Opinión · Dominio público
La Iglesia privatiza las iglesias
Profesor Titular de Historia del Derecho en la UAM
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Fernando Martínez Pérez
Profesor Titular de Historia del Derecho en la UAM
La Dirección General del Patrimonio, dependiente del Ministerio de Hacienda, en una resolución del pasado 5 de mayo decidió no admitir la denuncia de un particular contra la “usurpación” que suponía la inscripción por la Iglesia de la Mezquita de Córdoba. Ello supone una renuncia del Estado a disputar la titularidad de este monumento nacional a la Iglesia católica. Este caso del que recientemente se han hecho eco varios medios de comunicación, es el más emblemático de una cuestión que data de hace más de una década. En 1998 una modificación en el Reglamento Hipotecario permitió la entrada en el Registro de bienes que, con anterioridad, estaban exceptuados de la inscripción, como era el caso de los templos destinados al culto católico. La Iglesia española desde entonces se ha afanado en inscribir a su nombre varios miles de inmuebles, valiéndose, y aquí radica el problema, de un medio extraordinario previsto en el artículo 206 de la Ley Hipotecaria en su redacción de 1946.
En ese artículo se extendió a los obispos, en nombre de las entidades de la Iglesia Católica, la facultad de expedir certificaciones de dominio de algunos inmuebles. Tales certificaciones son unos documentos que, según la Ley Hipotecaria, expiden los funcionarios públicos incorporados a las entidades públicas para acreditar la titularidad de los inmuebles pertenecientes a estas entidades. La inmatriculación, esto es, el acceso por primera vez al registro de una finca, por medio de estas certificaciones supone un procedimiento excepcional y subsidiario que sólo puede utilizarse si no hay título escrito de dominio. La asimilación del diocesano al funcionario supone la conservación de un privilegio de dudosa constitucionalidad sobre un mecanismo en sí mismo ya extraordinario. Pese a ello, los poderes públicos, sea por dejadez o por convencimiento, no han sometido nunca el precepto al juicio del Tribunal Constitucional.
El debate se ha trasladado del terreno de la constitucionalidad de esta normativa al de los fundamentos históricos del dominio sobre estos inmuebles. Un ejemplo es el buzoneo de 100.000 folletos mediante el que el Cabildo de la Catedral de Córdoba ha tratado el 28 de mayo de informar a los vecinos de la verdadera historia de la Mezquita. La Iglesia viene a decir que a través de la inmatriculación facilitada por la certificación del obispo no se produce expropiación alguna, sino que sólo se hace constar en el Registro lo que “siempre” fue “suyo”. La certificación del dominio de la Iglesia sobre “sus” bienes y su acceso al Registro no haría otra cosa que adecuar la realidad jurídica a la realidad registral, afirmándose que dicho privilegio no data de una reforma franquista —para quizás dotarlo de alguna legitimidad—, sino que ya se encontraba en los orígenes del establecimiento del sistema de publicidad inmobiliaria en España. Concretamente de un decreto de 1863, que trataba de fomentar el acceso de los bienes inmuebles al Registro en un contexto en el que los interesados, o eran remisos a la inscripción, o carecían de los títulos que le habilitaban para ello, indicándose que se permitió también a la Iglesia recurrir a esta fórmula extraordinaria —la certificación de dominio— porque compartía con el Estado la circunstancia de ser titular de un inmenso patrimonio. Si la Iglesia hubiera tenido que recurrir a un procedimiento judicial para acreditar cada uno de sus bienes, la puesta en marcha del sistema de publicidad inmobiliaria se habría eternizado. En pocas palabras, no serían razones de confesionalidad del Estado, sino de orden práctico las que llevaron a extender a los obispos la posibilidad de certificar la titularidad sobre sus bienes.
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Antes de 1998, desde la perspectiva de la Iglesia había motivos para reclamar contra el trato discriminatorio, respecto de otras confesiones, que suponía el hecho de que no se le permitiese la inmatriculación, por medio alguno, de unos bienes que consideraba suyos, como los destinados al culto. A través de la certificación de dominio el diocesano no haría más que formalizar en un “instrumento público” una situación “de hecho”. La presunción de dominio se basaría, entre otras, en razones históricas como la que ha manejado la Iglesia, y que la Administración, en esa resolución de la Dirección General de Patrimonio, haciendo suyo el informe de la Abogacía del Estado de 11 de abril, ha considerado de recibo para probar el dominio de la Mezquita de Córdoba: la decisión de Fernando III, el Santo, en 1236, para que dicha Mezquita se consagrase como Catedral.
Pero, la interpretación histórica sobre la que la Iglesia sostiene sus pretensiones para la inmatriculación puede ser contestada con otros motivos. Primero, no parece plausible el argumento que habla de la excepcional situación de Estado e Iglesia como titulares de grandes patrimonios como fundamento del privilegio contenido en el art. 206 de la Ley Hipotecaria, argumento que da por supuesto algo que forma parte del mismo problema: que la Iglesia fuera titular de ese patrimonio. Aun dando por bueno ese argumento consistente en las dificultades de una masiva inmatriculación de los bienes de la Iglesia, hoy dejaría de ser de recibo. Segundo, sí que existe una diferencia sustancial entre la normativa de 1863 y la de 1946, consistente en que en 1863 podía aceptarse el extraordinario mecanismo de la certificación porque a su través sólo se acreditaba la “posesión” del inmueble, y así accedía al Registro. Tras la reforma de la Ley Hipotecaria de 1946 esas certificaciones sólo podían ser de dominio, porque desde entonces se estableció con carácter general que la “posesión” dejara de acceder al Registro. Las inscripciones derivadas de unas y otras certificaciones podrían ser desvirtuadas judicialmente por quien sostuviera un mejor derecho, pero normalmente, es mayor la exigencia para atacar la presunción de dominio que la de la posesión sobre un bien.
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Los partidarios de la constitucionalidad del privilegio aducen que, en todo caso, esta diferencia sería en la práctica irrelevante o accesoria, pues aunque sólo acreditase la posesión, y no el dominio, dicha posesión o, para entendernos, esa situación de hecho, acompañada de otros requisitos (hacerlo como dueño, de forma pacífica, ininterrumpida, durante 30 años) serviría para adquirir el dominio. En este terreno, convendría examinar si en gran parte de las solicitudes de inmatriculación que la Iglesia ha promovido desde 1998 se dan estos requisitos. La cuestión fundamental sería: la Iglesia en algunos casos no tiene otro título que la posesión de los templos, pero, en estos casos, ¿lo hace como dueña?
En 1860 los templos destinados al culto católico quedaron fuera de la desamortización. Pero, como sucediera con los bienes de dominio público o los destinados a un uso o utilidad pública, los templos no eran en 1915 ni en 1947 bienes susceptibles de acceso al Registro. La Iglesia podía creer que la constante excepción se basaba en que los templos destinados al culto eran bienes fuera del comercio de los hombres, cosas sagradas por un derecho canónico que, en los regímenes confesionales, se consideraba que integraba el ordenamiento jurídico. Ése fue el argumento sostenido por la Iglesia Católica para recurrir en casación la nulidad de la inscripción que un particular había hecho de una capilla. Pero el Tribunal Supremo en sentencia de 28 de diciembre de 1959 lo rechazó con el fundamento de que el destino del culto de un inmueble no determinaba su titularidad.
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La verdadera razón para la excepción a la inscripción de los templos se fundaba en que esos inmuebles estaban afectos a una suerte de servicio público, el culto, gestionado por la Iglesia. Pero la gestión de ese servicio no determina la titularidad sobre los inmuebles. La Iglesia, en modo alguno, puede considerar que, sólo por el hecho de que un inmueble se haya destinado al culto, su posesión lo sea como “dueña”. En los reglamentos hipotecarios de 1915 y 1947 también se establecía que si estos bienes de dominio público, destinados a un uso o utilidad pública, o templos destinados al culto “cambiara de destino adquiriendo el carácter de propiedad privada” se llevaría a cabo la inscripción con arreglo a esas disposiciones reglamentarias.
Pero en 1982 la Dirección general de Registros y en 2003 la Audiencia Provincial de Navarra dictaron sendas resoluciones en sentido opuesto al seguido por el Tribunal Supremo en 1959 sobre la relevancia del culto para probar la pertenencia de un inmueble. En la primera se decía que la notoriedad de su carácter católico y su uso general o común hacían innecesaria la inscripción. La sentencia de la Audiencia señalaba que la notoriedad de su destino, como templo destinado al culto católico, permite afirmar su pertenencia a la Iglesia sin necesidad de inscripción registral. La Abogacía del Estado, y la Dirección General de Patrimonio, en 2014, han preferido seguir esta doctrina a la del Tribunal Supremo.
El mismo día que la Abogacía del Estado evacuaba su informe en el caso de la Mezquita, el Consejo de Ministros aprobaba un anteproyecto de ley que elimina el privilegio contenido en el art. 206 de la Ley Hipotecaria, igualando a la Iglesia con el resto de particulares en la forma de lograr la inscripción de los bienes que posee. La combinación de la doctrina contenida en ese informe y de la letra de la futura ley, permitirá a la Iglesia en muchas ocasiones la directa apropiación, como propiedad privada, de unos inmuebles sobre los que históricamente sólo han gestionado algo parecido a un servicio público.
Firman el contenido de este artículo:
Gregorio Tudela, Elena García Guitián, Antonio Arroyo, Esther Gómez Calle, Blanca Mendoza, Borja Suárez, Ignacio Tirado, Mercedes Pérez Manzano, Liborio Hierro y Yolanda Valdeolivas
Profesores de la Facultad de Derecho de la UAM
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