Opinión · Dominio público
La canonización de Carter
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JOSEP FONTANA
El jurado del Premio Internacional Catalunya, concedido por la Generalitat, ha decidido otorgar el de este año a Jimmy Carter. Era difícil elegir peor. Carter fue un presidente incompetente –los miembros de su Gobierno hacían chistes a costa de su ineptitud, como “el presidente hace el trabajo de dos hombres: Laurel y Hardy”– y fue rechazado al presentarse a la reelección (algo que sólo les ha sucedido a otros dos candidatos en los últimos 65 años) porque había dejado el país en una desastrosa situación económica.
Es cierto que recibió el Premio Nobel de la Paz –como Henry Kissinger, Anwar al-Sadat, el terrorista Menajem Begin y algunos otros malhechores internacionales– y que ha dedicado sus últimos años a la causa de la paz, pero no fue esto lo que caracterizó su política exterior mientras estuvo en el poder, cuando seguía ciegamente los consejos de su asesor, Zbigniew Brzezinski, con quien el presidente se veía cuatro o cinco veces al día y que le acompañaba en sus viajes al extranjero.
Sadat y Begin fueron precisamente los protagonistas de una de sus supuestas hazañas pacifistas, los acuerdos de Camp David de septiembre de 1978, que llevaron a la firma de un tratado por el que Egipto reconocía al Estado de Israel y este le devolvía la península del Sinaí, a cambio de recibir 3.000 millones de dólares en préstamos para construir nuevas bases en el desierto de Negev. El tratado no significó avance alguno por el camino de la paz: era un acuerdo bilateral, que no contenía ninguna garantía real para los palestinos (Begin se negó a suspender la construcción de asentamientos judíos en la orilla occidental). Servía únicamente para acabar con los enfrentamientos entre ambos países y para poner a Egipto firme e inalterablemente en la órbita norteamericana.
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Carter respaldó a dictadores como Zia-ul-Haq de Pakistán o a Pol Pot: Estados Unidos votó en la ONU el 21 de septiembre de 1979 a favor de que su Gobierno, desalojado ya del poder por los vietnamitas, siguiese siendo considerado como legítimo representante de Camboya, lo cual le permitió proseguir su labor de genocidio en las zonas que seguía controlando, ante la indiferencia general.
Como admirador que era del Sha de Irán, a quien se proponía vender reactores nucleares, Carter pronunció en Teherán un discurso en que dijo: “Irán, a causa del liderazgo del Shah, es una isla de estabilidad en una de las regiones más turbulentas del mundo. Esto es un gran tributo para vos, majestad, para vuestra política y para el respeto, admiración y amor que os tiene vuestro pueblo”. Al cabo de un mes comenzaron los disturbios que acabaron con la expulsión del soberano.
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Sus errores se completaron en este caso con el fracaso de la operación de rescate de los rehenes de la embajada norteamericana en Teherán: un complicado plan al estilo cinematográfico, que acabó en un espantoso ridículo, con siete aeronaves destruidas y ocho soldados muertos, cuyos cadáveres quedaron abandonados sobre el terreno. Su secretario de Estado, Cyrus Vance, dimitió indignado por esta disparatada operación, que el presidente y su consejero habían fraguado a sus espaldas.
Pero el mayor de sus errores fue el de Afganistán. Sabiendo que los soviéticos estaban preocupados por lo que allí ocurría, Brzezinski le propuso intervenir con el fin de provocar una respuesta de los rusos y “dar a la Unión Soviética su guerra de Vietnam”. El 3 de julio de 1979, seis meses antes de la invasión soviética, Carter firmó la autorización para dar ayuda a los grupos islamistas afganos.
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Poco después Brzezinski viajó a Pakistán, donde estableció acuerdos con Zia-ul-Haq para que diese pleno apoyo a los islamistas, y pasó en su regreso por Arabia Saudí, donde llegó a un pacto para que los saudíes colaborasen en la ayuda a los mujahidin, lo que vino a significar que cada uno de los dos “socios” gastase a la larga más de 3.000 millones de dólares en la financiación de la guerrilla. “Durante los años ochenta –explica Milton Bearden, que fue responsable de la oficina de la CIA en Pakistán– la compañía proporcionó cientos de miles de toneladas de armas y de material militar a Pakistán para que se distribuyesen entre los rebeldes afganos”.
Años más tarde el propio Brzezinski, que mentía al sostener que la aventura afgana se había iniciado en respuesta a la invasión rusa, puesto que su gestación era anterior, resumía así su estrategia global: “La administración Carter no sólo decidió de inmediato apoyar a los mujahidin, sino que organizó una coalición que abarcaba Pakistán, China, Arabia Saudí, Egipto y Reino Unido en favor de la resistencia afgana. De igual importancia fue la garantía pública norteamericana de la seguridad de Pakistán contra cualquier ataque militar soviético, con lo que se creó un santuario para las guerrillas”. Y así seguimos hoy, tras 30 años de un conflicto que ha desbordado sus fronteras iniciales para convertirse en una amenaza mundial.
El motivo principal por el que Carter pasará a la historia contemporánea será probablemente el de haber sido el principal artífice de la creación de la alianza islamista internacional que es hoy el principal objetivo de la llamada “guerra contra el terror”.
Los miembros de los jurados que atribuyen premios internacionales deberían tener unos mínimos conocimientos de la historia de su propio tiempo.
Josep Fontana es historiador
Ilustración de Javier Olivares
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