Opinión · Dominio público
La responsabilidad de los medios
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ERICK PESCADOR ALBIACH
¿Cuál es el límite? Ha tenido que morir una mujer para que nos demos cuenta de que la televisión trata con frialdad, irresponsabilidad y morbo la violencia machista. Hace demasiados años que sufrimos programas como el ahora denostado El Diario de Patricia. Programas que sacan a la luz pública miedos, miserias y desamores de cualquiera capaz de desnudar su íntimo privado sobre lo público televisivo, o que lo engañan para que lo haga.
El diario de Patricia sólo es la punta del iceberg de los programas que promocionan y refuerzan las violencias contra la mujer y lo femenino. Así ocurre, por ejemplo, en Gran Hermano, en Escenas de Matrimonio, que normaliza la lucha de género, en los programas de corazón que trivializan la violencia o en los telediarios que se regodean en presentar el caso de agresión y se olvidan de colocar en el lugar del culpable a los agresores. No hay que olvidar que la mayor parte de ellos se emiten en horario infantil.
Este caso de tanto impacto mediático (quizá por la coincidencia con la semana del 25 de noviembre, día internacional contra la violencia machista) no es por desgracia nuevo ni anecdótico. Hace unos meses una mujer sufrió agresiones graves causadas por su ex pareja a la salida del mismo programa.
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Este tipo de delitos ligados al género no se juzgan con el mismo rasero. ¿Dónde se ha visto que un delincuente pida perdón a su víctima en público? ¿Pueden imaginar por un momento a un violador o atracador pidiendo perdón a su víctima e intentando alcanzar la reconciliación con la connivencia y el engaño de la presentadora? Pero mejor no demos ideas.
Lo único que podríamos salvar de esta muestra de terrorismo televisivo es que la gente ya sabe que la violencia machista puede tener cualquier cara, incluso una amable y romántica.
El objetivo de estos reality shows es claro: inventar protagonistas anónimos, arrancar del sofá a quien sólo observaba y colocarlo dentro de la televisión. A cambio se le ofrece un bocadillo y los gastos de viaje.
Al amparo de esos programas, a mediados de los años 90 surgieron empresas subcontratadas por las productoras que se dedicaban en exclusiva a buscar y entrenar a personas que hoy clasificaríamos como aprendices de friki. En aquellos primeros tiempos de la telerrealidad, una asociación que investigaba sobre sexualidades en la facultad de sociología recibía a diario llamadas en busca de cualquier persona gay, lesbiana, transexual o bisexual que quisiera contar su historia frente a las cámaras. La captación la llevaba a cabo gente joven de la facultad que, acostumbrada a reclutar voluntarios para grupos de discusión y grupos focales de opinión para estudios de mercado, montó una empresa que surtía a estos programas telebasura de la carnaza necesaria para alimentarlos. En cada convocatoria se realizan perfiles psicosociales completos a través de una entrevista por teléfono y otra personal en el estudio, antes del programa. En ocasiones se les pide que generen conflicto y que sean agresivos a la hora de participar.
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Esta práctica continúa siendo habitual. Hace apenas tres semanas recibía la invitación de un canal para participar en un documental de interés social, no como experto en prevención de violencia, sino solicitando que llevara a una de mis alumnas de 15 años para que hablara de su historia de maltrato. También buscaban algún chico de esa edad que manifestara trazas de hombre agresor y que quisiera dar testimonio, en esta ocasión con la cara oculta y la voz distorsionada. De esta forma sólo se normaliza la violencia. Los testimonios personales no informan, sino que deforman y parcializan la realidad.
Seamos conscientes por un momento de cómo la televisión trata el tema de la violencia de género sobre las mujeres y lo femenino. A las víctimas se las expone, se dan sus datos, se habla sin pudor de sus costumbres, y si eran divorciadas, separadas o promiscuas. De los agresores sólo sabemos sus iniciales y que han cometido una agresión que algunos vecinos no entienden: “Sí, discutían mucho, pero él parecía muy buena persona y amable, era muy educado”. Pocas veces se dice algo sobre el castigo que debe recibir o sobre sus antecedentes violentos.
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Pero, ¿por qué se mantienen en pantalla programas de tan bajo calado ético? La respuesta es clara. Son programas baratos de máxima audiencia, el paradigma del capitalismo. Más por menos y a costa de lo que sea. Un programa de estas características apenas tiene un coste de producción de entre 20.000 y 30.000 euros, y audiencias que superan los tres millones. ¿Qué audiencia y qué costes tendrían programas de verdadero debate social como aquéllos de La Clave de José Luis Balbín?
Las consecuencias de años sin reflexión nos llevan al punto en que nos encontramos. Las violencias están normalizadas. Convertimos lo anecdótico en normal, y lo habitual en ajeno y poco importante. Quienes dirigen las televisiones públicas y privadas tienen al menos tanta responsabilidad como quienes enseñamos desde las aulas.
Basta ya de hipocresía. No tenemos la televisión que merecemos sino la que nos ofrecen. Es más difícil y caro hacer programas con sensibilidad social, implicados con los cambios, con la igualdad, con el sostenimiento del planeta, con el poder solidario universalizado y con las personas, en lugar de con los impúdicos intereses económicos.
Vivimos en un entorno de creciente crispación, si bien con muchos más medios y mayor capacidad de elección que el que heredamos. Pero esta libertad sólo existe si se ejerce.
Erick Pescador Albiach es sociólogo y sexólogo. Especialista en género, masculinidades y prevención de violencia
Ilustración de Miguel Gallardo
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