Opinión · Dominio público
Brasil, huérfano de Lula
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LUIS MATÍAS LÓPEZ
Brasil, bajo la batuta de Luiz Inácio Lula da Silva, va camino de convertirse en un actor internacional de primera fila. Ya juega un papel vital en el proceso de integración latinoamericana, habla de igual a igual con Barack Obama, media en el contencioso nuclear con Irán, lo intenta en el conflicto palestino-israelí, marca pautas para evitar el fracaso de la conferencia sobre el cambio climático y se ha convertido en socio comercial privilegiado de China.
El papel exterior de Brasil es una emanación del pragmático ejercicio del poder de Lula, que se sustenta en una pujanza económica reforzada por el hallazgo de fabulosos yacimientos petrolíferos. Hace siete años, cuando este veterano sindicalista llegó al poder, nadie se atrevía aún a soñar –pese a que Fernando Henrique Cardoso ya había desbrozado el camino– que Brasil se convertiría en una potencia que imprime carácter en el G-20 y aspira a ser la quinta economía mundial y miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU. La guinda al pastel llegó con la elección de Río de Janeiro como sede de los Juegos Olímpicos de 2016.
Cuando se inventó el concepto de BRIC (Brasil, Rusia, India y China), grupo informal de grandes países emergentes, parecía que sobraba la sigla B. Hoy, sin embargo, es la única que ofrece, al mismo tiempo, democracia consolidada, estabilidad política, crecimiento sostenido (ha sido la última gran economía en sufrir la recesión y la primera en superarla), impresionantes recursos naturales, buenas relaciones con los vecinos, ausencia de conflictos étnicos, religiosos o lingüísticos y notable seguridad jurídica para las inversiones extranjeras.
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Este retrato optimista tiene una cara negativa, viejos problemas que minan la salud del sistema. El apagón que dejó sin electricidad a uno de cada tres brasileños puso de manifiesto uno muy grave, la insuficiencia de las infraestructuras, que ambiciosos proyectos como un tren de alta velocidad y nuevos anillos viarios en Río pretenden paliar. Un botón de muestra: el 17% de los habitantes no tiene agua corriente.
Hay más perfiles del lado oscuro. Persiste la inseguridad ciudadana, con una delincuencia ligada a la droga y la miseria que se desborda en favelas sin ley a las que no se atreve a entrar la Policía, y que ilustran películas como Tropa de élite. La impunidad criminal corre pareja a la impotencia, la brutalidad y la corrupción policial. Es una corrupción que infecta (si no emana) a la clase política, sin excluir al Partido de los Trabajadores (PT) del propio Lula, que no da abasto para soltar lastre.
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El catálogo de problemas incluye la pujanza de la economía sumergida, la destrucción acelerada del medio ambiente (sobre todo en la Amazonía), el alarmante déficit educativo y una lacerante desigualdad: el 10% más rico tiene rentas 40 veces superiores a las del 10% más pobre. El reflejo más dramático son las bolsas de miseria y hambre.
Hay unos 40 millones de pobres en Brasil. La buena noticia es que la situación ha mejorado: hace 15 años eran el doble. Desde que Lula llegó en enero de 2003 a la Presidencia, la desnutrición y la mortalidad infantil han disminuido espectacularmente. La brecha social se ha estrechado. La Bolsa Familia, el principal programa de asistencia, beneficia a más de 12 millones de familias. Ya no suena a utopía la promesa de que el hambre estará erradicada en 2015. De forma paralela, la clase media, sin la que es casi imposible sustentar un progreso sostenido, se amplía hasta más de la mitad de la población.
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En estos siete años el país ha ganado en riqueza, prosperidad y cohesión social. Nadie lo pone en duda ni niega el mérito a Lula, cuyo grado de aceptación ronda un estratosférico 80%. De presentarse a la reelección, ganaría de calle, pero no lo hará. Al contrario que Hugo Chávez en Venezuela y tal vez Álvaro Uribe en Colombia, no quiere perpetuarse en el poder y no optará a un tercer mandato. Dentro de poco más de un año se irá. La decisión de retirarse ennoblece su figura, pero dejará huérfanos de Lula a los brasileños.
La gran pregunta es si el sucesor continuará su obra. Brasil no es Rusia y ni siquiera está claro que Lula logre imponer en las urnas a Dilma Rousseff, ministra de la Casa Civil (entre jefa de gabinete y primera ministra), hija de un inmigrante búlgaro y antigua guerrillera contra la dictadura, torturada durante su detención. Se la considera la sombra política de Lula, y ya le salen rivales, incluso en el PT. Como si no tuviera suficiente con la tremenda amenaza de José Serra, gobernador de São Paulo, adversario derrotado por Lula en 2002 y candidato del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB).
Rousseff, que también debe luchar contra un cáncer, marcha por detrás de Serra en las encuestas, pero no por ello deja de ser favorita. La batalla es a un año vista y Lula se empleará a fondo en su favor. Ya le ha ganado el apoyo del centrista Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), el mayor del país.
El milagro Lula debe mucho a su predecesor, Cardoso, que le dejó la casa en perfecto orden de revista tras haberse hecho cargo en 1995 de un país que caminaba hacia el caos, con una inflación que rondaba el 80% y una acreditada fama de moroso en el Fondo Monetario Internacional, del que hoy es acreedor. Lula siguió con pragmatismo por el camino del saneamiento económico y no sólo atendió a las grandes cifras, sino que imprimió un giro social a su gestión que impidió que la factura la pagasen los más pobres. El balance se agiganta a la vista de lo ocurrido en México y en Argentina, antaño aspirantes al liderazgo continental.
No será fácil administrar esta herencia. Lulas no hay más que uno.
Luis Matías López es periodista
Ilustración de Patrick Thomas
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