a los ciclos de sueño”, se prohíbe comer, se prohíbe utilizar móviles, cámaras o flashes, se prohíben los animales, y se recomienda, eso sí, que los asistentes vengan “provistos de cojines y almohadas, así como de ropa de cama”. Recomendación —esta última— que dio lugar a un insólito —e imaginativo— desfile de sedas diversas, antifaces, franelillas, camisones chic e incluso algún que otro cojín con forma de corazón manicorto.

Una orgía del letargo escenificada en la Nave Boetticher, otrora fábrica de ascensores rebautizada por Gallardón como la ‘Catedral de las Nuevas Tecnologías’. Espacio diáfano en pleno Villaverde que albergó en su día maquinaria pesada y en el que centenares de paisanos se entregaron a la secuencialidad del incipiente taylorismo patrio. Del campo a la cadena de montaje y de ahí a la quiebra, el abandono y los yonquis. Pasa el tiempo y la nave se reencarna —planes de revitalización mediante— en templo del microchip. Serán los nuevos siervos, los del taylorismo 2.0, los que sueñen ahora de la mano de Richter y su sonata con mundos más plácidos.

Diana: “Es una oportunidad para explorar el inconsciente. La música y el arte tienen esa capacidad"

“Me enteré por el grupo de whatsapp que tenemos los padres del cole de mis hijos”, explica Diana, que pudo dejar a sus vástagos en un campamento y enfundarse un pijama a rayas estilo clásico. “Creo que es una oportunidad para explorar el inconsciente. La música y el arte tienen esa capacidad. Si lo utilizan para venderte cosas inútiles, creo que merece la pena cuando se trata de lo contrario”, apunta esta comunicadora freelance. “Revela mucho de cómo está la situación, parece que hasta durmiendo tenemos que experimentar un acto cultural”, añade Ferrán, empleado en un sello discográfico. “Es una forma de vivir el drama del primer mundo en comunidad”, incide Diana.

La neurociencia del sopor

"Sleep es un intento de ver cómo ese espacio vacío, cuando tu mente consciente se va de vacaciones, puede ser un lugar en donde la música puede vivir”, explicaba Richter en una entrevista reciente. Para ello el músico británico ha contado con la inestimable colaboración de David Eagleman, neurólogo y divulgador estadounidense de esos que imparten cátedra provistos de micrófono diadema y luz tenue. Un idea generator que no sólo es joven sino también brillante y que, al parecer, ha intervenido en la conceptualización de esta canción de cuna interminable. El resultado es una obra en la que los pasajes más abstractos se suceden con otros de armonías evocadoras, todo ello pensado para conjugar el pentagrama con las diferentes etapas del sueño.

Y parece que funciona. Apenas hora y media después de los primeros compases, un reguero de cuerpos inertes quedaron esparcidos bajo la gran bóveda de cañón de la Boetticher dibujando figuras diversas. Los había entrelazados de forma violenta, como petrificados tras una intensa pugna. Otros, en cambio, reposaban comedidos, rozando sus dedos piadosos en el centro del lecho. Los más audaces se embutieron en un mismo saco, entregados a sigilosas caricias de destino incierto… No faltaron a la cita los partidarios de la célebre cucharita. Salteados como exclamaciones quedaron los solos; fetales algunos, rígidos cual momias otros.

Por último, los insomnes, resistiendo los embates de una melodía concebida para el sopor, bostezantes, comiendo techo como si no hubiera un mañana, ensimismados en unos pétalos violáceos proyectados sobre las vigas de la nave, pensando —quizá— en que esto ya no lo arregla nada ni nadie, ni siquiera Richter y su pianito-somnífero.

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