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Belchite: donde Franco mintió a un pueblo que vio 5.000 muertes

Se cumplen 80 años de la sangrienta batalla del pueblo zaragozano, las ruinas de cuyo núcleo viejo se convirtieron en símbolo de la sinrazón bélica tras ordenar la dictadura conservarlas intactas a mayor gloria del “prestigio intacto de su dolor”.

El pueblo viejo de Belchite, lugar donde sucedió una de las batallas más sangrientas de la Guerra Civil

“Las ruinas son siempre pruebas de cargo que se conservan en vistas a instruir un proceso a la historia”, sostiene Stéphane Michonneau, catedrático de historia contemporánea en la universidad francesa de L’Îlle, que analiza en “Fue ayer: Belchite. Un pueblo frente a la cuestión del pasado”, el “primer intento a gran escala de conservación de ruinas de guerra en Europa occidental”.

El libro, editado por Prensas de la universidad de Zaragoza, desbroza el tratamiento memorialista que a lo largo de los últimos 80 años han tenido las ruinas del pueblo zaragozano de Belchite, escenario de una de las batallas más cruentas de la guerra civil (más de 5.000 muertos en dos semanas) y cuya reconstrucción fue vetada por el propio dictador Francisco Franco.

Ochenta años después del comienzo de esa batalla, el 24 de agosto de 1937, Belchite amenaza ruina. Y seguirá haciéndolo cuando el 11 de marzo se cumplan ocho décadas de la pomposa trola que el dictador en persona soltó ante sus vecinos: “yo os juro que acabada la guerra (…) sobre estas ruinas de Belchite se edificará una ciudad hermosa y amplia como homenaje a su heroísmo sin par”. Ocurrió lo contrario: el anuncio de reconstrucción mutó en apenas unos meses en una prohibición de reconstruir de la que solo se salvaron entonces el cementerio, la puerta de la villa y un santuario.

Un millar de presos políticos que malvivían hacinados en los barracones de un campo de concentración cercano conocido como “la pequeña Rusia”, en el que también fueron confinados los miembros de familias locales señaladas como izquierdistas que sobrevivieron a la represión, levantó un nuevo núcleo que sería inaugurado en 1954. Los últimos vecinos dejaban en 1964 el pueblo viejo. Hoy hay 1.559 empadronados en el nuevo.

Una batalla casa por casa

La batalla de Belchite, situado a 50 kilómetros de Zaragoza, fueron, en realidad, dos.

La primera, que se desarrolló entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937, incluyó una encarnizada lucha, casa por casa en su última fase y combinada con bombardeos aéreos, que terminó con la toma del pueblo por las fuerzas republicanas. Antes de comenzar la guerra civil había 3.800 vecinos en Belchite, cuyo núcleo urbano, en manos de más de 3.000 falangistas y militares sublevados (hasta 6.000, según la fuente) bajo el mando del alcalde Alfonso Trallero, quedó destrozado en una batalla que arrojó un saldo de más de 5.000 muertos en ambos bandos y unos 3.000 prisioneros, mientras más de 600 insurrectos se pasaban a las filas gubernamentales.

Las ruinas de Belchite

El franquismo prohibió reconstruir el viejo pueblo de Belchite unos meses después de que el dictador anunciara a sus vecinos que levantaría sobre sus ruinas “una ciudad hermosa y amplia como homenaje a su heroísmo sin par”

Esa primera batalla de Belchite fue utilizada propagandísticamente por los dos bandos. El republicano destacó la toma de una posición cercana a Zaragoza, mientras los sublevados resaltaban cómo la resistencia de sus fuerzas había logrado frustrar la fallida ofensiva sobre la capital aragonesa que los primeros habían lanzado, por ocho flancos, a finales de agosto. “Tantas fuerzas para tomar cuatro o cinco pueblos no satisfacen al ministerio de Defensa ni a nadie”, llegó a telegrafiar el responsable de esa cartera, Indalecio Prieto, a la cúpula militar que dirigió la operación.

Los sublevados tomarían de nuevo Belchite en otra batalla que tuvo lugar solo seis meses después de la primera, en marzo de 1938, cuando las posiciones republicanas en el frente de Aragón comenzaban a desmoronarse. Fueron, en ambos casos, victorias pírricas por el control de un pueblo en ruinas cuyo valor había pasado a ser, para ambos bandos, más simbólico que estratégico.

"Una experiencia de guerra"

Sin embargo, y pese a los anuncios oficiales y a medidas como su “adopción” por el dictador, el pueblo no iba a ser reconstruido: Franco “ha querido que las ruinas gloriosas de Belchite queden en el prestigio intacto (sic) de su dolor actual” como un “montón de ruinas que sembró el marxismo como huella inequívoca de su fugaz paso”, anunciaba el régimen en la primavera de 1940, poco antes de comenzar las obras del nuevo núcleo.

Esa decisión no fue acompañada de medidas de conservación del devastado. De hecho, el viejo pueblo no fue declarado Bien de Interés Cultural (BIC) hasta 2002, pese a contar con restos de edificios de estilo mudéjar, para ser vallado cinco años después. Lo que en realidad había decretado el franquismo era el abandono del lugar, algo que acabo dando a sus ruinas un significado muy distinto del que le había reservado la dictadura.

“Los contratiempos de la política” hicieron que en Belchite “no se haya consolidado más que muy parcialmente el despliegue de un espacio memorial de carácter transnacional”, como Coventry o Hiroshima, señala Michoneau, para quien “este desfase –o si se quiere este anacronismo- también es el que explica su interés”.
Para el historiador, a partir de los años 90 Belchite “se impuso, a su vez, como lugar de sufrimiento de unos civiles atrapados en una guerra civil cuyos fundamentos ideológicos ya no resultaban comprensibles”, en lo que comenzaba a revelarse como “una nueva historia de la guerra”. “Las ruinas dejaron de ser, desde entones, pretexto para la narración épica del conflicto, constituyéndose en el lugar en el que se compartía una misma ‘experiencia de guerra”, señala.

Una impresión de absurdo

En España, “la monumentalización de las ruinas [bélicas] fue sorprendentemente precoz; sin embargo, su conversión en huella fue tardía”, indica el historiador, para quien el primer proceso tuvo lugar ya en los años 50 mientras que el segundo tardaría en llegar cuatro décadas, hasta que los trabajos de memoria histórica comenzaron a avivarse en los 90.

Las ruinas del pueblo viejo de Belchite “dejaron de ser objeto de empresa conmemorativa” en los años 60, en un proceso que se acentuó con la democracia, apunta Michonneau, quien también concluye que, por otro lado, “no se convirtieron en símbolo del sufrimiento colectivo más que de forma incompleta y tardía, por cuanto, en España, esa función ha sido asignada a Gernika”.

El historiador traza un paralelismo entre los restos de la localidad zaragozana y los de Pompeya, en cuanto “teatro de una tragedia de la que se ignora todo”, de la que apenas se conocen los actores y la historia y que, a la vez, constituye un “único testimonio de una catástrofe inconcebible de la que no creemos comprender más que sus espantosas consecuencias”. “La impresión de absurdo que transmite el espectáculo de las ruinas -añade- monopoliza y nutre una poderosa corriente pacifista que proclama que no hay guerras justas”.

Hoy siguen siendo visibles los restos del campo de concentración conocido como “la pequeña Rusia”, donde los presos políticos que construyeron el nuevo Belchite convivieron con los familiares de izquierdistas locales que sobrevivieron a la represión, conf

Hoy siguen siendo visibles los restos del campo de concentración conocido como “la pequeña Rusia”, donde los presos políticos que construyeron el nuevo Belchite convivieron con los familiares de izquierdistas locales que sobrevivieron a la represión, confinadas allí por la dictadura.

“La magnitud de lo que se ha perdido”

“En términos memoriales, podemos decir que el éxito de las ruinas se explica por el hecho de que se encuentran en las confluencias de las ‘memorias comunes’ de la destrucción y de los usos políticos que se hacen de ellas”, señala el historiador, para quien este tipo de restos “cristaliza, ante todo, y de manera más acusada que en cualquier otro fenómeno, las experiencias más diversas de los individuos y de los grupos empujados a la guerra, por cuanto representan el desastre y la vulnerabilidad; denunciando, por su presencia misma, la magnitud de lo que se ha perdido”.

El libro de Michonneau refiere la existencia de 49.000 paisajes memoriales vinculados con la segunda guerra mundial, de los que 39.593 se encuentran en Europa. De ellos, 61 son ruinas de guerra (28 localizadas en Alemania), aunque solo en cuatro casos se trata de pueblos completos: Oradour-sur-Glane en Francia, Lidice en Chequia, Lipa en Croacia y San Pietro Infine en Italia. La población de los tres primeros fue masacrada por el ejército alemán, mientras el cuarto fue escenario de la batalla de Montecassino.

Solo en España quedan cinco pueblos-vestigio de la guerra civil, ya que a Belchite se le suman el también zaragozano Rodén, abandonado por sus últimos moradores en 1937 y declarado BIC este mismo año; Corbera d’Ebre, en Tarragona, al que Michonneau se refiere como “la expresión de un dolor colectivo ligado a los bombardeos de las poblaciones”, y Montarrón y Gajanejos, ambos en Guadalajara.

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