Opinión · La realidad y el deseo
Meditación sobre la violencia
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Va a haber sangre, gritó ayer en el parlamento gallego una víctima de esa estafa bancaria que conocemos como inversión en participaciones preferentes. Lo he leído en este periódico. Y otra víctima recordó de forma amenazadora que acababan de apuñalar al director de una sucursal de las Rías Baixas. La violencia está ahí, ronda por la indignación de la gente, por las conversaciones políticas y por los comentarios de Internet.
No es de extrañar. La situación social alcanza límites inconcebibles para una mentalidad fundada en los equilibrios democráticos. Mientras una parte muy numerosa de la población llega a una situación trágica, el Gobierno trabaja sin pudor para la avaricia de los poderosos. Si una Comunidad Autónoma se inventa un impuesto para favorecer el crédito y castigar la inmovilidad del dinero en los bancos, el Gobierno precipita una ley que impida ese impuesto. Si otra Comunidad Autónoma imagina una fórmula para limitar las ganancias desmedidas de la industria farmacéutica a favor de las arcas públicas, el Gobierno pone en marcha un antídoto legal contra esa fórmula. Si otras comunidades autónomas pretenden salvar la paga extra de los funcionarios o el derecho a la sanidad de los inmigrantes, el Gobierno entra en una guerra legal inmediata y llama “lealtad institucional” al predominio de la crueldad y la explotación frente a la solidaridad y la justicia social.
Ante este obsceno panorama de la explotación, es lógico que empiece a formarse un imaginario social que justifique la violencia contra el sistema en una población impúdicamente maltratada. Pero más allá de las reacciones instintivas, merece la pena volver a formularse una vez más la pregunta de otros tiempos. ¿Puede convertirse la violencia en un arma de respuesta política? Asumo la inquietud de muchos jóvenes que, de manera cada vez más frecuente, discuten conmigo de política y critican mi buenismo.
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Voy a ser sincero. Si apoyo mis argumentos en la condición del explotador, me cuesta trabajo negarme a la violencia. Al leer las noticias, yo tengo muchas reacciones coléricas y violentas en el secreto de mi casa. Cuando me entero de que alguien especula con las materias primas para ganar dinero a costa de provocar cientos de miles de muertos por las hambrunas, concluyo que ese especulador se merece una respuesta violenta. También me resulta difícil negarme a la violencia cuando compruebo que los poderes financieros, dirigidos por personas con nombres y apellidos, acumulan riquezas a costa de condenar a un país al desahucio, la pérdida de su sanidad y su educación pública, el desmantelamiento de su investigación y su cultura, y la ruina de sus pensiones.
Así que, para mantenerme en contra de la violencia, no puedo pensar en la condición del explotador, que a veces se merece un castigo inmediato, sino en la perspectiva de las víctimas. ¿Se merece alguien la degradación de apretar un gatillo? El crimen es el resultado último no sólo de la desesperación, sino del nihilismo, de la renuncia definitiva a los valores que dignifican la condición humana. La lógica del mártir, el asesino y la culpa llevan a la degradación de la realidad personal y a la cancelación última de todas las aspiraciones de transformación histórica. Y el relato de la propia historia lo demuestra. Ningún proceso político basado en el crimen, por justas que sean sus aspiraciones, ha podido escapar nunca a la degradación y la injusticia final. Las vidas particulares, las únicas que existen como experiencia real, acaban sacrificadas a una idea totalitaria del poder que borra las trayectorias singulares en nombre de una perfección totalitaria. El derecho a ejecutar a alguien, ya sea en una pena de muerte legal o en un atentado rebelde, es inseparable de la fractura democrática y del cieno nihilista del absolutismo.
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Por eso es un recurso político de resistencia asumir cierto buenismo —a veces, no lo niego, algo avergonzado— y seguir manteniendo la necesidad de una reacción política esperanzada frente al pesimismo de la lucidez. Toda respuesta que no venga de la configuración de una nueva mayoría política se hará cómplice, por un camino o por otro, de la prepotencia del poder y de la avaricia de los mercaderes.
Confieso que este artículo supone una conversación pública con mi hija Elisa.
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