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De nicho urbano a foco cultural

De un tiempo a esta parte ha proliferado la intervención de solares, plazas y calles en el centro de la ciudades con fines culturales. La apuesta consiste en tejer comunidad a través de estos espacios cuyo uso permanente está por determinar.

El solar de Opañel, donde se prevé la intervención 'Jardín de los libros nómadas', una actuación artística que pretende impulsar el amor por los libros, la ecología y el encuentro vecinal.- IMAGINA MADRID

El corazón de las ciudades está hecho de vacíos. Territorios residuales donde no hay nada: ni pasado, ni futuro, nada que no sea el presente. El laberinto metropolitano deja a su paso —olvidados por la intervención o a su espera— espacios vacantes desde donde proyectar convivencia y alternativas vecinales, reductos de libertad en urbes codiciadas por los fondos buitres y las dinámicas de terciarización.

Se impone, de un tiempo a esta parte, su aprovechamiento. De ahí la proliferación de todo un enjambre de tribunas a pie de suelo operando desde los márgenes, haciendo frente a la cultura oficial a base de improvisación y autogestión. Hablamos de Ámsterdam o Berlín, pero también de Madrid, Barcelona o València. Ciudades que han sabido convertir esos espacios en blanco en cajas sorpresa.

“Se trata de que la intervención se vea como una hoja en blanco atractiva donde la gente quiera dibujar, una espacio posibilitador en el que se responda a una necesidad más que a una demanda”, apunta Juan López-Arangüren, coordinador de Imagina Madrid, un conjunto de iniciativas artísticas que nutren ese hervidero cultural capitalino a través de la intervención de solares, plazas, calles, parques y pavimentos diversos.

“La clave está en irte a lugares que nadie quiere, que estén completamente en desuso, de lo contrario siempre tendrás un conflicto con la comunidad”, indica este joven arquitecto que sitúa el foco en la capacidad de determinar las necesidades del vecindario, “solo a través de la cooperación entre el entorno ciudadano y los agentes externos se puede llegar a detectar cuáles son sus verdaderas necesidades e incluso si estas son cambiantes”.

Así es como nos vamos topando con campos de lavanda, jardines comestibles, talleres de narración oral, óperas colaborativas, parrandas improvisadas… O lo que es lo mismo; la ciudad (o la provincia) como probeta. Un ámbito para la experimentación que, en palabras de Ferran Barba, jefe del servicio de urbanismo de la Diputació de Barcelona, debe provenir de “un diálogo continuado entre el Ayuntamiento en cuestión, las entidades interesadas y el vecindario, solo así —añade— afloran las necesidades no satisfechas”.

Sucede que nuestro marco legal no está preparado para lo efímero, su implementación está pensada para actividades permanentes, lo que dificulta en gran medida la realización de este tipo de intervenciones que, por lo general, se llevan a cabo en ese ínterin hasta que el espacio en cuestión es finalmente edificado o cumple con lo proyectado. “Hay que echar mano de la imaginación, tener ganas de inventar y formular soluciones para que esa intervención se pueda llevar a cabo”. Un problema que, como apunta Barba, afecta especialmente a las propuestas pensadas para edificios: “Los códigos técnicos de edificación son muy específicos y rigurosos, las respuestas por parte de los funcionarios suelen ser no, por ello es clave echar mano del ingenio”.

“Escucha activa y respuesta a un entorno concreto”

Desde València, el arquitecto urbanista Jonathan Reyes, cofundador de laboratorios urbanos como Carpe Via o CivicWise, prefiere referirse a estos espacios baldíos como extituciones. “Me gusta verlos como oportunidades en los que instituciones, entidades y comunidad mezclan sus saberes sobre la ciudad para construir el futuro de la misma juntos”. Una especie de construcción colectiva permanente que dé respuesta a las necesidades de la ciudad.

Y en ese construir ciudad sin perder de vista a la ciudadanía, entendiendo la responsabilidad de proyectar como un deber para con la comunidad, surge inevitablemente el 15-M. “Creo que marcó un antes y un después en nuestro modo de enfrentarnos y de vivir el espacio público como un espacio de identidad en el que la ciudadanía se reconoce”.

Se trata, a fin de cuentas, de romper con las inercias turbocapitalistas que convierten el lugar en mero tránsito y al que transita en consumidor potencial. Un mirar de nuevo lo que nos es propio y entenderlo como el espacio que nos hace ciudadanos: “La cultura se ha ido progresivamente encerrando en espacios y esto no me parece sano, la calle es para habitarla y para encontrarnos con el otro”.

Reconquistemos pues esos criaderos de gasterópodos en plena urbe. Hagamos de estos espacios algo más que la letrina perruna del vecindario. Convirtamos estos páramos metropolitanos en centros culturales donde reflejarnos en el otro y, si es menester, echar unos bailes, plantar abedules o realizar algún tipo de ejercicio axonométrico. (Casi) todo vale. Tenemos todas las calles.

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