Opinión · Otras miradas
Derecho a migrar y centros de internamiento
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Roberto Uriarte Torrealday
Profesor de Derecho Constitucional de la UPV
El bien más preciado que posee un ser humano, junto a la vida, es la libertad y por eso son, precisamente, la vida y la libertad los derechos más fundamentales en un país civilizado. En un país civilizado, una persona solo debería ser condenada a la privación de libertad cuando así lo exigiera la garantía de los derechos de los demás o de los de la propia persona. En un país civilizado, nadie debería ser privado de su libertad sin un procedimiento jurisdiccional que ofreciera todas las garantías.
Por desgracia, Europa está empeñada en recorrer el camino de la civilización en marcha atrás. A lo largo y ancho de Europa se abren mas y mas centros de internamiento de extranjeros. Solo en España hay ya ocho.
¿Qué es un centro de internamiento de extranjeros? Pues ese nombre es simplemente un eufemismo para denominar a las cárceles creadas para los extranjeros irregulares. Cárceles a las que se envía a personas que no han cometido ningún delito, ni han sido juzgadas. De hecho ni siquiera hace falta el menor indicio de delito para privarlas de libertad durante meses. Las garantías de los internados en estos centros son, de hecho, menores que en la cárcel. Por eso sería mejor, quizá, hablar de campos de concentración.
¿Por qué se ingresa a alguien en un centro de internamiento? Pues exactamente por haber ejercido un derecho fundamental de todo ser humano, un derecho reconocido por la comunidad internacional. El artículo 13.2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU establece que “toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”.
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Como la comunidad internacional no ha creado la forma de hacer efectivo este derecho y como cada Estados se reserva el derecho a admitir solo a quien quiera (excepto determinadas obligaciones que asumen respecto de los refugiados legalmente reconocidos como tales), al final resulta que cualquier Estado puede impedir a una persona extranjera el ejercicio del derecho que entre todos los Estados del mundo le han reconocido conjuntamente a esa misma persona.
En resumen, al extranjero que quiere ejercer el derecho a abandonar su país no le queda muchas veces más remedio que hacerlo sin haber obtenido la autorización del Estado receptor. Así, llega al país ejerciendo su derecho fundamental, pero sin cumplimentar un requisito administrativo.
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Pues bien, a día de hoy, una mera infracción administrativa, habilita a las autoridades del país a privar de su derecho fundamental a la libertad a una persona que no ha cometido más delito que ejercer un derecho.
No entro aquí a analizar si la libre circulación de personas debería ser un derecho a ejercer a lo largo y ancho del mundo, siempre que fuera en son de paz, como proclamaban Francisco de Vitoria y los demás padres del derecho internacional y como defendíamos los europeos cuando negábamos a los demás el derecho a rechazar nuestra presencia en sus países. Tampoco voy a evaluar las eventuales condiciones de legitimidad de los muros fronterizos y de la devolución al país de origen. Son cuestiones complejas y discutibles. De lo que se trata aquí es de algo mucho más simple, de algo que no debería necesitar ser reivindicado: que a un ser humano no se le puede mantener privado de libertad, encerrado, durante meses, sin haber causado ningún mal a nadie, por el mero hecho de que unas autoridades administrativas no han querido darle una autorización para poder ejercer un derecho que tenía reconocido.
Incluso si el derecho a abandonar un país no estuviera reconocido, la historia de la civilización ha admitido desde antiguo la idea de la “fuerza mayor” para justificar el incumplimiento de algunas normas. No se le puede obligar a una persona a permanecer en un país en el que esa persona considera que no puede desarrollarse como ser humano. Pero es que ni siquiera es este el caso: el derecho a abandonar el país está explícitamente reconocido por la comunidad de naciones. Y si se le reconoce el derecho, se le debe articular la forma de poderlo ejercer. Y si no se hace y se le fuerza a la persona a hechos consumados para hacerlo valer, no es de recibo sancionarla con la privación de su libertad.
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Los CIE son los campos de concentración del siglo XXI. Probablemente la mayor de las ignominias contemporáneas del Estado de derecho.
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