Opinión · Dominio público
Enunciar la crisis
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AMADOR FERNÁNDEZ-SAVATER
La fuerza del pensamiento crítico es cuestionar. Problematizar incluso las propias luchas sociales a cuyo lado uno trata de pensar políticamente. Los relatos líricos y simplificadores sobre los movimientos (siempre rebeldes, siempre dispuestos, siempre conscientes...) ofrecen en todo caso un consuelo, pero no contribuyen a producir un sentido propio de lo que pasa.
Para hablar de las movilizaciones recientes del 15-N (“la crisis que la paguen ellos”) hay que partir necesariamente de lugares incómodos. Propongo el siguiente:
15 de febrero de 2003. Millones de personas toman la calle en toda España organizados en torno a la consigna “no a la guerra”. La convocatoria (mundial) surge del Foro Social de Florencia (noviembre 2002), espacio de agregación y encuentro de las realidades más variopintas del movimiento global (lo de “altermundista” no me sale).
Las consignas que se corean ese 15 de febrero salen desde las tripas, se percibe por todas partes la alegría de ser muchos y no un gueto, se toma la calle como un desafío con consecuencias (incontables iniciativas descentralizadas surgirán desde ahí).
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15 de noviembre de 2008. Nos convoca un mail anónimo contra los efectos nocivos de la “mayor crisis del capitalismo desde 1929”. Algunos (pocos) miles de personas salen a la calle, sobre todo militantes de los movimientos sociales y de la extrema izquierda. Pero no pasa mucho, como si no nos creyéramos lo que hacemos ahí. No se inventan nuevas consignas. No circula alegría ni desafío, más bien una sensación de déjà vu, de algo ya hecho, ya vivido. Hay quien tiene la impresión de que sólo se trata de un ensayo, to be continued...
¿Qué ha pasado? Ahora que no está ya tan de moda, especulemos un poco.
¿Acaso la diferencia consiste en el método de convocatoria? Pero el 3-M se (auto) convocó así y pocas veces hemos vivido algunos con tanta intensidad la potencia política expresada desde abajo. También se disparó de ese modo la V de Vivienda, cuyas asambleas aún persisten. Y por lo demás, ¿qué estructura organizada –oficial o alternativa– tiene hoy legitimidad para convocarnos a la calle? Que prueben. Se echó mano de lo único que hay: un correo anónimo.
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La fuerza del “no a la guerra” (y de otras muchas politizaciones recientes, más o menos conocidas) no arrancaba de una ideología (¿cuál?), de una alternativa o solución muy clara (simplemente “no a la guerra”), de una firme voluntad de transformar el mundo (más bien de impedir que se deshaga) o de una buena organización (el “no a la guerra” se coordinó sin coordinadora y se organizó sin estructura). Partía de una afectación. Es decir, una sacudida que atraviesa la vida, suspende y desequilibra la normalidad, hace que las cosas importen realmente, nos exige una elaboración de sentido (íntima, colectiva, creativa, política...).
Esa vida sacudida, expuesta, es el motor y el carburante de las nuevas formas de politización, el sello que imprime pasión y verdad en la banalidad que nos rodea, donde todo nos es indiferente, nos deja como estábamos, no nos compromete a nada... Sin la sacudida de una afectación, la política sólo puede ser un teatro, un estilo o una lucha de poder.
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Entonces, ¿será que la guerra de Irak no nos tocaba directamente (lo hizo brutalmente un año más tarde), pero nos afectaba, mientras que la crisis nos toca pero no nos afecta?
Se me ocurren otras tres hipótesis, que se pueden conjugar entre sí pero resultan imposibles de verificar por el momento.
La primera sería que nuestro sistema inmunitario (políticos, medios de comunicación, expertos...) está consiguiendo neutralizar por ahora la posible afectación y su contagio. El discurso político y mediático nos presenta la crisis como una problemática abstracta e inalcanzable a la que sólo pueden responder quienes tienen un discurso y una práctica igualmente abstracta e inalcanzable, en primer lugar los Estados, pero luego todos los aparatos de la vieja política.
La izquierda, enemiga acérrima de todo protagonismo social que no pueda rentabilizar, completamente ajena a la fuerza de la afectación, la cual desconoce o teme, cumpliría aquí un papel decisivo: proponer nuevos guiones que rejuvenezcan el espectáculo de la política por arriba.
La segunda sería que por el momento la afectación sólo se manifiesta como miedo. Miedo a que se desplomen las promesas en las que vivimos: que todo irá a mejor, que las casas valdrán siempre más, que un euro en el banco mañana será euro y medio. Tal vez por eso no prendió el lema “que la paguen ellos”. El miedo sabe muy bien que no existen “ellos” y “nosotros”, que nosotros estamos atados a ellos mediante hipotecas, fondos de pensiones, modos de vida. “La especulación no es patrimonio de especuladores, sino que pertenece a la subjetividad consumidora en su conjunto: ricos, pobres, muy pobres. Cualquiera que tenga sus ahorros en un banco ya está especulando. Quizá nadie lo haya querido, pero estamos todos en el juego. Que haya peces más gordos en el mercado no significa que uno no esté funcionando en su lógica” (Ignacio Lewkowicz).
La tercera sería que no hemos encontrado aún los modos (los gestos, las estéticas, los tiempos) capaces de expresar políticamente la afectación.
El miedo impone un realismo: no nos deja gritar contra los bancos por el día y chequear luego tan cómodamente los intereses de nuestra cuenta corriente por la noche. Pero nos invita a delegar en los que “saben y pueden”, a desconfiar de la acción colectiva, al cinismo. ¿Qué hay entre el miedo y el autoengaño? Verdades no ideológicas, enunciados que mezclan realismo y desafío, consignas pragmáticas pero radicales que cambian las cosas: “No nos representan”; “Mañana votamos, mañana os echamos”; “No tendrás casa en la puta vida”. ¿Cuál podría ser aquí y ahora su equivalente?
Amador Fernández-Savater es editor
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