Opinión · Otras miradas
¿Y quién no adoctrina?
Periodista
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Marta Nebot
Periodista
Adoctrinar, según la RAE, es inculcar a alguien determinadas ideas o creencias. Así que repitan conmigo la conjugación completa: yo adoctrino, tú adoctrinas, él adoctrina, nosotros adoctrinamos, etc. Educar es eso, ¿no? y , además, aquí todos somos españoles –de momento– y latinos para siempre, así que la mayoría no sabemos hablar sin ser vehementes y sin pretender convencer al oyente, que casi siempre, en lugar de escuchar, espera su turno. Pero es que, además, si lo pensamos un poco, nos damos cuenta de que el adoctrinamiento no es solo individual es también institucional, global y hasta planetario.
En la era de la propaganda infinita no se salva nadie y algunos, que llevan siglos y siglos siendo los maestros, ni siquiera hoy tratan de ocultarlo. La Iglesia Católica, por ejemplo, sigue imponiendo a sus feligreses la obligación de educar a sus hijos en su fe. De hecho, este punto para ellos es innegociable y adoctrinan a los padres con tiempo, cuando se casan, antes incluso de engendrarlos. Por experiencia, creo que adoctrinar en una fe a edad temprana deja efectos secundarios –por más atea que me declare, confieso estar atada a un cierto agnosticismo melancólico y oportunista que me visita los días malos–. Pero nadie se plantea prohibir a los padres imponer su religión. De hecho, casi todas las religiones hacen lo mismo y las diferentes culturas y tradiciones actúan igual.
Las que consideramos más civilizadas nos adoctrinan para que aceptemos como ciudadanos tolerantes cosas inaceptables como que la mujer, en según que partes, es ciudadana de segunda, de cuarta o incluso, peor que un perro o que las personas –ya sin género– a este lado de la verja tenemos derechos humanos y al otro no o que la propiedad privada es sagrada incluso cuando el reparto de la riqueza es más que una burla a media humanidad. Así que el asunto tiene trampa por los dos lados: el del adoctrinamiento y el de la tolerancia.
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En realidad, todo el mundo adoctrina y a lo mejor que hemos llegado es a respetar que cada uno adoctrine en su tierra como le venga en gana y a que cada padre elija que ideas mete en la cabeza de su prole. Bueno, eso hasta ahora…
De repente, con la crisis catalana, se escucha demasiado a menudo en Madrid que los independentistas están adoctrinados, como si fuera algo extraordinario, como si los del PP o cualquier otro partido no lo estuvieran igualmente.
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Los medios de comunicación, de hecho, en estos tiempos convulsos, se han puesto con todas las manos a la obra adoctrinadora, ya sea con consigna o autoconsignados, por obligación o porque están convencidos de que la gente es muy fácil de manipular y temen que otros les manipulen más y mejor.
Xavier García Albiol, el presidente del PP catalán, me decía el domingo pasado, en la Ceremonia de Entrega de los premios Planeta, que el 155 no significará la convocatoria de elecciones inmediatas. Según sus propias palabras, de hacerlo así “el resultado sería parecido”. El presidente del PP catalán cree necesario que pase un tiempo y que –atentos– se termine con el adoctrinamiento en las escuelas. Es decir, déjennos adoctrinar a nosotros un rato antes de votar. La misma idea que me viene a la cabeza cada vez que en estos días veo banderas en un balcón: nacionalismo contra nacionalismo; quítate tú, que me pongo yo.
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Educar bien – o lo mejor posible– seguramente sea adoctrinar en más de un pensamiento, en la pluralidad y en la no certeza, salvo en la que nos dice que es muy probable que uno mismo se equivoque de vez en cuando y más de lo que cree y en consecuencia, en el respeto a quién en tu opinión se está equivocando.
A cierta edad, cada uno decide quien quiere que le adoctrine y es libre cuando es capaz de cambiarlo a su antojo y lo hace, aunque sea de vez en cuando, por higiene mental y porque sigue buscando quien pueda hacerlo.
Ya andaba reflexionando sobre todo esto cuando esta semana, Toni Cantó defendió en el Congreso una moción de Ciudadanos contra “el adoctrinamiento” nacionalista en las aulas catalanas con la que Ciudadanos pretendía aprobar las denuncias anónimas, las inspecciones de oficio y las responsabilidades disciplinarias de profesores y directores de los centros educativos.
A casi todos los grupos les pareció un disparate. Le acusaron de querer organizar “una policía interna” educativa, a lo que Cantó contraatacó con el “supremacismo” en las escuelas catalanas, que, en opinión de su partido –puesto que nadie ha salido a desmentirle o matizarle– va camino de instalarse también en la Comunidad Valenciana y en Baleares por culpa de los socialistas.
El PNV le llamó “racista y sectario” y el Pdecat, o al menos una de sus miembras – Lourdes Ciuró– directamente le dedicó un corte de mangas.
Toni Cantó atacó incluso a los populares, que se abstuvieron, por pretender “descafeinar” su iniciativa con enmiendas que Ciudadanos no aceptó.
Finalmente, sólo UpyN votó a favor y la policía educativa, de momento, quedó sólo en el imaginario ciudadano.
Así que, volviendo al principio: por favor, que cada uno adoctrine como pueda y en las urnas se dirima quién lo hace mejor.
Mientras la educación y la justicia efectivas no sean los pilares reales democráticos seguiremos jugando a ver quien adoctrina con más éxito. Conviene recordar muy a menudo que el pacto educativo sigue brillando por su ausencia y que los juzgados, sobrecargados como siempre, han tardado siglos en rectificar los abusos nacionalistas denunciados en las escuelas catalanas, condenando a injusticia a las familias afectadas.
La mejora de la educación y de la justicia aquí son tradicionalmente esos pilares democráticos guardados en ermitas alejadas del juego, a las que solo se acude para darse golpes de pecho en tiempos electorales. El asunto es tan elemental que pareciera que no se mejoran por algo. Se dice tanto que la democracia es el sistema menos malo y tan poco que para mantenerlo ya se está tardando en mejorarlo.
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