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Opinión · Otras miradas

Los titiriteros y la ficción de la democracia

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Santiago Alba Rico

Filósofo y escritor

Me reprochaba con razón mi amigo Alberto Pradilla mi insistencia en señalar, en un artículo reciente, que la obra La bruja y Don Cristóbal era “probablemente mala”. Tiene razón; no la he visto y podría igualmente decir que era “probablemente buena”. En realidad lo único que quería subrayar es que el encarcelamiento de Alfonso y Raúl es ignominioso —y un atentado a la libertad de todos— con independencia de que ellos sean o no unos grandes artistas y su obra una joya del teatro clásico. No los han metido en la cárcel por la calidad de su obra y cada vez que hablamos de ella olvidamos lo único que importa: que dos titiriteros han sido detenidos y encarcelados por un delito de lesa ficción en un país que se pretende más democrático que Irán, Turquía o China. Al mismo tiempo, viendo el único fragmento que se ha difundido (en el que el típico policía del teatro de marionetas saca un minúsculo y absurdo cartel con un Gora ALKA-ETA, que es como si dijéramos GoraALKAETAKUKLUSKLANBOKOHARAMFUMANCHÚYHITLERSTALINY-TODASLASFUERZASDELMALINCLUIDALAOTANYESPERANZAAGUIRRE, y lo coloca sobre el cuerpo desmayado de otra marioneta para justificar su arresto), viendo ese fragmento, digo, sólo se puede llegar a la conclusión de que la obra era buena, en el sentido de que era verdadera, pues contaba la verdad y hasta la provocaba, tal y como lo demuestra la intervención de la policía y el posterior y esperpéntico auto del juez Moreno.

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La pieza La bruja y don Cristóbal, vástago del muy antiguo, feroz y popular linaje del teatro de marionetas, cuya cachiporra contra el orden establecido ha hecho siempre las delicias de los niños (incluso durante el franquismo ocurría que la policía aporreaba en las calles pero era aporreada en los teatrillos de El Retiro) es también heredera de mis guiones de la bruja Avería, satíricamente brutales y no siempre buenos, y tengo como la sensación de estar en la cárcel o de haberme salvado por los pelos; y también la de que, sin idealizar unos tiempos muy duros en los que se estaban fraguando los grilletes de hoy, en los años 80 no se nos hubiera metido en la cárcel por la sencilla razón de que ni la gente ni los sindicatos ni los partidos ni los artistas ni los intelectuales ni, sobre todo, los periodistas lo hubieran tolerado.

Curiosamente muchos de ellos están vivos y en ejercicio y hoy no sólo lo toleran sino que contribuyen a naturalizar como normal, legítima y democrática (huelguistas y titiriteros en la cárcel) la iranización y saudización de España. El problema no estriba en que muchos de esos intelectuales, políticos y periodistas, antes de izquierdas, se hayan vuelto liberales; es que han dejado de ser liberales. Pensemos, por ejemplo, en Savater, cuyo enorme talento y juvenil beligerancia democrática y anarquista (era ácrata, sí, como Alfonso y Raúl) lo destinaban a convertirse en maestro de las nuevas generaciones y que ha acabado hoy, polvoriento y sectario, justificando el encarcelamiento de los titiriteros so pretexto de que, llegado el caso —tan malos somos— nosotros (es decir, Podemos y confluencias) habríamos hecho lo mismo o peor si alguien hubiera representado en escena el ahorcamiento de un okupa. Cuando la historia le concedía la oportunidad de propinarnos una elegante lección de liberalismo democrático y adelantarse a algo que no ha ocurrido (nuestras purgas y gulags) defendiendo sus principios por encima de sus ideas políticas y su gusto literario (lo que está implícito en la raíz misma de la defensa de la “libertad de expresión”) Savater prefiere convertir la justicia en un instrumento de venganza preventiva, contra un eventual caso futuro, y resignarse a —o celebrar— un acto presente de guerra profiláctica contra los soviets venideros. Este es el mensaje a las fuerzas del cambio: nosotros somos tan fuertes, tenemos tanto poder, determinamos de tal modo la realidad, que no sólo podemos meteros en la cárcel sino que podemos llamar a eso “democracia”. Es una guerra.

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El poder es el poder de nombrar las cosas. Llamemos dictadura a Venezuela y democracia a España; y “transición” o “reforma” a Arabia Saudí. No exagero. No creo que haya ocurrido en España nada más grave en los últimos treinta años que el encarcelamiento de los titiriteros Alfonso y Raúl; es, desde luego, el resultado de muchas tropelías legales y judiciales anteriores y de nuestra pereza frente a ellas (pensemos en el País Vasco y desde luego en Otegi), pero es también un acto de guerra contra la amenaza que representa la irrupción de Podemos y las otras fuerzas de cambio. Ni un juez se hubiera atrevido a meter en la cárcel a un titiritero, ni un intelectual o un periodista a justificarlo, si lo que Manolo Monereo llama “la trama” —un verdadero “partido orgánico” que integra a la casta económica y política y una amplia gama de “intelectuales orgánicos” muy conscientes de su papel— no hubiera decidido que la amenaza es tan grave que hay que dar un paso más, aún a riesgo de erosionar el pacto de convivencia y nuestros ya descascarillados pilares democráticos, y convertir el golpecito o putsch homeopático en la normalidad cotidiana.

Resulta estremecedor -botón de muestra- abrir El Mundo y encontrar en la portada de su edición digital del día 10 de febrero, dos noticias superpuestas y como citándose y contagiándose mutuamente. La primera es una entrevista a Rita Maestre, portavoz del ayuntamiento de Madrid, muy larga y agresiva, en la que dos periodistas implacables la acribillan a preguntas sobre su inminente juicio por “asalto” a la capilla de la Complutense y sobre los errores de la política cultural municipal, sin mencionar -tampoco lo hace la entrevistada- el encarcelamiento de los titiriteros. La segunda, justo debajo, lleva como titular “Así es el manual Contra la Democracia requisado a los titiriteros en Madrid”, lo que sugiere que en realidad no se trataba de una compañía de teatro sino de una organización clandestina empeñada en subvertir el orden vigente. El contenido de la noticia tiene un efecto paradójico: por un lado demuestra que Alfonso y Raúl son unos chicos muy majos que creen en el amor, los cuidados y la autogestión frente al capitalismo y su imposible democracia selectiva (ideas legales compartidas por partidos legales); por otro lado, induce, en efecto, la ilusión de que estas ideas no son legales, son subversivas o peligrosas, de tal manera que a uno le parece estar leyendo una noticia del Diario Ya o de Pueblo o del ABC en... 1963. Esta es la tónica de estos días en buena parte de los periódicos hegemónicos, tertulias televisivas e intervenciones políticas. Es la guerra.

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Como bien escribe Olga Rodríguez, la responsabilidad de los periodistas es enorme. Que hay excepciones lo prueba el caso de la propia Olga Rodríguez, pero la mayoría de ellos, en los medios hegemónicos, están utilizando la libertad de expresión de sus patrones (que coincide a veces con la suya propia ) contra el derecho a la información de los ciudadanos y al servicio partidista y sectario de una política de guerra. Lo he dicho muchas veces. Si los medios de comunicación de nuestro país hubieran sido responsables, rigurosos y pedagógicos (¡periodistas!) y se hubieran tomado en serio su condición de “cuarto poder”, no se habría cambiado el artículo 135 de la Constitución ni se habría promulgado la llamada “ley mordaza” ni habrían sido posibles las leyes migratorias o la ley de ilegalización de partidos ni habría habido desahucios ni se habrían cerrado periódicos y radios en el País Vasco ni habría probablemente ninguna “cuestión vasca” y ninguna “cuestión catalana”; si los periodistas de nuestro país se hubieran mostrado la mitad de beligerantes e implacables con los políticos y partidos de la corrupción, las privatizaciones y el desmantelamiento del Estado del Bienestar, si hubieran demostrado contra ellos la cuarta parte —¡la décima parte!— de la agresividad que emplean contra Podemos y las fuerzas del cambio, hoy no harían falta ni Podemos ni las fuerzas del cambio. Su opción, ahora que su existencia se ha hecho necesaria, es abortarla por cualquier medio, con todos su medios, aunque con ello destruyan también la democracia y el propio periodismo. Los españoles somos en buena parte obra suya y, si muchos españoles creen miesntras escribo estas líneas que los titiriteros eran “terroristas” y Ahora Madrid un nido de proetarras (qué vergüenza), es culpa suya. Al contrario que Savater, jamás metería un periodista en la cárcel ni justificaría su prisión; pero es evidente que -parafraseando un título de Ferlosio- mientras el periodismo no cambie nada ha cambiado y nada podrá cambiar en nuestro país.

Llevo años viviendo en el extranjero y por primera vez deseaba volver. Me había parecido descubrir de pronto en España mucha más dignidad, inteligencia y coraje democrático de lo que suponía. Pero me lo voy a pensar. He descubierto también mucho más guerracivilismo, fanatismo y extremismo político. El sistema es extremista y, en efecto, anti-sistema. Y casi —desde Túnez, donde hay hoy más democracia que en España, lo que es ya mucho decir— casi invitaría a mis amigos y compañeros diputados, concejales y activistas a tener preparadas las maletas, por si el putsh homeopático de los medios y la clase política no basta para frenar el cambio. El poder, sí, es el poder de poner y cambiar los nombres y, cuando se tiene ese poder, es que se tienen todos los poderes. Cuando se tienen todos los poderes y un proyecto ideológico-económico incompatible con la democracia, todos los ciudadanos estamos en peligro. El titiritero es la primera víctima y una amenaza mafiosa: o dejáis las cosas como están, con algún superficial maquillaje, y siguen gobernando los corruptos, los neoliberales, los bancos alemanes y el Ibex35, o apartaremos también a un lado -junto a los derechos laborales y sociales- las conquistas democráticas de la primera transición y volveremos al franquismo (aunque lo llamemos Democracia o Edén de la Piruleta). ¿Lo hemos comprendido? Esta es nuestra alternativa: o títeres o presos. Vamos a necesitar mucha inteligencia y mucho valor, mucho apoyo y muy transversal, para encontrar la tercera vía, que es la primera: democracia de verdad, aunque la llamemos democracia.

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