Opinión · Dominio público
Jueces y política
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ÁNGEL LÓPEZ
El viejo maestro de escuela anarquista nos dice con sorna, ante una de las primeras botellas de cola que llegan a la mesa: “El imperio exporta todo, incluida la zarzaparrilla, aunque sea añadiendo gas”. Me asalta este recuerdo, como en tantas ocasiones, cuando constato que lo que sucede en EEUU es precedente de alguna historia o historieta patria. La última, la reciente elección de los vocales del CGPJ, órgano que no es Poder Judicial, pero que gobierna a este. Uno de los grandes retos del CGPJ consiste en no trasladar su dinámica política –siempre ineludible– a la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Esta tarea corresponde a los jueces y tribunales y, según se dice, no debe ser política. Pero vamos por partes.
El rechazo del juez político –o la reivindicación del apolítico– es una postura farisaica. Hace años, y como consecuencia del incremento de la acción del Estado y el progreso de los derechos fundamentales, ilustres juristas de todas las tendencias pusieron de manifiesto la inexorable politicidad de la interpretación judicial.
El juez es inevitablemente político. Lo importante es dilucidar de qué manera lo manifiesta, pues, con bastante frecuencia, la ley deja margen para que su interpretación judicial envuelva una cierta politicidad. En este debate, hay que abandonar el reproche hipócrita de que el Poder Legislativo o el Gobierno dominan e incluso atropellan a los jueces. El problema es bien distinto: ¿quién custodia a los custodios judiciales? Como la respuesta es “los custodios mismos”, hace falta que suceda un caso dramático, como el de la niña Mari Luz, para que veamos los inconvenientes de este modelo. Cabe recordar al respecto la frase de John Marshall, que fuera presidente de la Corte Suprema de EEUU: “Nosotros no hablamos los últimos porque tengamos razón, sino que tenemos razón porque hablamos los últimos”.
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Nuestro Estado de Derecho está fundado sobre la imposibilidad del control a posteriori de las decisiones judiciales, salvo los recursos ante otros órganos también judiciales. Por ello se hace necesario incidir a priori sobre la estructura del Poder Judicial, y no solo desde el punto de vista técnico.
A poco que se piense, la forma de hacerlo remite siempre al Legislativo. No solo por su potestad para aprobar leyes, sino también porque es en sede parlamentaria donde habría que instaurar un verdadero control político (sí, político) de la idoneidad de los vocales del CGPJ, magistrados del TC y de altos cargos judiciales. De ello deriva una primera consecuencia: solo una regeneración de la vida política garantizaría algún éxito en las reformas. No sé si esto es utópico o no; lo que sé es que cualquier otro programa lleva a más de lo mismo. Basta ver lo sucedido con la reciente elección de los vocales del CGPJ. Si reprobable ha sido el método de la negociación, más aún ha sido la comparecencia parlamentaria de los propuestos, donde todo fueron flores, con un nivel de trivialidad general. Mal hecho: la opinión pública tiene derecho a saber lo que piensan quienes han de gobernar el Poder Judicial en los temas donde su postura pueda incidir –sobre todo a través de los nombramientos– en los propios jueces.
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Traigo ahora a cuento lo de la zarzaparrilla con gas. La elección de jueces de la Corte Suprema en EEUU, que también hace de Tribunal Constitucional, se realiza a propuesta del presidente del país y debe ser ratificada por el Senado; lo que ha ennoblecido el sistema es que la comparecencia del designado ante la Cámara era todo un juicio a sus ideas jurídico-políticas. El sistema ha sido totalmente deteriorado por la revolución conservadora, ya que la ideología neocon ha entendido que esa magistratura vitalicia resulta esencial para que su pensamiento se consolide más allá de los azares electorales. Pues bien, con una indagación adecuada no sería tan fácil, ni allí ni aquí, el consenso partidario.
En el trance de elegir magistrados constitucionales, propongo un modesto interrogatorio, a contestar sin elusiones: qué piensan los propuestos de las políticas de inmersión lingüística; de la afirmación de que “Franco no era tan malo”; del suicidio asistido; de si los acuerdos con la Santa Sede son constitucionales; de la Educación para la Ciudadanía; de una ley de plazos en el aborto; de si el Gobierno puede intervenir o expropiar una empresa o un sector productivo mediante Decreto-Ley; de la autoridad reguladora en defensa de la competencia o medios de comunicación; de si se debe suprimir la Audiencia Nacional; de cómo entienden el delito de apología del terrorismo y el de prevaricación. La enumeración no es exhaustiva.
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A continuación, sus señorías decidirían sobre la idoneidad de los candidatos, pero los ciudadanos podríamos juzgar a los que toman la decisión. Frente a la inevitable politicidad del juez, la política recobraría su primado, que no es sino el de los ciudadanos. Sin preguntas banales, contestaciones elusivas, silencios y botafumeiros vergonzantes, sabríamos si nuestros parlamentarios están importando por lo menos zarzaparrilla con gas y no agua sucia.
Ángel López es catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla y ex presidente del Parlamento Andaluz
Ilustración de Enric Jardí
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