Opinión · Dominio público
Prófugos, del Brennero a Canfranc
Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC) y autor de ‘Trienio de mudanzas’
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Luis Moreno
Profesor de Investigación del Instituto de Políticas y Bienes Públicos (CSIC) y autor de ‘Trienio de mudanzas’
Es el prófugo un huido que anda esquivando a la justicia o cualquier otra autoridad legítima. Hoy en la Unión Europea se cuentan por millares los refugiados que se encuentran en tal situación. Se trata de personas que han abandonado sus países de origen o residencia debido a fundados temores de ser perseguidas por motivos de raza, religión, u opiniones políticas, pongamos por caso. Tras periplos más o menos tortuosos han llegado al Viejo Continente y, después de haber solicitado el estatus de refugiado, algunos ‘desaparecen’ ante las deficiencias en los procesos de concesión del derecho de asilo, o las asistenciales en aquellos países de la UE donde primero han llegado. La reciente situación de emergencia en Grecia es un triste exponente del caos generado por la aplicación del ineficaz Convenio de Dublín para tramitar la acogida y reparto de refugiados entre los estados miembros de la UE.
El puntual acuerdo con Turquía, mediante el cual este país se ha convertido en tapón de la entrada de refugiados e inmigrantes procedentes principalmente de Siria, a cambio de fondos comunitarios, es una solución contingente y cortoplacista. La república euroasiática está desbordada y no posee la capacidad para atender a los refugiados y prepararles para su eventual integración en los países de la UE o, en su caso, para articular su regreso a sus países de origen. La cantidad de 6.000 millones de euros, aprobada como transferencia comunitaria a las autoridades turcas, quizá suponga una barrera de contención para los flujos humanos a través de los Balcanes de quienes pretenden instalarse en Alemania y los países nórdicos en busca de trabajo o amparo de sus generosos estados del bienestar. Pero las personas que persiguen unas condiciones de vida dignas representadas emblemáticamente por el propio Modelo Social Europeo seguirán intentando, a buen seguro, otras rutas de acceso al Viejo Continente. Ahora es Italia el país que ocupa la atención en las mutantes rutas de la migración internacional en Europa.
De especial relevancia por sus implicaciones políticas es la decisión de las autoridades austríacas de frenar la llegada de refugiados desde el país transalpino en el paso del Brennero. Se especula incluso con el establecimiento de vallas o de un ‘muro’, como los ya existentes en otros puntos fronterizos como es el caso de Melilla. Su construcción trataría de imposibilitar el paso de indocumentados o prófugos procedentes de Italia a los países centrales europeos. El episodio ha hecho saltar todas las alarmas, por cuanto no sólo supondría la cancelación de facto del Acuerdo de Schengen, uno de los hitos institucionales de la Unión Europea. Daría carta de naturaleza a la capacidad de veto nacional a las soluciones mancomunadas continentales previamente acordadas. Para evitarlo sería muy conveniente una propuesta alternativa de defensa y seguridad que englobase a toda la UE, y que facilitase la intensificación de los intercambios judiciales (Eurojust), policiales (Europol) y de información, además de implementar una política de fronteras común de control y acogida respetuosa con nuestros principios civilizatorios europeos.
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En España el asunto de los refugiados goza de una actualidad muy atemperada por otros asuntos de una rancio ombliguismo político, como es el asunto del gatillazo electoral (¿a reiterarse?). Pareciera que a nosotros el asunto migrante no nos afectase tanto, aunque no deberíamos olvidar que somos, al igual que Italia, país de acceso desde las costas africanas. Ilusoriamente podría pensarse que nuestros pasos fronterizos con Francia, incluido el olvidado de Canfranc, cuyo tráfico ferroviario quedó interrumpido en 1970, son impermeables a los flujos de prófugos. ¿No deberíamos prepararnos para hacer nosotros aquí, con los dineros comunitarios, las labores de acogida e integración de quienes tarde o temprano arribarán a nuestras costas? Siendo el tercer país del mundo en número de turistas, nuestro ‘saber hacer’ en la gestión de visitantes debería ser un activo aprovechable. Nuestra contribución para hacer entender a los refugiados que también tienen obligaciones que cumplir respecto a sus eventuales países de asilo, aportaría un valor añadido a la solución mancomunada europea. Todo ello redundaría en la aceptación por parte de los ciudadanos europeos de-una política que mejoraría su vida cotidiana y legitimaría a la propia Unión Europea.
En una perspectiva de mayor calado social, los últimos acontecimiento no sólo corroboran el auge del nacionalismo estatalista, y su prevalencia en los procesos de toma decisionales de la UE, sino el retorno del totalitarismo nazista originado en el período de entreguerras. Con él, vuelven los fantasmas de la destrucción y la propia desaparición de la civilización europea. En línea con lo apuntado en 1918 por Osvaldo Spengler en su obra, ‘La decadencia de occidente’, la modernidad europea se saldaría con su muerte segura. Spengler auguraba que la cultura occidental se hallaba en la última etapa de las cuatro que había teorizado sobre las culturas como ciclos vitales: juventud, crecimiento, florecimiento y decadencia. Aseveraba que la democracia era un interludio entre monarquía absoluta y nuevo imperio, al modo este último a como lo visionó el fascismo mussoliniano. ¿Nos aguarda, por tanto, la suspensión definitiva del universalismo democrático, nuestro valor europeo más definitorio?
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Puede que haya un resquicio de esperanza en línea con lo también expuesto por otro filósofo de la historia, como Arnold J. Toynbee. En su ‘Estudio de la Historia’, Toynbee también incidió en la teoría cíclica sobre el desarrollo de las civilizaciones. Pero puntualizó que una civilización como la europea sólo decaería irremisiblemente como consecuencia de su incapacidad para enfrentarse a los retos que confrontaría en el futuro. Los retos se han transmutado en urgencias con la irrupción de la crisis de los refugiados. Respecto a los más amplio efectos de la inmigración en el Viejo Continente, no olvidemos que la cifra ya considerada como insoportable por xenófobos e intolerantes europeos (alrededor de 1 millón el año pasado), palidece al contrastarla con cálculos recientes que estiman en 30 millones los migrantes preparados para emigrar a Europa desde países en guerra o en muy malas situaciones económicas: ¿debemos esperar un nuevo rapto de Europa por los dioses omnipotentes?
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