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Opinión · Dominio público

¿Dónde estamos? (III)

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Julio Anguita, excoordinador general de Izquierda Unida

Tercera entrega de una serie de ocho artículos en los que se sintetiza la intervención de Julio Anguita en el Ateneo de Madrid el pasado día 9 de Marzo.

Quienes hayan leído mis dos artículos anteriores podrían ser inducidos a que, tras la derrota del pensamiento liberador clásico y conjuntamente con él la de las organizaciones que lo han sustentado y vertebrado, sería el neoliberalismo la única opción viable como propuesta de modelo de sociedad, habida cuenta de la hegemonía que sus valores y conceptos de política económica han alcanzado en el planeta. Muy al contrario, esa situación, lejos de constituir un opción medianamente válida no es otra cosa que la barbarie disfrazada de rigor económico. Dos ejemplos, uno basado en una experiencia personal y otro sacado de un texto ilustran el nivel de deformación de los grandes principios y las conquistas sociales conseguidas tras varios siglos de lucha.

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En un debate habido en la Fundación Canal tuve como contradictor a Percival Manglano, Consejero de Economía y Hacienda de la Comunidad de Madrid. En un momento dado el señor Manglano mantuvo que la Democracia llevada hasta sus últimas consecuencias degenera en demagogia y populismo; en consecuencia el sistema democrático debiera tener unos elementos correctores que impidieran tal riesgo. Al preguntarle yo si se refería a las constituciones o al demos, me contestó que el elemento corrector por antonomasia era el mercado.

Gregorio Peces Barba mantiene en uno de sus escritos que el derecho al trabajo sólo puede ser cumplido si  coinciden en el mismo sujeto el defensor de ese derecho subjetivo y el empleador. Pero como tal enunciado podría llevar a conclusiones no queridas termina diciendo en referencia al artículo 35 de la actual constitución que debemos desembarazarnos de una promesa incumplida y de imposible cumplimiento, de una rémora, justificada en el pasado, pero que hoy  puede ser una gigantesca hipocresía.

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El corolario de ambas opiniones es bastante claro: el actual sistema económico, considerado como único, inmutable y científico, se impone a las tradiciones democráticas, a las grandes conquistas políticas, económicas y sociales. De un plumazo son barridos la Declaración de DDHH y textos vinculantes derivados de ella, los derechos sociales y el propio Estado de Derecho. Cobran su exacto sentido las palabras de Hans Tietmeyer en 1994; el entonces presiente del Bundbesbank afirmó que los políticos deben aprender a obedecer los dictados de los mercados. Y en ese mismo sentido Alain MInc, dirigente empresarial y asesor de Sarkozy ha afirmado que el mercado es el estado natural de la sociedad, la democracia no.

Diariamente asistimos a los efectos de la aplicación de esta filosofía económica que se ha erigido en cosmovisión. Los resultados contables medidos a través de índices que en absoluto cuantifican o analizan la incidencia social de las medidas tomadas, se presentan como señales indiscutibles de la corrección de esta política. Pero además lo hacen con la pretensión de que esa línea de actuación es apolítica, aséptica, objetiva, científica.

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La larga marcha de la humanidad desde los grandes momentos estelares de la Historia: Declaración de Independencia de EEUU, Revolución francesa, Internacionales obreras, Constitución de Weimar, Constitución soviética de 1936 o la anteriormente citada Declaración de Derechos de 1948 queda  olvidada y supuestamente superada por este estado de cosas.

El neoliberalismo rampante y sus políticas de toda índole, no pueden ser en absoluto los ejes sobre los que construir una sociedad moderna, democrática y justa. El que en estos momentos y pese a la crisis que es inherente a él mismo, aparezca como única opción viable no significa de ningún modo que deba ser aceptado o tolerado. Su rechazo, además de ser una cuestión de ética, racionalidad, libertad y justicia, lo es  también de supervivencia de la especie.

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