Opinión ·
El reloj de la historia de Irak
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Los neocon gustan de alardear de su admiración por Winston Churchill. Siempre que aparece la figura del primer ministro británico en sus textos –cierto, algunos de ellos saben escribir– vemos al político de principios incapaz de aceptar la derrota y mucho menos la ignominia de la rendición.
Hay un Churchill que no conocen, o que no quieren conocer, y es el Churchill que fue testigo de una aventura imperial que se cobró en 1920 las vidas de centenares de soldados británicos y miles de iraquíes, además de decenas de millones de libras esterlinas. Inevitablemente acabó mal. El lugar de este fiasco era Irak.
En 1922 Churchill ya era consciente de la futilidad de la tarea del mandato británico sobre Mesopotamia. En una carta al primer ministro, Lloyd George, le recordaba que estaba sentado sobre un negocio ruinoso: "En estos momentos estamos pagando ocho millones al año por el privilegio de vivir sobre un volcán desagradecido del que en ningún caso estamos sacando nada que tenga valor".
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Finalmente, el control colonial directo resultó inviable y los británicos optaron por una solución imaginativa. Se inventaron un trono para el rey Faisal, importado de fuera del país, para que hiciera posible la modernización del nuevo Estado. Traducción: Londres controlaría a distancia los destinos de Irak sin mancharse las manos ni gastarse tanto dinero.
La debilidad de las autoridades era evidente, por lo que no resulta extraño que se vieran obligadas a firmar en 1930 un vergonzoso acuerdo con los británicos. "El tratado fue ratificado por un Parlamento iraquí dócil, pero fue contundentemente rechazado por los nacionalistas. La dependencia iraquí de Gran Bretaña envenenó la política del país durante el cuarto de siglo siguiente", recordaba no hace mucho el ex ministro Alí Alaui.
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Los británicos obtuvieron el derecho a plantar dos bases militares y evidentemente podían utilizar a su antojo los aeropuertos, carreteras y puertos de Irak. Un negocio tan bueno para Londres como malo para la monarquía, que fue derrocada en 1958.
Muchas décadas después, el experimento iraquí vuelve a ponerse en marcha y esta vez no hay ningún Churchill que alerte sobre los riesgos. Es cierto que el "volcán" va a recibir este año 70.000 millones de dólares por la exportación de petróleo. Cualquier tipo de prestación tiene que ser sumamente rentable.
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Otra potencia colonial está presionando a los responsables de otro proyecto nacional iraquí para que firmen un tratado que legitime la influencia occidental hasta niveles peligrosamente ofensivos.
Las primeras noticias sobre lo que EEUU quiere tener en Irak han causado un escándalo en Bagdad: decenas de bases, control total del espacio aéreo, inmunidad para sus soldados y hay quien dice que hasta para los mercenarios, y libertad total para que los extranjeros monten operaciones militares en las que los objetivos serán inevitablemente iraquíes.
Este tipo de negociaciones suelen ser largas y complicadas. No es insólito que se prolonguen durante cerca de un año.
Pero Washington tiene prisa. Pretende que el acuerdo sea un hecho a finales de julio con tiempo suficiente para que Bush pueda dar por concluida la aventura iraquí con algún discurso como el de "Misión cumplida" que pronunció en la cubierta de un portaaviones en mayo de 2003.
En principio, y por una cuestión de simple respeto a la soberanía iraquí, el Gobierno de Bagdad dice que no tolerará un pacto en esas condiciones. Lástima que estamos en una situación similar a la célebre conversación de George Bernard Shaw con una señora que primero respondió que se lo pensaría a una oferta por sus favores carnales tasada en 50.000 libras y que luego se escandalizó al reducirse la tasación a un puñado de billetes. "¿Por quién me ha tomado, señor?", dijo la dama. "Ya tenemos claro qué clase de persona es. Ahora sólo estamos discutiendo el precio", replicó el dramaturgo.
Hay algunos hechos que permiten no tanto ser optimista sobre el futuro de Irak pero sí intuir que lo peor de la guerra ha pasado: el descenso de la violencia, una mayor estabilidad política y el aumento de los ingresos por el petróleo. Los tres factores cuentan con su lado siniestro: aún hay atentados indiscriminados, las relaciones entre el Gobierno y el movimiento nacionalista de Al Sáder siempre están al borde del estallido violento y tanto la incompetencia como la corrupción lastran el despegue económico que podría facilitar el precio del crudo.
Irak se juega ahora su futuro. Si acepta convertirse en una colonia puede retrasar el reloj de su historia hasta 1930: una época de sometimiento, golpes de estado, diez años de anarquía y la dictadura de Sadam. Retrasar el reloj de la historia suele tener consecuencias terribles.
Iñigo Sáenz de Ugarte
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