Opinión · Dominio público
El malestar de la guerra
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La intervención de una coalición militar en Libia para frenar el avance de las tropas de Gadafi hacia el este del país ha provocado un lógico debate entre partidarios y detractores de tal intervención. Los argumentos de unos y otros ya han sido señalados con creces, y yo personalmente y con reservas me he decantado por la intervención, como mal menor. Pero eso no me evita reconocer los riesgos de una guerra y el malestar que genera en la conciencia de la mayoría de los ciudadanos, una inquietud que no sólo viene derivada de ignorar cómo se decantarán los acontecimientos, sino también por las lógicas perversas por las que se mueve cualquier guerra.
La guerra es un fenómeno social, un instrumento humano inventado inicialmente para conquistar y después para repeler ataques. Funciona como un sistema, con una estructura propia, con unos códigos y con unas instituciones encargadas de llevarla a cabo. No se improvisa, sino que se prepara con antelación, se enseña en las academias, se entrena a quienes han de intervenir en ella, y tiene como misión anular al enemigo, normalmente por su destrucción.
En el mundo contemporáneo, y debido a la tecnología armamentista que se usa, es casi
inevitable causar daño a civiles. Una de las partes en contienda, además, como Gadafi en este caso, se ensaña especialmente sobre los civiles, no dudando en arrasar a las ciudades que conquista o que debe abandonar en la retirada. Se destruyen infraestructuras vitales para el normal funcionamiento del país y se apela a fidelidades primarias para arengar a las tropas en comportamientos inhumanos. La guerra es de por sí inhumana, porque quita vidas y pone en marcha los comportamientos más irracionales de que es capaz el ser humano; sólo así se mata sin piedad y con ceguera, y los soldados son instruidos para comportarse de tal modo.
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Los códigos de conducta que rigen la vida civil desaparecen en tiempos de guerra, donde imperan el odio, el deseo de venganza y la brutalidad más estricta. Los derechos humanos simplemente son olvidados, porque rige un código de comportamiento absolutamente contrario al del cuidado, la dignidad, la precaución y la vida.
Lo contrario a la guerra es la diplomacia y el arte de negociar. Es el reverso como forma de regular los conflictos. Se dice que la guerra es la continuación de la política por otros medios, pero en realidad es el fracaso de la política. En el mundo no hemos construido todavía una arquitectura diplomática lo suficientemente disuasiva como alternativa a la guerra. Ahí está el problema. Continuamos anclados en un viejo sistema de estados-nación con ejércitos propios, montados en una espiral armamentista que engulle más de 4.000 millones de dólares diarios, los que precisamente necesitaríamos para combatir la pobreza extrema, el hambre, el analfabetismo o la falta de vivienda digna. Y, sin embargo, eso no siempre ha de ser así. Es posible un mundo organizado con otras prioridades, donde por ejemplo no haya dictadores a los que se les venden armas impunemente o se les compra su petróleo. Luego lo lamentamos, pero tarde y mal. El futuro es el de un mundo sin ejércitos nacionales, y en todo caso con unas fuerzas disuasivas en manos de Naciones Unidas. Sin embargo, no hay movimientos en esta dirección, pues el “sistema-guerra” está todavía muy anclado en las doctrinas de la seguridad. Falta un cambio de mentalidad, que puede venir por la constatación de que vivimos en un mundo con cada vez menos guerras (Libia es la excepción). Es un dato empírico, como lo es que la mayor parte de los conflictos armados acaban en una mesa de negociación. Libia podría no ser en este caso la excepción. Lo cierto es que Gadafi actuó muy rápido en su ofensiva militar, dejando de lado cualquier espacio para la negociación. No tuvo el menor interés en ella, de ahí que se optara por el recurso a la fuerza para frenarle. La pregunta es ahora si, con menos tanques y sin aviación, ¿se avendrá Gadafi a algún tipo de negociación? Pero mientras, parece que habrá que disuadirlo de no realizar más ataques. No vaya a ocurrir como cuando Serbia atacó Dubrovnic desde el mar, y nadie hizo nada para impedirlo. Hubiera bastado con que las fragatas de la OTAN se hubieran interpuesto, sin disparar un solo tiro. Y no hace falta ser atlantista para eso. Simplemente, la OTAN existe, y mientras exista, que sea útil para algo. Eso no ha de impedir que pensemos en cómo construir un sistema nuevo en el que la guerra no tenga espacio. Porque no basta con maldecir la guerra: hay que diseñar una alternativa eficaz al recurso de la violencia, de alcance universal, institucional y popular a la vez, con carácter preventivo y basado en el respeto a los derechos humanos.
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La incertidumbre sobre el futuro de Libia procede precisamente del carácter belicoso de los acontecimientos (la ofensiva de Gadafi y la contraofensiva de los insurgentes). Nada que ver con los alzamientos no violentos de Túnez, Egipto, Yemen, Djibouti, Marruecos, Siria o Bahrein, donde a pesar de la represión ocasional, ha sido la fuerza y la constancia de la gente al ocupar las calles lo que ha dado pleno sentido a la revuelta. ¿No será que sólo tienen futuro las revueltas en las que el planteamiento popular es el de las manifestaciones pacíficas y no violentas?
Vicenç Fisas es director de la Escuela de Cultura de Paz de la Universitat Autònoma de Barcelona
Ilustración de Miguel Ordoñez
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