Opinión · La realidad y el deseo
Un buen marido
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Eduardo Mendicutti es un novelista excelente. Con su último libro, Mae West y yo (Tusquets, 2011), vuelve a demostrar una cultivada capacidad de emocionar. Pasa de la anécdota divertida al territorio movedizo de la verdad humana, del humor costumbrista a la sonrisa que tiembla en los labios y se convierte en inquietud profunda, en mirada decisiva sobre el mundo que nos hace y nos deshace. La riqueza viva de su vocabulario es inseparable de su voluntad de conocimiento.
Los profesionales de la solemnidad se muestran con frecuencia poco dispuestos a entender los recursos del pudor. Todo lo que no está dicho con palabras sagradas o patéticas parece propio de una realidad menor, pasatiempo etiquetado con los designios de la frivolidad o la marginación. La atmósfera homosexual de los argumentos de Eduardo Mendicutti ha provocado una lectura fácil y desatenta de su obra, el dictamen cómodo de que se dedica a un subgénero literario que retrata con gracia el mundo pintoresco de la mariconería. Los críticos más tolerantes harían aquí uso de lo políticamente correcto para hablar del mundo gay. Algo es algo. Pero este algo no es suficiente si nos mostramos incapaces de reconocer la verdadera dimensión social y literaria que está en juego: el sentido del humor como un mecanismo pudoroso propio de un resistente y, más allá de la anécdota, la voluntad central, no marginal, de una obra.
Mae West y yo nos cuenta la historia íntima de una enfermedad. Después de que le sea diagnosticado un cáncer de próstata, el protagonista de la novela se enfrenta a su educación sentimental, su miedo y sus ganas de vivir. Como metáfora de una de esas preocupaciones angustiosas que no se van de la cabeza, el novelista le da voz a la próstata, y el enfermo, Felipe Bonasera, sometido a un diálogo permanente con ella, la bautiza con el nombre de Mae West, aquella actriz desmedida y lenguaraz. Bonasera es diplomático y ventrílocuo, está acostumbrado a resolver con educación situaciones difíciles y a disfrazar sus palabras en la boca de otro. Las estructuras de las novelas de Eduardo Mendicutti suelen formarse con una perfección de relojería artesanal. Entre el cáncer y la homosexualidad se establece un camino de ida y vuelta. Si el cáncer nos ayuda a entender el castigo social de una condición obligada a vivirse como injuria, la homosexualidad nos ayuda a comprender una dimensión profunda y general de los seres humanos. Todos estamos condenados a la pérdida, a las deudas sociales y a la muerte.
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El movimiento de gays y lesbianas, con su lucha por la legalización de los matrimonios homosexuales, ha supuesto un extraño lujo de voluntad cívica. Suele pasar desapercibido que, junto a la reivindicación de un derecho individual, se ha elevado una clara apuesta social, un acto de fe en la comunidad y en las leyes. Mientras los vientos reinantes pretenden degradar el sentido del Estado y el respeto que merecen los espacios públicos, el derecho al matrimonio homosexual ha representado una defensa de la vida en común y de las normas de convivencia. Más que una santificación de los márgenes, tan peligrosos ideológicamente como la palabra libertad en manos de los mercados financieros, se ha preferido democratizar las normas, flexibilizar las relaciones sociales, participar de las ilusiones colectivas. Una lección universal: sólo los marcos regulados para la convivencia democrática permiten el desarrollo de la libertad individual.
En uno de los capítulos más emocionantes de Mae West y yo, mientras se despliegan las enredaderas de la soledad y las posibles complicidades de los solitarios, se dice que el protagonista homosexual hubiera podido ser un buen marido. Nada más coherente. La literatura de Eduardo Mendicutti, con novelas de primera calidad como El palomo cojo, Ganas de hablar o esta que acaba de publicarse, es inseparable de la voluntad democrática de esa España que asumió como compromiso propio el derecho al matrimonio homosexual. Más que un rasgo de tolerancia ante una minoría, supuso un enriquecimiento general del significado de las palabras mujer y hombre. Del mismo modo, las novelas de Eduardo Mendicutti no son fruto de un subgénero, sino parte central de una Literatura escrita con mayúscula.
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