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Opinión · Dominio público

Esta guitarra mata ladrones

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LUIS MATÍAS LÓPEZ

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Una canción folk es lo que está equivocado y cómo arreglarlo, o podría ser quién está hambriento y dónde está su boca, o quién está en el paro y dónde está su trabajo, o quién está sin blanca y dónde está el dinero, o quien lleva una pistola y dónde está la paz”. Esta proclama encabeza la página web www.woodyguthrie.org que, 41 años después de su muerte, intenta mantener vivo el legado del cantor de los desheredados de la Gran Depresión, sin el que Pete Seeger, Bob Dylan y toda una generación de artistas comprometidos con los problemas de su tiempo habrían quedado huérfanos, si no impotentes.

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A fallback.

Guthrie les marcó el camino, parafraseando el título de su autobiografía novelada, Bound for glory (Con destino a la gloria), que Global Rhythm publicará próximamente y que Hal Ashby llevó al cine en 1976. David Carradine encarnaba a quien grabó en su instrumento un lema con el que pretendía resumir su carrera y su vida: “Esta guitarra

mata fascistas”.

¿Qué sentido tiene rescatar hoy a Woody Guthrie? Que corren tiempos en los que gente como él, que cante a las víctimas, será cada vez más necesaria. La Gran Depresión que comenzó con el crash de 1929, y que no fue ajena ni al auge del fascismo ni a la Segunda Guerra Mundial, se ve 80 años después como un alarmante precedente. Desaceleración, crisis, recesión... Sólo falta un paso hacia el abismo: una depresión cuyo punto de partida podría llegar a recordarse como el crash de 2008. ¿Catastrofismo? Puede, pero el disparate de las hipotecas basura, el colapso de grupos financieros e industriales, la incertidumbre sobre los ahorros o el masivo incremento del desempleo dibujan un panorama inquietante que, parece ley de vida, se cebaría sobre todo en los más débiles, empezando por los inmigrantes.

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Basta una ojeada alrededor para ver ya signos de marginación, todavía incipientes y difíciles de medir en términos estadísticos: devolución de viviendas por falta de pago de las hipotecas, albergues municipales que se quedan pequeños para los sin techo, legiones de inmigrantes sin trabajo en los campos de Almería o Huelva, tablones de anuncios en los mercados repletos de peticiones de empleo incluso para pequeñas chapuzas caseras, presencia de pedigüeños cada vez más

notoria en las calles...

Y florecen los músicos en pasillos y vagones de metro. La mayoría no pretenden concienciar a nadie, sólo entretener y sacarse unas monedas, pero cabe preguntarse si no circulan ya por ahí quienes encarnarán la necesidad de protestar contra esta deriva hacia el abismo y que, en su particular destino a la gloria, graben en sus instrumentos: Esta guitarra mata ladrones. Como los que nos están conduciendo al desastre. Aunque, tal vez, por aquello de que los tiempos han cambiado, se sienten también ante un ordenador a explotar las posibilidades de difusión

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global de las redes sociales.

Para convertirse en leyenda, Woo-

dy Guthrie tuvo a su favor, además del genio y la conciencia social, la suerte de vivir en un país de grandes horizontes, la temeridad de lanzarse con su guitarra a las plataformas de los trenes de mercancías que viajaban hacia el Eldorado californiano de fruta y verdura y los argumentos para su creatividad que le brindó la emigración masiva provocada por el cuenco de polvo, las tormentas de arena negra que, como una maldición bíblica, devastaron a mediados de los años treinta a varios estados del Medio Oeste. De uno de ellos,

Oklahoma, surgió el nombre con el que se bautizó al conjunto de expulsados que generó esa tragedia: los okies, granjeros blancos, americanos de pura cepa que, rematados por la voracidad de los bancos (que ejecutaron las hipotecas), amontonaron sus pertenencias en destartalados camiones y pusieron rumbo a una vida azarosa. Guthrie compartió sus penurias, vio y sufrió el trato esclavista a que les sometían los terratenientes compinchados con las autoridades locales, luchó contra la injusticia y convirtió ese magma en canciones que hoy son patrimonio cultural norteamericano.

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Corría el año 1936, siete después del crash, cuando, de forma paralela a Guthrie, John Steinbeck, un prometedor novelista que luego habría de ganar el Nobel, recibió el encargo de escribir una serie de reportajes sobre los okies. Su acercamiento a la explotación inmisericorde de los inmigrantes constituyó la materia prima para su obra mayor, Las uvas de la ira, que John Ford llevó al cine y convirtió en un clásico. Esos artículos fueron reunidos en un volumen que Libros del Asteroide publicó en 2007, con prólogo de Eduardo Jordá e impactantes fotografías de Dorothea Lange que forman parte del imaginario de la Gran Depresión.

Los destinos del músico y el literato se cruzaron. Guthrie dedicó una canción a Tom Joad, protagonista de Las uvas de la ira. Más tarde, Sarah Lee Guthrie, nieta del cantautor, y Johnny Irion, sobrino nieto de Steinbeck, formaron pareja artística y se casaron. Ambos participaron el pasado septiembre en Concord (California) en un festival homenaje con el título del más famoso tema de Guthrie: Esta Tierra es mi Tierra, cuya carga revolucionaria se refleja en el siguiente pasaje: “Mientras caminaba, vi una señal que decía

‘prohibido el paso’. Pero al otro lado no ponía nada. Ese lado estaba hecho para ti y para mí”.

Thomas Steinbeck, hijo del Nobel, ha dicho: “Nos esperan tiempos posiblemente mucho peores que la Gran Depresión. El Gobierno no hace nada por nosotros, así que tendremos que empezar a cuidarnos el uno al otro”. Ojalá que Obama logre evitar la catástrofe, y que, pase lo que pase, el resultado final no sea un mundo aún más injusto. Ya lo es demasiado. Que los juglares, estén donde estén, monten guardia para lanzar su grito de protesta.

Luis Matías López es Periodista

Ilustración de Gallardo 

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