Opinión · Punto y seguido
'Cásate y sé sumisa': la guinda del Bunga Bunga
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Desde Italia, país donde el 90% de las mujeres agredidas por los hombres no presentan denuncias, una fundamentalista ha publicado el libro Cásate y sé sumisa, una apología del fascismo, cuyo fundamento ha sido el dominio del hombre sobre la mujer.
Wilhelm Reich afirmaba que la clave de la receptividad alemana al fascismo se encontraba en la represión de la sociedad patriarcal, un sistema jerárquico que condujo al nazismo fue reproducido y transmitido a través de prácticas patriarcales y represivas que llevaron a la fijación en la “madre” colectiva: la nación. Además de ser un movimiento contra el proletariado y la democracia, los fascismos, basados en un código binario maniqueo —puro e impuro; yo, el otro; los buenos y los malos, etc.—, detestaban la libertad sexual, que cuestionaba esta rotunda jerarquía del poder de los fuertes sobre los débiles. En todas las versiones del totalitarismo —laicas y religiosas—, el lugar natural de la mujer es el hogar, y su rol atender al hombre y criar a los hijos de él. El rol de la mujer ha de ser de una sumisión abnegada, acatando las tareas tradicionales (el hombre con pantalones de autoridad y ella con falda y velo al servicio del ámbito privado, manteniendo así el orden social). El debate en torno a “la igualdad versus la diferencia biológica” entre el hombre y la mujer es una copia de los argumentos racistas de los “blancos” que justifican la discriminación de personas por el color de piel o tamaño de sus ojos.
En esta exaltación de la estupidez, la ignorancia y la sumisión son glorificadas justo cuando la salvación terrenal del ser humano está en una subversión colectiva contra el asalto a sus derechos.
Uno de los pilares del dominio de las élites gobernantes de todos los tiempos ha sido la religión, que aplicando castigos reales y ofreciendo premios imaginarios en la “otra vida”, ha conseguido la sumisión de los dominados.
Los fascismos, en su reciente versión religiosa, están aplicando, en algunos países del Sur, un verdadero sistema de “Apartheid” contra la mujer, convirtiéndola en “Untermensch”, subhumano en alemán, sin que la ONU castigue a nadie.
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La familia modélica religiosa
Las mujeres fundamentalistas recuerdan a aquellas madres que han sufrido la ablación, y sin embargo son participes del atentado contra la integridad física de sus hijas, perpetuando su sometimiento.
Las esquiroles que suelen hacer de florero en los lugares dominados por las oligarquías masculinas representan el pánico de esta casta ante el aumento de la conciencia de las mujeres que se han lanzado a destronar al “padre” y al “amo”, cuestionando el estado supuestamente 'natural' de las cosas, que no es otra que la ley del más fuerte.
Estamos tan alienados que no nos escandalizan relatos como el del profeta Abraham, quien decidió abandonar a Agar, su concubina, y a Ismael, el hijo de ambos, en el valle árido de la Meca, sin agua ni comida, condenándoles a una lenta muerte. Luego regresa a su casa sin más. Tenía a su lado a un Dios, que en vez de castigarle por el doble intento de asesinato con agravante de parentesco, le regaló un hijo, Isaac, a la edad de 90 años.
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Otra familia modélica de los textos sagrados semitas, está encabezada por Lut, alabado por una supuesta hospitalidad exacerbada que llega a ofrecer a sus hijas —sin duda, menores— a una muchedumbre agresora que le exigía la entrega de sus huéspedes varones. ¿Es ésta la clase de padre ideal? Desconocemos la reacción de la esposa de Lot ante tal despropósito hacia sus hijas, eso sí, nos dicen que Dios en vez de proteger a los más débiles (a las niñas) bendijo a Lut, castigó a todo el pueblo con “una lluvia de fuego y azufre” y convirtió a aquella señora en una estatua de sal.
En el matrimonio, esta institución ideal al parecer basada en el amor y protección mutua, hay más hostilidad y choque que cariño. Según la OMS, el 70% de las mujeres son víctimas de la violencia física o sexual por parte de los hombres de la familia o los conocidos.
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El matrimonio, en todas sus variantes históricas, ha sido un pacto entre los hombres sobre la propiedad del cuerpo de la mujer. Las bodas cristianas escenifican este trato: un hombre, el padre, lleva al altar a una mujer, su hija, para entregarle a otro hombre, el novio. En el islam, la novia, aunque sea adulta y catedrática de universidad, no puede contraer matrimonio sin la autorización de un miembro varón de la familia. Luego, el “contrato” (término que despoja la relación de cualquier romanticismo), constata las cuestiones financieras de los cónyuges, poniendo el clavo al ataúd del amor ingenuo.
Para Daniel Defoe, autor de Robinson Crusoe, el matrimonio era "la prostitución legalizada", no solo porque las mujeres se presentaban como proveedores de hijos y de un sexo garantizado a cualquier hora y lugar para con sus maridos a cambio de la manutención (era un pacto posible, ya que previamente la ley hecha por los hombres les había desposeído del derecho a poseer fortuna).
La institución matrimonial, que se fundó para evitar el caos sexual y económico y asignar a cada niño unos padres, cada año dura menos en el tiempo: casi la mitad de los matrimonios terminan en divorcio, y a la mayoría de la otra mitad, les unen más los lazos económicos que el cariño: la decepción sustituye a las fantasías.
Este tipo de libros y discursos echan una mano al capitalismo sin rostro humano que está asaltando todas y cada una de las conquistas sociales, pues, invita a salir del mercado laboral a la mitad de las fuerzas del trabajo, en nombre de Dios. Volver a ser ama de casa y realizar tareas repetitivas y aburridas, sin recibir sueldo y por ende sin posibilidad de conseguir la independencia económica, nos encamina a perder la libertad y entregar el destino de la mujer a los hombres.
Más que un “terrorismo íntimo”
En Oriente Próximo y norte de África, el fracaso de las rebeliones populares en pro de la democracia económica y política ha intensificado la violencia multidimensional contra la mujer.
En Egipto, la imagen de la manifestante “de sujetador azul” tirada en el suelo y aplastada por las botas de los antidisturbios, mostraba la punta del iceberg: la élite masculina se vengaba del atrevimiento de las féminas y con esta “pedagogía del terror” pretendía impedir que volvieran a ocupar las calles. No lo conseguirá. Ellas volverán a la plaza Tahrir y esta vez será dentro de la rebelión de los hambrientos.
En Siria, aunque el pueblo se ha salvado de un ataque devastador de la OTAN, las mujeres sufren la violencia amplia y profunda nacida de un estado de guerra total. La compra-venta de niñas, hijas de la desesperación y del hambre, calienta el aberrante mercado del tráfico de las personas. Violadas, acosadas, asustadas, heridas y cansadas huyen del infierno con sus hijos. La guerra es la suma de todas las tragedias que un ser humano puede sufrir.
En Afganistán, Pakistán y Yemen sus gentes siguen siendo objetivos de los ataques indiscriminados de los drones americanos. En Irak, cientos de mujeres y hombres mueren cada semana como resultado de la invasión militar de EEUU. ¿Por qué nadie hace nada por ellos?
En Libia, el nuevo régimen ha prometido a los hombres legalizar la poligamia; en Pakistán, varias miles de mujeres han sido asesinadas bajo el nombre de “crímenes de honor”, sin saber cuántas perdieron la vida bajo la bombas lanzadas por los aviones teledirigidos.
Esta crisis del sistema basado en el dominio del hombre se resquebraja y la figura imaginaria constituida en torno a él (padre protector) se derrumba: él ya no puede garantizar la seguridad o el bienestar de la familia, ni evitar la guerra, ni siquiera conseguir un trabajo. Es más, hoy millones de jóvenes varones de esta zona del mundo ya no quieren tener tanta responsabilidad y no se identifican con el modelo tradicional del hombre que presumía de “cariño, yo cuidaré de ti”, no pueden ni quieren seguir con este papel. Es el conflicto entre el hombre real y el ideal. Resulta obvio que los religiosos ortodoxos no permitan la inseminación de “las mujeres sin hombres”, ya que esto supone uno de sus últimos recursos para obligarlas a ser atadas a otra persona a pesar de su voluntad.
En Arabia Saudí, la mujer ha dejado de ser un elemento estable, como la tierra, y quiere moverse. La campaña por el derecho a la movilidad desafía el sistema teocrático-totalitario árabe.
Y nosotros seguiremos soñando con un mundo basado en conceptos humanos y no masculino-femenino.
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