Opinión · Dominio público
Impunidad versus democracia
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Emilio Silva
Presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica
Ilustración de Miguel Ordóñez
Cuando hoy se siente en el banquillo como acusado el juez que trató de investigar los delitos más graves que se han cometido en nuestra historia reciente, este presente del siglo XXI habrá tropezado con uno de los modélicos obstáculos que la Transición dejó en medio del estrecho camino por el que regresaron las libertades. En ese mismo instante las familias de los 113.000 desaparecidos por la represión del general Franco revivirán el abandono al que les ha condenado esta democracia. Las élites que gestionaron el proceso decidieron que dejaba de haber verdugos y, en consecuencia, víctimas. A eso le llamaron reconciliación, pero es fundamentalmente impunidad.
El juicio que vamos a presenciar va a radiografiar nuestra democracia. Los principales cambios sociales que ha vivido esta sociedad en tres décadas no han alterado el estatus de las élites del régimen. La movilidad social que se ha producido en ese tiempo ha servido para camuflar una estructura socioeconómica creada a partir de la victoria de los sublevados en la guerra franquista, fruto del aprovechamiento de 40 años de corrupción política y económica.
Uno de esos obstáculos construidos en el periodo de restauración democrática es la Ley de Amnistía. La ley fue aprobada con el apoyo del PSOE y del PCE el 14 de octubre de 1977 en el Parlamento que salió de unas elecciones a las que prohibieron presentarse a partidos republicanos. La izquierda parlamentaria se empeñó en presentarla como una conquista de la oposición al régimen. Pero su promulgación apenas sacó a unas decenas de presos políticos de las cárceles; casi todos habían sido puestos en libertad con medidas anteriores. Por otra parte, ya tenían escaño responsables políticos de la II República regresados del exilio.
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Su verdadero trasfondo era y es la construcción de una impunidad legitimada por ese sesgado Parlamento. No se puede llamar reconciliación a un proceso social en el que los verdugos conservaron todos sus privilegios y las víctimas todas las consecuencias del daño padecido.
Las élites de la Transición se formaron en las universidades en los años cincuenta y sesenta. Eran fundamentalmente hijos del régimen que desde diferentes fuerzas políticas nunca han visto amenazados sus privilegios de clase. Por eso, cuando Baltasar Garzón inició la causa de la memoria histórica, las presiones políticas llegaron de diferentes ámbitos. La ley de hierro de la oligarquía española comenzó a trabajar para la preservación de la impunidad.
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Muchas actas de defunción de los republicanos asesinados tienen escrita como causa de muerte el auxilio a la rebelión. El franquismo convirtió en legalidad sus comportamientos criminales; no colaborar en un golpe de Estado era un delito. La causa contra Garzón refleja nuestra democracia en los espejos del callejón del gato: denunciado por un colectivo galardonado recientemente por la Fundación Francisco Franco.
En la política casi nada es casual. Tampoco lo fue que el Senado español creara a finales de 1982 una Comisión sobre la Desaparición de Súbditos Españoles en Países de América, silenciando la existencia de miles de desaparecidos en nuestro suelo. Esa política de externalizar la lucha por los derechos humanos llevó a que el departamento de nuestro Estado que se ocupa de ellos pertenezca al Ministerio de Asuntos Exteriores; el problema está fuera.
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Cuando con el inicio de este siglo comenzaron a exhumarse las fosas de los asesinados por la represión franquista, sectores conservadores argumentaron que ahora venían los nietos a por la revancha. Esa generación de descendientes aportó la mirada de los derechos humanos a lo que hasta entonces habían sido muertos en la guerra. La palabra desaparecidos, asociada a los métodos represivos del franquismo, generó un nuevo significado para definir a esos asesinados que la Transición había colocado en el limbo del olvido.
La democracia española nació estrecha, frágil y tutelada, dejando en sus amplias cunetas derechos, colectivos sin representación y problemas del pasado pendientes. La impunidad se ha convertido en estos años en una cultura que deteriora la vida pública. Quienes deberían responder por graves actuaciones políticas, han construido un sistema en el que en numerosas ocasiones se van de rositas; una realidad que produce indignación.
Uno de los hombres que iba a testificar en el juicio, Jesús Pueyo, falleció el pasado 4 de enero a los 89 años. Ansiaba que su frágil salud le permitiera dar por fin testimonio ante la Justicia de la desaparición de su padre y de otros seis familiares directos en la localidad aragonesa de Uncastillo. Pueyo llevaba tres décadas pidiendo a las instituciones una ayuda que nunca recibió. Su labor, el fin del silencio para miles de víctimas y la dedicación de cientos de activistas que se empeñan en la recuperación de la memoria histórica, ha desatado lo que durante muchos años estuvo bien atado.
La investigación de los crímenes del franquismo es una gran oportunidad para ensanchar nuestra democracia y terminar con esta cultura de que quien la hace no la paga. La justicia debe tener algunos límites inflexibles. Condenar a un juez por haber tratado de investigar el asesinato y la desaparición de los cadáveres de más de 100.000 personas sería un salto atrás. Mucho más grave cuando esos delitos son permanentes y no prescriben, y el sistema judicial español no hace nada por garantizar los derechos a las víctimas. Las familias de esos miles de hombres y mujeres tuvieron que soportar vivir bajo el poder de quienes organizaron y premiaron a los asesinos. Y ahora tendrán que ver que la defensa de sus derechos puede terminar siendo un delito; como si el juez hubiera auxiliado una rebelión.
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