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Josefina Samper, la tejedora de la libertad

Cierra las listas de IU para las elecciones al Ayuntamiento de Majadahonda, la localidad madrileña en la que pasó sus últimos días su compañero de vida, Marcelino Camacho. Revive para Público sus 87 años de lucha por la libertad.

Josefina Samper.

MADRID.- Acaba de volver del "cole", como llama a ella al centro de día de Majadahonda en el que entretiene sus mañanas. Tiene a su vera las agujas con las que trenza una bufanda bermellón de punto bobo para uno de sus nietos, las mismas con las que durante años tejió los jerséis de cuello alto y cremallera con los que abrigaba Marcelino Camacho sus jornadas de lucha obrera. Sobre la mesa, un plato de rosquillas caseras que señala con un índice generoso: "Coge una, coge".

Josefina Samper luce una diadema, como las niñas. Y, como las niñas, exhibe la mirada ingenua de una memoria que ha borrado el rencor y la sonrisa honesta que —como prometió a su compañero— miserias y miserables jamás consiguieron borrar. Él no hubiera sido sin ella. Y sólo conociéndola a ella se entiende todo lo que él fue. Quizás fuera su primer trabajo, en una fábrica de mermeladas del Orán al que emigró con sus padres en busca de un mejor vivir desde su pueblo almeriense de Fondón, lo que la impregnó de la dulzura que la retrata y con la que logró sobrevivir a los tiempos difíciles.

Cuando era poco más alta que los calderos de fruta y azúcar que removía con una pala, ya escondía en una cestita botes de compota y lo que recogía entre los comerciantes del puerto para asistir a los miles de refugiados republicanos que llegaban en barco desde Alicante. Como el Stanbrook, un carbonero de bandera británica que las autoridades de la Argelia francesa dejaron en alta mar durante dos meses. El mismo que Marcelino Camacho no pudo tomar cuando huía de la guerra en la que se empleó contra los fascistas saboteando sus trenes en los ferrocarriles de su Soria natal. El destino les deparaba un después.

Josefina Samper junto a Camacho en 1972, en una de las salidas de prisión del líder de CCOO

Josefina Samper junto a su marido, Marcelino Camacho, en 1972, en una de las salidas de prisión del líder de CCOO.

Él no hubiera sido sin ella. Y sólo conociéndola a ella se entiende todo lo que él fue

La memoria de Josefina vuelve a aquel puerto —a las barcas en las que sólo los niños podían acercarse para llevar comida y dinero a los españoles confinados— y a los barrancos que horadaban para esconder a los que lograban escapar. Como si fuera un juego, vigilaban con latas que aporreaban cuando se acercaba una patrulla policial. "Mi madre me decía —y afina la voz imitando la de la señora Piedad—:'Esta chica nos va a buscar la ruina'". Pero la niña salió rebelde, indoblegable.

Con sólo 14 años se afilió al Partido Comunista, ¡y afilió a su padre! "Los hombres me escuchaban —se pone seria— y había que ayudar". Los ratos libres que le dejaba la costurera con la que aprendió el oficio, Josefina los pasaba en "las ruinas", las casas viejas en las que organizaba fiestas clandestinas del partido para recaudar dinero o distribuir el España Popular. O en la cooperativa de alpargatas que fundó para aliviar el desabastecimiento argelino de la II Guerra Mundial.

"Entonces [en los 40]sólo pensábamos en la lucha, en escondernos juntos"

Marcelino, compañero

En diciembre de 1943, Josefina organizó un aperitivo para recibir a tres presos fugados de un campo de concentración de Tánger. Moreno, delgado, casi anémico, con un mono de preso y una P "de penado" bordada, la tejedora se encontró por primera vez con Marcelino Camacho. Ella tenía 16 años. Él, 25. "Era un chico muy serio, formal, y un hombre que tenía unas ideas..." y se le escapa un suspiro por los puntos suspensivos y la sonrisa con la que recuerda a quien había nacido para ser su compañero.

"Entonces sólo pensábamos en la lucha, en escondernos juntos" y en la pelea, los inseparables pasaron cinco años hasta que una amiga del taller de costura le anunció: "Marcelino quiere hablar contigo". Fueron 20 minutos de conversación que acabaron en un sencillo enlace en la alcaldía de Orán, que el fotógrafo –señala una de las imágenes de su estantería- convirtió en boda adornando con velo y flores el pelo de Josefina.

Boda Josefina Samper y Marcelino Camacho

Tras la victoria aliada, con la esperanza de recuperar España para la República, Camacho entró en lista de espera de las guerrillas que preparaban su entrada por los Pirineos. Por eso, por el miedo de Josefina a que marchara, no tardó en llegar Yenia, la primera hija de la pareja. Tres años después vendría Marcel.

Y en el 54, la primera de las muchas veces en las que Josefina se convirtió en cabeza de familia y delegada de la lucha política, cuando a Marcelino lo encarcelaron en Argel, "en la misma prisión de Cervantes y Camus", recuerda ella.

Una de tantas. El 18 de julio de 1957 la familia regresó a Madrid. En diciembre, Marcelino es elegido enlace sindical de la Perkins, cuando el movimiento obrero comienza a consolidarse como movimiento organizado y no clandestino. "La idea —explica Yenia, que no quita a ojo a su madre— era tener visibilidad. No estar escondidos". Y en ese afán se reinicia la persecución patria de Camacho que, en 1966, pisa por primera vez lo que el franquismo convirtió en su segundo hogar: la cárcel de Carabanchel. Josefina mantiene a la familia cosiendo pantalones con un sastre y con la ayuda de quienes la rodean —"yo nunca estaba en casa, pero entonces la gente, los vecinos, eran otra cosa. La solidaridad era impresionante", dice— y convierte el piso de Carabanchel en refugio de paso, con comida y cama, para las idas y venidas de los detenidos. "Cada vez que había una salida, mi casa era una fiesta".

"Aquí se viene llorada"

Los atendía a ellos… y las organizaba a ellas. Primero desde el Movimiento Democrático de Mujeres, en el colectivo de Mujeres de Presos después, y siempre por su cuenta. Josefina se encerraba en iglesias para reclamar mejoras para los reclusos, se reunía con obispos, buscaba locales vacíos para alfabetizar a sus camaradas de penuria, para enseñarles cómo esconder el Mundo Obrero en los bolsillos de los pantalones o en el fondo de las ollas que dejaban en prisión antes de entrar a comunicar y, sobre todo, para animar a quienes, como ella, atravesaban el descampado en el que se erguía la cárcel, símbolo de la represión franquista. Vuelve nítida a su cabeza la frase que les repetía: "Aquí no se llora. Aquí se viene llorada".

Josefina Samper y Marcelino Camacho.

Josefina Samper y Marcelino Camacho.

"Siendo todo tan distinto a lo que nos pasó, hoy no tenemos una verdadera libertad"

"Ellos nos querían dar fuerte y nosotros teníamos que ser mejores que ellos". Por eso nunca dramatizó Josefina. Ni cuando el Consejo de Ministros retiró la libertad provisional a Camacho mientras durase "el estado de anormalidad social". Ni cuando, en 1972, le cayeron 20 años en el llamado Proceso 1001. Ni cuando los arrechuchos de Marcelino le obligaron a dejar el piso de Carabanchel y mudar a Majadahonda los reconocimientos con los que la democracia quiso reconciliarse con el histórico de CCOO, el más querido: el premio a la Coherencia que le otorgó un pequeño pueblo de Palencia.


Tampoco cuando, el 29 de octubre de 2010, la tierra se llevó a Camacho y al trenzado de sus agujas se le escapó un punto imposible de zurcir. Pero él le dijo antes de marchar: "Si uno se cae, se levanta y sigue adelante". Por eso Josefina sigue tejiendo cuando vuelve del "cole". No es una bufanda bermellón. Es roja. Con la memoria sin rencor de los niños, reconoce que "siendo todo tan distinto a lo que nos pasó, hoy no tenemos una verdadera libertad". Pero sonríe. Y recuerda su promesa a Marcelino: "Te juro que no me verán llorar".

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