Opinión · Dominio público
Un progreso al servicio de la desigualdad
Doctora en Ciencias Políticas y Sociología. MBA en gestión cultural. Editora y ensayista. Acaba de estrenar ‘Emilia’ en el Teatro del Barrio
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Noelia Adánez
Doctora en Ciencias Políticas y Sociología. MBA en gestión cultural. Editora y ensayista. Acaba de estrenar 'Emilia' en el Teatro del Barrio
En los últimos meses se ha hablado de violencia contra las mujeres fuera del ámbito doméstico con cierta recurrencia. La violación en grupo en San Fermines o el comportamiento sexualmente agresivo de algunos jugadores de fútbol —por poner dos ejemplos particularmente sonados— han vuelto a colocar el foco sobre los cuerpos de las mujeres y las “percepciones” que de los mismos tienen algunos miembros de nuestra sociedad. Tales “percepciones” presentan, como no podría ser de otro modo, un contenido cultural. Las violaciones en grupo o el abuso físico de ciertos atletas de élite sobre las mujeres se sostienen sobre una cultura de la violación que disculpa o resta importancia al carácter reprobable de estas formas de violencia. Esa cultura proporciona un contexto exculpatorio a la violencia física y sexual. Hace que se pueda explicar, argumentar y lo que es más importante, justificar, al permitir desplazar la responsabilidad de lo ocurrido —que correspondería a los perpetradores/victimarios— al contexto; y del contexto a las mujeres.
Verbigracia: “En las fiestas populares se bebe mucho alcohol, también lo hacen las mujeres, generándose un clima de descontrol del que hombres y mujeres participan”; “las que denuncian a los futbolistas son putas, por tanto han de asumir que ellas mismas se exponen de manera 'voluntaria' a este tipo de situaciones”.
Este modo de relatar el papel de las mujeres en las agresiones de que son víctimas presupone su voluntad, su deseo y su libertad para interpretarlos en un sentido muy concreto, en un único sentido: ellas lo querían, lo buscaban y punto. Pero, de ser esto cierto, ¿no debería la sociedad preguntarse cómo es posible que algunos de sus miembros, mujeres, busquen ser abusadas, violentadas, agredidas? Desde algunos sectores —incluso desde algunos de los que se reivindican feministas— se responde que cada individuo es libre de procurar placer, dolor o independencia del modo en que considere oportuno. (Este debate adquiere todo el sentido cuando, por ejemplo, se habla de prostitución). A lo que cabría replicar: ¿no parece mucha casualidad que sean siempre las mujeres las que se sienten inclinadas y libres de provocar una agresión, un abuso o una violencia contra ellas mismas en el terreno de lo sexual? Dicho de otro modo, en el terreno de lo sexual, ¿las mujeres pueden ser seriamente asimiladas a “individuos”? Las mujeres son abusadas en tanto que mujeres; son víctimas por mujeres; resulta terriblemente incongruente culparlas como individuos.
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Me gustaría mucho preguntarle a un violador qué cree que está violando, una mujer o un individuo; una mujer o una niña, una niña o un individuo. Me gustaría preguntárselo, aunque conozco sobradamente la respuesta.
Cabe trazar la genealogía de la cultura de la violación, sus anclajes sociales y antropológicos, sus instituciones de referencia y desarrollos en el tiempo. Se hace; quizá no tanto como sería deseable, pero se hace. Ahora bien ¿contribuye el desenmascaramiento cultural de la desigualdad de género y sus violencias vicarias —por ejemplo la cultura de la violación— a desmantelar la desigualdad entre hombres y mujeres? Algo, pero desde luego no lo suficiente. Las desigualdades de género son denunciadas con escasa fortuna. Aceptémoslo, a pesar de gozar de tan mala prensa, la discriminación contra la mujer sigue estando por todas partes. Agresiones físicas y sexuales son la punta de un iceberg conformado de muchas otras adherencias, manifestaciones complejas de una desigualdad exasperantemente irrefutable.
¿Quizá, ¡ay! no estemos apuntando a la línea de flotación del heteropatriarcado capitalista? ¿Tal vez denunciar el sexismo, proponer el empoderamiento de las mujeres, diseñar y ejecutar políticas públicas de género, reivindicar la transversalización del género en la política, feminizarla, no sean suficiente?
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¿Habrá todavía a estas alturas quien piense que cada vez estamos más cerca de la igualdad entre hombres y mujeres si continuamos por este camino, que se transita lento pero seguro? ¿Queda aún alguien dispuesto a defender que esa igualdad será el lógico resultado de una progresión? ¿Del progreso?
El progreso es una ideología que nos dejó la Ilustración y que en los siglos XIX y XX presentó caras luminosas y otras mucho más sombrías. Es en todo caso una ideología con pocas respuestas para las mujeres. Pongo un ejemplo de lo aterradora que puede ser la ideología del progreso cuando se intenta poner al servicio de las mujeres. Después de conocerse la violación en grupo a una chica en San Fermines en las últimas fiestas, un tertuliano restó importancia al episodio practicando una suerte de perversa —por simplista— contextualización histórica y relativización cultural que expresó más o menos así: “Hay que darse cuenta que, en todo caso, en España las mujeres están ahora mejor que hace cincuenta años y desde luego están mejor que en otros lugares del mundo como por ejemplo la India”.
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Por lo que hace a las mujeres, al menos, el progreso es una ideología falsaria que nos desplaza hacia atrás en el tiempo sin ningún ánimo prospectivo sino con el único propósito de justificar el presente y generar inmovilismo a futuro. El mensaje del tertuliano es insultante: no os quejéis y tened paciencia. No hay planteamiento menos político que este y más refractario al cambio. Tampoco lo hay menos tutelar.
El verdadero legado de la Ilustración, por lo que se refiere a las mujeres, fue el pensamiento de género; la racionalización e institucionalización del discurso de la diferencia y su destilado solo en apariencia contradictorio: la promesa de igualdad.
Nuestras sociedades nacen de esa contradicción. Que alguien pueda decir hoy que las mujeres están en términos generales en España mejor ahora que hace cincuenta años es en parte una actualización de esa contradicción. Sin embargo, el pasado no está ahí para que nos comparemos con él (lo que puede resultar hasta cierto punto irrelevante, por ejemplo, a mí no me resuelve los problemas que tengo de conciliación …), está ahí para que le interroguemos desde nuestro presente y logremos de ese modo apalancar un futuro.
Si interrogamos al pasado desde nuestro presente, es decir, si conscientes de la lucha organizada de las mujeres desde al menos el siglo XIX hasta ahora tratamos de hacer balance de resultados, hemos de admitir que no hemos logrado la igualdad entre hombres y mujeres porque no hemos superado el pensamiento de género. Si existe la diferencia de género, si el mundo se divide en hombres y mujeres, bien puede haber quien concluya que entre estas dos categorías de seres humanos hay una diferencia, pues ¿de qué otro modo habrían de distinguirse sino diferenciándose? Y de esa diferencia se ha derivado históricamente una jerarquía, que desde la Ilustración se pretendía subvertir. Estamos sumidas (y sumisas) en esa contradicción. Nuestra situación y la de las mujeres de, pongamos por caso, el periodo de la posguerra, no es comparable; tampoco lo es nuestra situación y la de nuestras contemporáneas en la India.
Nosotras solo podemos compararnos con nosotras mismas, es decir, solo podemos evaluar nuestra situación tomando como referencia nuestras expectativas. Y nuestra situación defrauda nuestras expectativas.
Yo no cambiaría las expectativas …
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