Opinión · Dominio público
La obsesión por el consumo
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Jorge Crosa
Sociólogo
Aunque tendemos a no advertirlo, cada uno de nosotros es una unidad consumidora. No nos queda otra alternativa si queremos sobrevivir. Debemos consumir recursos regular y cotidianamente para mantenernos. Cada individuo, dentro del marco social en que vive, hace uso de cierta cantidad de energía, que es, en última instancia, la materia constitutiva de todo cuanto hay en el planeta.
Vivir, incluso al nivel más elemental, evitando hacer el más mínimo esfuerzo, demanda que incorporemos energía y la gastemos. El cuerpo debe mantener la temperatura y el metabolismo y para ello hay que aportarle calorías mediante la alimentación de forma regular. La energía que se incorpora a nuestro organismo se disipa gradualmente hasta por la simple subsistencia. Y cuanto mayor es la actividad desarrollada más energía se necesita, dentro de ciertos límites. Mientras que una persona adulta puede subsistir malamente con algo más de 1000 calorías por día, otro individuo, por muy activo que sea, no consumirá más de 3000, 3500. Y este máximo es independiente de la cantidad de dinero de que se disponga para consumir, porque está condicionado por nuestra propia constitución biológica. Se trata de contar con la energía necesaria para poder consumirla sobreviviendo y trabajando, esto último en el sentido más amplio de la palabra (jugando al fútbol, paseando por un parque, investigando un crimen o manejando un torno...). Para esto consumimos alimentos, bebidas, oxígeno... A partir de este “común mínimo denominador” de consumo de subsistencia (que no es tan “común” pues hay gente que come poco y se va desnutriendo mientras otros podemos conservar nuestra salud incorporando lo que el cuerpo necesita) todo el consumo adicional de cada ser humano deja de estar condicionado por la biología y empieza a estarlo por la sociedad.
Un ejemplo hipotético pero razonable. Un niño noruego convenientemente vestido viajará a su colegio en un autobús de transporte escolar o en el coche de sus padres. Otro niño, residente en el campo guatemalteco calzado con unas zapatillas gastadas quizá disponga de un caballo para hacer el recorrido. Ambos niños consumen energía para ir y regresar al colegio. El noruego la que provee la gasolina que alimenta el motor del vehículo, el guatemalteco la que hay en el alimento del caballo. Lo de menos es en este punto de la cuestión de que uno de ellos consume, mediante su traslado, un bien no renovable (petróleo) y otro un bien que se puede reproducir si se le agrega regularmente energía al caballo, dándole de comer para que pueda hacer su trabajo. En términos generales, se puede afirmar que el niño noruego consume una cantidad de energía cristalizada en su ropa, en los cuidados médicos que recibe, en la atención escolar que se le da, muy superior a la del niño guatemalteco que, aunque se alimente adecuadamente, dispone de menos prendas de vestir, cuenta con menos atención médica, asiste a una escuela precaria y sin recursos.
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Y llegamos al meollo de la cuestión. Podemos enfocar la historia humana desde la perspectiva del crecimiento gradual de la cantidad de energía empleada en la generación de productos y servicios que exceden lo que se necesita para la elemental supervivencia de los individuos de la especie.
Lo que se observa en el último siglo y medio de historia es que la humanidad en su conjunto, además de haber ido creciendo mucho en número de individuos, desató mecanismos de consumo de energía que han venido aportándole bienes y servicios que han hecho que la vida de enorme cantidad de individuos sea más larga y, en buena medida, más satisfactoria.
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La asociación entre disponibilidad de objetos y comodidades, por un lado, y por otro el bienestar, ha llevado al establecimiento de una relación perversa entre consumo de energía y felicidad. Se ha incorporado a la mentalidad común del individuo miembro de la sociedad productivista mundial la convicción de que disponer de más objetos y servicios de manera irrestricta e ilimitada es un objetivo deseable. ¿Por qué perversa?
El problema es que ese maridaje entre posesión o disponibilidad por una parte, y bienestar por otra, es cierta sólo dentro de determinados límites. Está comprobado que la gente que ha llegado a disponer de cierta cantidad de recursos económicos no se siente menos feliz que otra que la supera notablemente en ingreso. O dicho de otro modo, a partir de cierto punto la posibilidad de consumir más no añade satisfacción.
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Y como consecuencia de la difusión creciente de esa relación engañosa, se ha ido consolidando y extendiendo una organización del sistema económico que nos acerca gradual e inexorablemente al agotamiento de los recursos no renovables y, lo que probablemente es aún más grave, a la más suicida degradación ambiental. Obviamente no se trata de llegar a la ingenua conclusión del cuento aquél que nos decía que “el hombre feliz no lleva camisa”. Sobre todo porque hay una enorme disparidad en la cantidad de camisas que lleva cada hombre, con valores que van de cero a un número enorme de vestidos innecesarios.
La organización económica resultante de la expansión capitalista acaecida desde mediados del siglo XIX y que se ha extendido aún más en los últimos treinta años, ha desarrollado crecientes habilidades de seducción de los humanos, que nos han llevado a un estado de “deseo” más o menos continuo y siempre insatisfecho en alguna medida.
Más consumo significa, inexorablemente, más gasto de energía proveniente de recursos renovables y no renovables, más desperdicios. ¿Se puede continuar indefinidamente en esa espiral sin llegar a un punto de no retorno? ¿Es razonablemente justa la distribución del consumo entre las distintas sociedades, poblaciones y grupos humanos, hoy en día? Si es necesario producir para que se consuma y para que haya más empleo, ¿es necesario que se produzca y consuma todo lo que se puede producir y sea económicamente rentable?, ¿o hay que establecer democráticamente qué y cuántos bienes y servicios deben estar disponibles prioritariamente para ser consumidos?. ¿Cómo compatibilizar el imprescindible aumento del consumo de muy amplios sectores de la población mundial por razones de elemental justicia, con la imprescindible conservación a medio y largo plazo de los recursos y el medio ambiente?
Estos interrogantes tienen respuestas que no son sencillas, pero no es posible que las sociedades más ricas sigan buscando excusas para no formularlas.
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