De la gente buena

Un reloj de arena. / Pixabay
Un reloj de arena. / Pixabay

—Cuando estoy en una discoteca y quiero tomarme otra copa, si recuerdo que para pagarla tengo que trabajar una hora más, me lo pienso antes de pedirla—.

El otro día, en la clase de Teoría y práctica de la democracia, discutíamos que lo que realmente compra el dinero es, principalmente, tiempo. Es verdad que hay más cosas en el precio final de las mercancías —por ejemplo, el prestigio, el lucro o la escasez— pero medirlas en virtud del tiempo sigue brindando interpretaciones más fructíferas que otras teorías que, precisamente, lo que ocultan es lo que dura la dedicación al trabajo.  

Es una idea que se intuye en Aristóteles al diferenciar entre valor de uso y valor de cambio, analizó el economista David Ricardo, expresó con contundencia el marxismo y se convirtió en un código de barras en el antebrazo de los trabajadores en la película En tiempo (Andrew Niccol, 2011). La dureza de la película está en que ese código de barras es el que pasas cuando se termina la jornada de trabajo —te carga "vida" en esa tarjeta que marca el tiempo que te queda—. Luego vas al supermercado y decides si compras una botella de aceite de oliva virgen extra o una de semillas. Sabes que a la salida te quitarán, bien una hora de vida —te morirás, por tanto, antes— o solo 25 minutos —lo que te permitiría, si la alimentación es buena, estar más tiempo en este mundo—.

Medir el dinero en tiempo es algo subversivo. Te lleva a preguntarte por qué una hora de vida de un banquero, del presidente de un Club de Fútbol o del dueño de una cadena de supermercados, que es igual en dignidad a la de cualquier otra persona, vale más que una hora de vida de su empleada de la ventanilla, de un futbolista lesionado o de la persona que repone latas en los estantes. 

Mirar el tiempo abre perspectivas. Las cosas hermosas de la evolución humana han tenido lugar gracias a gente que pueden caer en alguna de estas tres categorías: ha sido generosa con su tiempo (y, por ejemplo, han regalado una vacuna que descubrieron);  se ha beneficiado de gente que ha sido generosa con su tiempo (esto vale para artistas, científicos, académicos, inventores, descubridores, escritores, etc.); o ha podido dedicarse a desarrollar alguna gran obra gracias a que a otras muchas las han obligado a ser "generosas" con su tiempo, por ejemplo esclavizándolas, castigándolas o quitándoles cualquier posibilidad de hacer otra cosa que lo que beneficiaba a los dueños de la finca.

El capitalismo ha sido posible por la acumulación primitiva de capital (producto de expulsar a los campesinos de sus tierras); por la acumulación sexual (producto de condenar a las mujeres a hacer las tareas de reproducción en condiciones de silencio, explotación y gratuidad);  y la acumulación imperial (que permitió el enriquecimiento robando vidas, riquezas o mercados a otros países). 

Este fin de semana estuve en Sanlucar la Mayor, en el Aljarafe de Sevilla. Tenía lugar el Encuentro Anual de Radios Comunitarias y me invitaron con Francisco Sierra a la conferencia inaugural. Estos proyectos comunitarios, modestos pero firmes, siempre olvidados por la izquierda y despreciados por hostiles por la derecha, vienen siendo esenciales en España desde hace 40 años, cuando los ayuntamientos progresistas, que nacieron de las primeras elecciones municipales (1979) tras la dictadura, tenían la tarea de hacer valer que, en verdad, estábamos recuperando la democracia.

En otros lugares, como Venezuela, Colombia, Ecuador o Argentina, siempre han sido esenciales en momentos en donde la democracia estaba en peligro o cuando los poderosos conspiraban contra ella. Son los antecedentes de los actuales podcast, youtubers o influencers, pero, como se recordaba en el encuentro, mientras que estos nuevos comunicadores solo hacen valer su mirada individual y su perspectiva crematística, las radios comunitarias siempre priorizan el elemento comunitario de la información y del entretenimiento sin atender a (casi) ninguna exigencia del mercado. 

"Todo necio confunde valor y precio", decía Antonio Machado. En cada tarea comunitaria destaca el enorme valor que incorpora y la ausencia de precio. A nadie se le ocurre preguntar si hay tarifas y, quizá por eso, no suele haber gente de la derecha porque tampoco hay sobres. Su recompensa está en que otorga ingentes cantidades de satisfacción personal. Porque incorpora ingentes cantidades de tiempo generosamente regalado a la comunidad, en una cadena donde todos los eslabones son necesarios para que el proyecto, sea el que sea, salga adelante.

Es esa íntima satisfacción de haber hecho lo correcto. Cuando le preguntaban a Federico García Lorca por qué dedicaban tanto esfuerzo a La Barraca, el proyecto de llevar el teatro clásico a sectores populares que quizá ni lo entendían, contestaba: "porque somos misioneros patológicos". 

Las radios comunitarias son un ejemplo de esos millones de "misioneros y misioneras patológicas" que llevan decenios defendiendo el fuego en diminutas hogueras que, sin embargo, construyen vida, calientan en el frio y reconfortan en nuestros particulares abismos. Que son, como decía Calvino, ese "no infierno" en mitad del infierno "que habitamos todos los días".

Como le ocurre a tantos movimientos sociales, a grupos de lectura y escritura que ayudan a huir de la soledad, a asociaciones de vecinos atentas al barrio, a quienes hacen teatro para hacer más cultas a sus comunidades, a los que entienden la música como su colaboración a un mundo más alegre y decente, a los investigadores que ven la lucha contra el calentamiento global como parte añadida a su tarea científica, a la gente que milita en partidos sin esperar nada que no sea pararles los pies a los abusones y hacer mejor nuestros países.

Son esa gente que te ayuda sin que esté escrito en ningún documento que tengan que hacerlo, que madruga o trasnocha para que otros sepan de alguna iniquidad, que te regalan un poco más de tu tiempo en la consulta, a la salida de clase, en el andén del tren, en el autobús, el supermercado, en la tienda o en el portal de tu casa. 

Nuestras sociedades quieren organizar la sociedad sobre la base de la oferta y la demanda, mercantilizando todos nuestros intercambios —vestir, comer, aprender, divertirnos, jugar, hacer deporte, tener sexo o elegir a las amistades— confiando en que la suma de nuestros egoísmos haga que el carnicero nos dé mejor carne y a un precio más asequible confiando estrictamente en nuestra capacidad como clientes. 

Pero si miramos a la historia y vemos que tenemos derechos civiles, políticos, sociales, que tenemos una identidad con la que convivimos, que podemos atrevernos a burlar la muerte sin caminar entre precipicios paralizantes, si somos, en suma, sujetos de dignidad, ha sido siempre —siempre— porque mucha gente corriente, como usted y como yo, decidió dejar de lado sus meros intereses individuales y apostaron por regalar parte de su tiempo a algo que, entendieron, les hacía un poco más grandes sin dejar de ser ellos mismos.

Son esas personas generosas que, como decía Bertolt Brecht,  "cocinaron la cena" la noche de la victoria, conquistaron la India con Alejandro, fueron los albañiles que levantaron los arcos del triunfo, la muralla china, las pirámides o el Valle de Cuelgamuros, aunque nadie nunca les cita en los libros de historia. Son esa gente que solo aparece cuando cepillamos la historia a contrapelo. 

Esa buena gente sin medallas que te habla desde una radio en una habitación llena del éter de quienes se saben en el lado correcto de la historia. Las gentes que están siempre ahí haciendo que la rueda camine queriendo ser tan solo una de las partes del mecanismo. La gente sin la cual el reloj que mide el tiempo de lo bueno no funciona. Son la gente que hace posible siempre guardar la voz, reservar la llama, atesorar la bandera y recordar las peleas. Los misioneros patológicos, las misioneras patológicas.