Opinión · Dominio público
El tinglado y el elefante
Filósofo y escritor. Candidato al Senado por Podemos
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Santiago Alba Rico
Filósofo y escritor. Candidato al Senado por Podemos
Hace unos días, en Navaluenga (Ávila), comencé mi intervención electoral contando la historia real del elefante del zoológico de Túnez, separado de la libertad por un foso tan estrecho que incluso el corpachón de un paquidermo hubiese podido franquearlo de un solo paso. Lo conocíamos desde hacía años y siempre lo habíamos visto así. Nuestro elefante intentaba una y otra vez dar el salto: avanzaba impetuoso con las orejas alerta y los ojos de alfiler iluminados, levantaba la pata, tomaba impulso y en el último segundo, ya en el borde, vacilaba, se rendía, retrocedía con las orejas arriadas y la mirada sin vida.
Era un espectáculo muy triste que a mis hijos y a mí, visitantes asiduos, nos helaba el corazón. Ese gesto se había convertido en un tic nervioso, en un reflejo neurótico sin salida; el elefante empezaba la carrera, se excitaba, se ilusionaba y, a un paso de la libertad, se frenaba en seco, reculaba y volvía a empezar, como un juguete mecánico roto y abandonado en el suelo del salón.
Así lo vimos durante años, obsesionado con este salto diminuto e imposible, arriba y abajo sin descanso, hasta que un día, a la vuelta del verano, no lo encontramos ya en su recinto. Había caído dentro de la pequeña grieta, se había roto las dos patas y habían tenido que sacrificarlo. Mi hijos y yo, muy apenados, nos consolamos pensando que quizás había resbalado y tropezado e incluso especulamos con un suicidio liberador. Pero en realidad sabíamos la verdad: la verdad era que el elefante se había decidido demasiado tarde, cuando ya era viejo y sus fuerzas menguantes volvían desproporcionada la sencillísima empresa.
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Ni el origen del universo ni los agujeros de gusano ni la muerte de Kennedy: el misterio más indescifrable es el del paso al acto. ¿Qué distancia media entre el pensamiento y la acción? Media siempre un cuerpo de elefante, pues incluso para las hormigas su cuerpo de hormiga es tan grande y trabajoso como el de un elefante. Media además esa línea imaginaria que llamamos mundo: un tinglado de leyes, autopistas, mercancías, muros y frases que nos quita todas las ganas de saltar. Podemos elegir acomodarnos en nuestro elefante, desde luego, y buscarle un hueco en el tinglado del mundo. O podemos intentar saltar. Pero entonces la cuestión angustiosa es la del momento. ¿Cuándo hay que saltar? ¿No estaré precipitándome? Lo bueno sería haber saltado antes de que se hubiera trazado la línea, pero el tinglado del mundo se anticipa siempre a nuestra existencia y, en ese sentido, no podemos saltar sino demasiado tarde. La política es eso. Consiste precisamente en la necesidad paradójica de determinar el momento justo allí donde siempre, nos guste o no, llegamos demasiado tarde.
Si conté en Navaluenga la historia del elefante es porque la víspera, de paso por Soria, una compañera de Podemos me había narrado su propia historia ejemplar. Visitando en campaña electoral un pueblecito de ocho habitantes —recordaba con emoción— una pareja de ancianos de más de noventa años, como criaturas de cuento de hadas, habían asomado de pronto la cabeza por encima de una valla y les habían dicho jadeantes de alegría: “¿Sois de Podemos? Llevamos esperándoos muchos años”. Y luego habían añadido melancólicos: “Qué lástima que hayáis llegado demasiado tarde”.
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Es verdad —y eso es lo estimulante— que la mayor parte de los candidatos de Podemos son irregulares y anómalos, como lo son la mayor parte de los ciudadanos de este país que uno va conociendo. La normalidad y la regularidad tienen que ver sobre todo con ese tinglado que llamamos mundo y en el que, aparte una clase política envejecida y tramposa, no se reconoce casi nadie. Ahora bien, si la normalidad políticamente inducida es muy minoritaria, la anomalía es tan variada como la flora.
Yo soy también un candidato anómalo. Soy —siempre me presento así— el candidato triste, el candidato agorero, el candidato desesperado. No es que no me deje llevar a veces por la ilusión o la emoción; la ilusión es más contagiosa que el ébola, nunca se sabe dónde tiene su foco inicial y, si cunde exponencialmente y nos arrastra, es porque todos estamos seguros de que ha empezado en otra parte y con fundamento objetivo (cuando en realidad no tiene ni cuerpo ni motivo, tiene raíces aéreas, como algunos árboles, y riega semillas por todas partes). Pero confieso que no voy a votar el 20D con ilusión ni emocionado ni entusiasmado. Voy a votar con mucha esperanza, sí, pero seco, solemne y asustado. Como un elefante. Como dos ancianitos de noventa años. Y no porque crea que es demasiado tarde para votar en el momento justo sino porque, al revés, creo que es el momento justo para votar demasiado tarde. Hoy es ese demasiado tarde en el que aún podemos votar en el momento justo.
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Estoy hablando de ese tinglado que llamamos mundo y que se nos anticipa ya dado; y del cuerpo de elefante con el que tenemos que intentar el salto. Hace cinco años parecíamos a punto de ganar: una América Latina en construcción, las revoluciones árabes, el 15M, todo un reguero de protestas democráticas que anunciaban el fin definitivo de la Guerra Fría y una contraglobalización democratizadora. Después, muy deprisa, como cuando un coche vuelca por exceso de velocidad, se volteó la esperanza. En España venció el PP con mayoría absoluta; la derrota de la primavera árabe reactivó las dictaduras, las intervenciones exteriores y los yihadismos violentos en la región; en América Latina, por errores propios y empujones ajenos, los procesos emancipatorios se estancaron y comenzaron a perder terreno entre las clases populares.
En Europa, la crisis económica y política desprendió la imagen terrible de los refugiados sirios como metáfora del fin de una civilización en cuya podredumbre rampa el neofascismo muy deprisa. En realidad —decía el otro día de un modo provocativo— Podemos es el resultado del fracaso, más que la prolongación, de esta revolución democrática mundial. Pero este fracaso —este concreto modo de fracasar allí donde el fracaso en otras partes lleva al ISIS, a Le Pen, a Macri y Leopoldo López— es en realidad un parapeto contra la revolución negativa que amenaza todas las conquistas de las últimas décadas. No se trata de hacer la revolución socialista sino de impedir la barbarie general. En ese sentido, siempre he descrito Podemos como un frente civilizado al que habrá que ir sumando poco a poco —y contra corriente— otros países del sur de Europa. Ni siquiera ganar las elecciones garantizaría nada, pero sin ganar las elecciones, o sin un bloque parlamentario fuerte, la batalla está perdida antes de librarla.
Un elefante acomodado en el tinglado del mundo es una buena metáfora de la clase media. Como sabemos, en términos económicos la clase media se ha ido estrechando cada vez más bajo el peso de la crisis. Pero en términos imaginarios casi todo el mundo sigue perteneciendo y aferrándose a la clase media. Es esa clase media imaginaria la que quiere hoy saltar en España, la que quiere votar el cambio el 20D. No es la clase trabajadora consciente y organizada, alada y numerosa como una bandada de grullas; es el elefante vacilante y torpón de la clase media el que, indeciso entre la vacuna civilizada y la barbarie organizada, va a determinar el futuro de España dentro de unos días.
Los que, cargados de razón, con el ideario más luminoso del mundo, enraizados en una verdad que nunca debemos talar, apuestan dignamente —radicalmente— por el todo o nada, olvidan que la nada no existe, que la política, mucho más que la naturaleza, aborrece el vacío, y que ese vacío es un lleno cada vez más lleno: estará lleno de nuevos recortes, nuevas privatizaciones, nuevas mordazas, nuevos retrocesos en derechos y, por lo tanto, en conciencia colectiva.
Hay que parar la revolución negativa de nuestros yihadistas neoliberales y luego aprovechar las instituciones para avanzar milimétricamente por encima del foso imaginario, y ello a partir del contraprincipio democrático de las puertas giratorias: puertas giratorias, en efecto, no entre las instituciones y los consejos de administración sino entre las instituciones y la calle. ¿No reivindicaba el 15M la lentitud? ¿No decimos siempre que la batalla es larga? Hay que avanzar, he dicho, “milimétricamente” —porque el sujeto es un elefante en un tinglado horrible—, pero no habrá ni lentitud ni batalla posibles si Podemos y sus aliados del cambio no ocupan el Parlamento con sus candidatos y votantes anómalos. Para avanzar lentamente hay que ganar rápidamente. Por primera vez el voto puede ser realmente útil. Es el momento justo para votar en este demasiado tarde. Pero es demasiado tarde para un voto "justo" o para una abstención honorable. Recordemos la catástrofe del elefante del zoológico de Túnez y cómo, por creer iguales todos los momentos, se quedó sin cuerpo para saltar o, por lo menos, para intentarlo de nuevo.
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