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Opinión · Dominio público

El debate de la acción popular

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Carlos Miguel Bautista

Fiscal

Ilustración por Alberto Aragón

La acción popular en el proceso penal constituye un exotismo insólito en muchos países de nuestro entorno que, o bien contemplan en exclusiva una acción adhesiva a la del Ministerio Público, o bien, estrictamente, una pura acción civil, con monopolio absoluto de la acción penal por el fiscal. Sin embargo, esa institución está firmemente anclada en el paisaje procesal español. Sus orígenes se remontan al llamado Trienio Liberal (1820-1822) como cauce idóneo para que los ciudadanos pudieran perseguir los ataques a las libertades. Más tarde, pasó a la Ley Provisional de Enjuiciamiento Criminal de 1872 y, finalmente, a la legislación vigente.

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El fundamento de la acción popular, sin perjuicio de ejemplos chuscos producidos durante su gestación definitiva en el último tercio del siglo XIX –al parecer, Práxedes Mateo Sagasta tenía interés en que un diario afín pudiera tener información de primera mano sobre el crimen de la calle Fuencarral, y no se le ocurrió mejor manera de hacerlo que articular un sistema que permitiera a ese diario personarse como parte acusadora en el proceso–, se encuentra en la idea de que, mediante su implantación, iría desapareciendo paulatinamente el Ministerio Público hasta su completa extinción y sustitución por el ejercicio ciudadano de la acción penal. Como podemos ver hoy, más de un siglo después, la institución del Ministerio Público no sólo se ha consolidado en España , sino que, incluso, se ha extendido a países que antes no tenían un Ministerio Fiscal propiamente dicho, como es el caso de Reino Unido con el llamado Crown Prosecution Service.

Según la doctrina constitucional (sentencia 154/1997), la acción popular es un derecho de configuración legal. Por un lado, el artículo 125 de la Constitución remite a la ley para determinar el ejercicio de ese derecho y los procesos en que debe operar. Por su parte, el artículo 19.1 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) establece: “Los ciudadanos de nacionalidad española podrán ejercer la acción popular en los casos y la forma previstos en la Ley”. Finalmente, el artículo 101 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (Lecrim) permite el ejercicio de la acción popular “con arreglo a las prescripciones de la Ley”. El legislador, pues, tiene plena libertad para regular la acción popular, estableciendo los requisitos específicos que condicionen su ejercicio en el proceso penal. Cuando se dice que un proyecto de ley, una reforma legislativa o una resolución judicial vulneran la Constitución si limitan la acción popular, se está faltando gravemente a la verdad, pues no estamos ante un derecho determinado en todos sus aspectos por la Constitución, sino que nos encontramos ante un derecho necesitado de configuración legal, de una remisión constitucional a la ley que apoderará al legislador para realizar un desarrollo normativo, sea expansivo o restrictivo.

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La propia exigencia de fianza al acusador popular abona la idea de que puede restringirse su acción, al imponérsele un requisito del que se exime al acusador particular, precisamente porque el primero no defiende intereses propios, sino difusos, en duplicación evidente de la acción pública. En este sentido, si bien es cierto que la exigencia de fianza sirve para poner un cierto límite al ejercicio de la acción popular, pues obliga a las personas que pretendan ejercitarla a disponer de una determinada capacidad económica, en el otro lado de la balanza está la finalidad de responder de acusaciones temerarias, sancionadas con una condena en costas.

Una recentísima sentencia del Tribunal relacionada con la acción popular remarca de nuevo su estricto carácter de derecho de pura configuración legal, y parece adelantar el contenido de futuras resoluciones. La sentencia 67/2011, de 11 de mayo, afirma literalmente: “El propio título constitucional donde se encuentra la referencia a la acción popular (art. 125 de la Constitución Española) introduce, como elemento de su supuesto, el que sea la ley la que haya de determinar los procesos penales en los que deba existir”. Y añade: “Resulta claro así que la Constitución, en ese precepto, abre a la ley un amplio espacio de disponibilidad, sin precisa limitación, para que en relación con determinados ámbitos jurisdiccionales o tipos distintos de procesos la acción popular pueda, o no, establecerse; y por ello es perfectamente adecuado a dicho precepto constitucional que en determinados procesos no exista tal acción. En otros términos, no hay base en ese precepto para poder poner en duda la constitucionalidad de una determinada ley procesal… por no dar cabida en ella a la acción popular, ni para que la interpretación constitucional de esa ley deba hacerse en un sentido favorecedor de la existencia de dicha acción”. En el fundamento jurídico tercero de la sentencia 64/1999, de 26 de abril, el Tribunal Constitucional sintetizó su doctrina declarando que “si no hay consagración explícita de la acción popular en la ley, directa o por remisión, tal acción no existe en el ámbito de que se trate, y esa inexistencia en modo alguno suscita problema alguno de constitucionalidad”.

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En conclusión, si bien el legislador no podrá construir una norma procesal que ignore la acción popular, sí puede configurarla de modo que no se utilice ese derecho de modo espurio, abusando del procedimiento. Eso impedirá, o al menos dificultará, que se imponga la “pena del banquillo” en casos en los que el Ministerio Público no haya encontrado desde un comienzo motivos para el proceso, como ocurrió, por ejemplo, en el caso Egunkaria. Definir el marco de la acción popular no vulnera, de ninguna manera, la Constitución.

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