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"No habría sido raro ver a Trump y a Putin juntos en la Expo 92"

Hoy se cumplen 25 años de la inauguración de la Exposición Universal de Sevilla, de la que Emilio Cassinello era el comisario

El comisario de la Expo'92, Emilio Cassinello.

DANIEL CELA

Hoy se cumplen 25 años de la inauguración de la Exposición Universal de Sevilla, y el hombre que estaba detrás de toda la organización, el comisario de la Expo'92, Emilio Cassinello (Ciudad Real, 1936), va a estar en el mismo lugar que entonces: junto al rey Juan Carlos (hoy emérito) y la reina Sofía, que regresan un cuarto de siglo después a la capital andaluza para conmemorar una efeméride que cambió para siempre Sevilla, Andalucía y España. Cassinello era el embajador de España en México cuando le llaman para tomar las riendas de la Expo'92. Asumió el reto sin tener la menor idea, entonces, de que por el camino caería el muro de Berlín, se desmembraría la Unión Soviética, se fracturaría Checoslovaquia y estallaría una guerra en el Golfo Pérsico a pocos meses de la inauguración.

Usted era la persona que recibía a los jefes de Estado y a los reyes que visitaron la Expo’92 de Sevilla. Convenció a más de un centenar de países.

Efectivamente, había un día dedicado a conmemorar a un país concreto y ese día venían jefes de Estado, jefes de Gobierno, casas reales, ministros… Sevilla estableció un récord. Tuvimos 77 jefes de Estado y jefes de Gobierno, 44 miembros de casas reales y 227 ministros. Fueron 176 días de imaginación y entusiasmo, enterramos todos los malos augurios de aquellos que pensaban que todo iba a salir mal durante la Expo. Hubo 156 países que participaron y por tanto hubo 156 discursos oficiales de primeras personalidades. Recibíamos a los reyes y a los presidentes de repúblicas en una entrada en La Cartuja con olivos centenarios que habíamos trasplantado allí y que ya dejaban maravillados a los visitantes.

Era una época política convulsa. Tres años antes había caído el muro de Berlín y unos meses antes estalló la primera guerra del Golfo.

Sí, probablemente era tan convulsa como la de ahora [risas]. El pabellón de la URSS tenía ya el rótulo puesto, y, tras la caída del muro de Berlín en el 89 y el posterior declive de Gorbachov y de la Unión Soviética, hubo que cambiarlo por otro letrero que pusiera Rusia. El pabellón de la República Democrática Alemana desapareció cuando desapareció la propia república, naturalmente. De hecho, el comisario general del pabellón de la RDA vino a pedirme trabajo, porque no se quería volver. Los alemanes se lo tomaron muy en serio, me llamaban general, en vez de comisario. Yugoslavia entró en guerra. Checoslovaquia se dividió, pero cuando lo hizo ya tenía construido su pabellón, y nos pidió tener dos, pero no había dos solares libres, así que tuvo que conformarse con dos restaurantes étnicos. Aparecieron las repúblicas bálticas, que obviamente no las teníamos en mente. Liberaron a Nelson Mandela y apareció el pabellón de Sudáfrica, pero ya no había hueco dentro del gran pabellón de todos los países africanos, así que lo ubicamos en otro enclave. Sin embargo, se dieron de baja Irak, Irán, Yemen y Libia, que ya habían confirmado pabellón y presupuesto.

Fue tras el estallido de la guerra del Golfo.

Un poco antes, sí, en febrero 91. Habían confirmado asistencia, tenían los solares reservados para construir sus pabellones, además próximos el uno del otro, pero al final se dieron de baja. En cambio, no contábamos con Kuwait tras su invasión, no pensaban asistir, pero al final confirmó su presencia y lo hizo con un pabellón diseñado por Calatrava. Además, en el otro lado del Atlántico, la caída de Augusto Pinochet, la invasión de Panamá y el inicio del proceso de paz en Centroamérica. Seis meses antes, con un previo aviso mínimo, se reunió la Conferencia de Paz de Medio Oriente en Madrid.

¿Cómo veía cambiar el mundo desde Sevilla? Usted debía contactar con países que estaban en plena combustión interna.

Nosotros asistíamos a todos estos cambios geopolíticos boquiabiertos desde Sevilla, mientras se iba levantando a nuestro alrededor una pequeña representación del mundo, a la par que ese mundo iba cambiando radicalmente de un día para otro. Un año antes… ¡qué digo un año! Seis meses antes, la Expo de Sevilla habría representado un mundo radicalmente distinto. Fue el primer episodio del mundo moderno, tras el fin de la bipolaridad entre capitalismo y comunismo, pero pudo haber sido el último episodio de aquella otra época.

Parece que hubo una confabulación de circunstancias históricas.

[Risas] Sí, pero no creo que haya ningún momento óptimo para celebrar una Exposición Universal. Por eso, si me pregunta si hoy, con lo que estamos viendo en el mundo actual, con el panorama político internacional al que estamos asistiendo,sería posible organizar una Exposición Universal como la del 92, la respuesta es sí.

Me cuesta imaginar en La Cartuja, dentro de la misma foto, a Donald Trump junto a Kim Jong-un o con Putin.

Ja, ja, ja. Cosas más raras se vivieron entonces. Había 156 países participantes y 23 organismos internacionales, muchos jefes de Estado coincidieron al mismo tiempo en Sevilla, y no todos se llevaban bien, ni mucho menos. Recuerdo la visita de Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea entre el 85 y el 95, que tuvo algún desencuentro con líderes de algún país miembro de la UE y con otros de algún Estado que aún no formaba parte, pero quería entrar. Recuerdo una pelea, dentro de un autobús, entre el príncipe Carlos de Inglaterra y Lady Di, en el que ella acabó llorando. También tuvo lugar en Sevilla la primera cumbre en España y en Europa de jefes de Gobiernos iberoamericanos. Fue una comida de unos 30 presidentes y, en los postres, Fidel Castro y Violeta Chamorro se enzarzaron en una agria discusión que fue subiendo de tono hasta que el rey Juan Carlos, muy hábilmente, intervino para destensar la situación diciendo: "Bueno, bueno, Fidel, Violeta, se acabó la comida. Vamos fuera que hace muy buen tiempo hoy en Sevilla y vamos a seguir viendo la Expo, que aún falta mucho por ver" [Risas]. O sea que no habría sido raro ver a Trump con Putin o Kim Jong-un en la Expo de Sevilla.

Con todo ese panorama político tan complicado, ¿en algún momento temió que no se cumplieran las expectativas?

La Expo del 92 duró seis meses, pero necesitó siete años y medio previos de preparación. No se hizo en dos días ni se improvisó; se planificó a priori y luego se replanificó a medida que el mundo cambiaba alrededor. El momento más complicado, probablemente, fue la guerra del Golfo, porque fue ya en febrero del 91, pero para entonces los presupuestos de los participantes ya estaban aprobados, con lo cual teníamos seguridad de que iba a salir adelante. Todas las Expo parten de un origen de escepticismo profundo porque no sólo depende del país que organiza, sino de todos los que participan. Intervienen múltiples actores. Recuerdo la anécdota del presidente de IBM España, cuando llegó a Sevilla poco antes de la inauguración, vino en taxi a mi despacho…

En el World Trade Center.

Exacto, en el World Trade Center que aquí en Sevilla se le llamaba la Huerta de San Vicente. De camino a mi despacho, el presidente de IBM había visto grúas todavía en La Cartuja, faltaban sólo 15 días para la inauguración de la Expo y le preguntó al taxista: "¿Usted cree que estará todo listo para la inauguración?". Y el taxista le respondió: "¿Para la inauguración? No creo que esté listo ni para la clausura". O sea, que el escepticismo con la Expo'92 fue un gran monstruo que hubo que vencer.

Muchas de las crónicas que se escribieron en aquella época fueron muy críticas con la Expo. Antes, durante y sobre todo después.

Se hicieron toda clase de predicciones, muchas de ellas catastróficas. Pero bueno, es normal, porque no es fácil anticiparse a pensar que todos los problemas van a estar resueltos a tiempo.

Sí existía un fuerte contraste entre este mundo del futuro que se construyó aquí en La Cartuja y la realidad de la ciudad de Sevilla, al otro lado del río.

Sí, había un fuerte contraste, pero no sólo entre la Expo y Sevilla, sino entre la Expo y España, y gran parte del mundo [risas]. Ya le he dicho que la aparente armonía política y social que se vivió aquí dentro no tenía mucho que ver con lo que estaba pasando fuera. En el caso de Sevilla, creo que la ciudad se confabuló maravillosamente bien con la Expo. De hecho, la opinión de todos los comisarios generales y de todos los responsables que vinieron después fue que nada iguala a la Expo de Sevilla, en gran parte, por el ardor humano que aportó la ciudad y su gente. Sin ella habría sido otra Expo distinta.

¿Cómo ve usted el legado de la Expo del 92?

La tasa de aprovechamiento del recinto de las 215 hectáreas de La Cartuja es excepcional. Nadie antes, ni la Exposición Universal de Bruselas en el 58, ni Montreal en el 67, ni Osaka en el 70, o posteriormente la de Hannover en 2000, lo han aprovechado tan bien como Sevilla. Con un problema enorme de partida, y es que estos eran terrenos expropiados de titularidad pública, y para poder aprovecharlos después hubo muchas dificultades que se vencieron con constancia, tenacidad, inteligencia e imaginación. Me dolió que dos meses después de la clausura algunos ya hablasen de "la Expo de los jaramagos", porque fue una forma de desprestigiar el legado.

Hubo muchos planes y expectativas para continuar con lo que se inició en la Expo, para aprovechar gran parte de lo que quedó, y de ahí nació el proyecto de Cartuja 93.

Sí, y fue y es un gran proyecto. Viéndolo en retrospectiva, antes de reconocer un error ante un periodista me muero [risas]. Pero admito que fue un error hablar de Cartuja 93. ¿Cómo se nos ocurrió llamarle Cartuja 93 viviendo en una sociedad tan impaciente como ésta? Era un proyecto a largo plazo, debimos llamarlo Cartuja 2000 o Cartuja 2003, para resguardarnos. Hoy se puede ver lo que empezamos a hacer en el 93.

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