Opinión · Dominio público
¿Salidas a la crisis?
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JOAQUIM SEMPERE
He aquí una propuesta recientemente difundida para combatir la crisis: “Tenemos por un lado un parque enorme de viviendas mal repartidas [...] que en gran medida es viejo, energéticamente ineficiente y gran consumidor de energías fósiles. ¿No sería hora de invertir masivamente en el parque existente y mejorarlo radicalmente? Reducir la factura energética del país no sería nada malo de cara al futuro, y la rehabilitación crea empleo más intensamente que cualquier obra pública”. Quien esto propone es Manel Larrosa, arquitecto que apoya y promueve la Campaña Contra el Cuarto Cinturón, una autovía orbital proyectada en torno a Barcelona, y muy controvertida. Frente a las grandes infraestructuras previstas como fórmula destacada para salir de la crisis –lo acaba de dejar bien claro el nuevo ministro de Fomento–,
Larrosa propone trabajos más modestos y repartidos. “Hay que resolverlo –sostiene– con un aumento de la demanda privada y no solamente de la demanda pública”. La mejora de las viviendas debería permitir instalar captadores solares térmicos y fotovoltaicos, dobles cristales, reforzar el aislamiento de las paredes, mejorar los dispositivos de ahorro y reutilización del agua, etc.
¿Cómo financiar todo esto? Los Presupuestos del Estado prevén 20.000 millones de euros para
infraestructuras, que generan muy poco empleo y ningún efecto multiplicador. Sólo la mitad de esta suma permitiría rehabilitar anualmente un millón de viviendas con una transferencia de 10.000 euros a cada unidad familiar. En cinco años, pongamos por caso, se podrían rehabilitar unos cinco millones de viviendas, creando muchos puestos de trabajo. La operación supondría, además, un ahorro energético substancial y el conjunto urbano sería más sostenible. Las grandes empresas constructoras verían reducirse sus contratas. En cambio, se incentivarían las pequeñas y medianas empresas y se generaría una demanda (solvente) de captadores solares térmicos y fotovoltaicos. Sería una apuesta importante a favor de las energías renovables y por un tejido industrial orientado hacia un mercado con mucho futuro: el de las industrias favorables a la sostenibilidad.
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Un programa así, además de la donación de una cantidad a fondo perdido, requeriría más condiciones: una normativa –con cláusulas obligatorias, como las existentes ya en varios municipios españoles y europeos, en materia de energías renovables– para hacer más sostenible el parque de viviendas existente; programas de ayuda a pequeñas y medianas empresas de cara a una reconversión industrial siempre que hiciera falta; formación con miras al reciclaje profesional de los trabajadores, etc. Con semejantes incentivos y ayudas cabría esperar una buena respuesta de la población.
Hay numerosos precedentes de aplicación del presupuesto público a la demanda privada. Todo el mundo conoce el Plan Renove, que se ha reeditado ahora para estimular la compra de automóviles. Pero se sabe menos que en Alemania (que también da dinero para comprar coches) el Gobierno decidió conceder 750 euros a cada particular que cambiara su calefacción consumidora de energías fósiles (carbón, fuel-oil o gas) por calefacción de fuentes renovables (solar y biomasa). Esta medida es un gasto público que orienta la demanda hacia unos productos cuya
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difusión, venta y utilización señalan el futuro, puesto que favorecen la transición del actual modelo energético fosilista, sucio, finito e insostenible hacia un modelo basado en las energías renovables.
Esa es una política económica gubernamental inteligente, que crea demanda orientando indirectamente a los inversores hacia una industria que necesita todavía incentivos para establecerse sólidamente. Se trata, además, de una industria de futuro, destinada a crecer.
Una ventaja de este tipo de política es que en lugar de inyectar dinero público en el sistema bancario, dinero cuyo destino final está resultando problemático –y que seguramente redundará en un enriquecimiento especulativo de los beneficiarios del sistema financiero–, lo que se hace es dar dinero al consumidor final generando demanda real y efectiva. Se está poniendo en evidencia que en situación de paro y precariedad crecientes, la gente, incluso la que tiene trabajo e ingresos, se retrae a la hora de gastar, y las empresas se retraen a la hora de invertir. ¿Por qué extrañarse de que casi nadie acuda a los bancos y cajas a pedir créditos y de que el dinero público inyectado en las entidades financieras les sirva a estas para tapar sus propios agujeros, y
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encima tener beneficios?
En cambio, incrementar con el dinero público la demanda privada debidamente orientada –inyectando dinero en los bolsillos de los particulares– es mejor solución que reforzar el sistema financiero. El Gobierno español, como otros gobiernos europeos, lo sabe perfectamente y concede ayudas para renovar el parque automovilístico. Pero es un disparate destinar ese dinero a fomentar una producción –la de automóviles– que debería empezar a reducirse en beneficio de la producción de bienes orientados a la sostenibilidad ecológica, como los paneles solares, el aislamiento térmico en los edificios y otros.
Y otro tanto puede decirse de la demanda pública. La demanda pública genera también bienes útiles y puestos de trabajo. Pero ¿por qué más autopistas en lugar de más vías férreas y más trenes? ¿Por qué no renovar y ampliar las instalaciones de centros de salud y enseñanza, aplicándoles también criterios de ahorro energético y de sostenibilidad?
La actual crisis es, por supuesto, una desgracia. Pero puede ser una oportunidad para avanzar hacia una economía menos insostenible y menos dependiente de las multinacionales. Se ha visto que hay miles de millones disponibles. Empleémoslos bien.
Joaquim Sempere es Profesor de Teoría Sociológica y Sociología Medioambiental
de la Universidad de Barcelona.
Ilustración de Iker Ayestarán.
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