Opinión · Otras miradas
Es el peso
Periodista y guinista
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Dicen que el tiempo pone a cada persona en su lugar, pero apenas nos damos cuenta de que ese lugar es la vida adulta, la última frontera del autoconocimento, el sitio en donde los sueños son menos importantes que cobrar a fin de mes. Ojalá hubiese conocido a alguna vieja (o a algún viejo) completamente satisfecha por haber vivido la vida que quería. Que confesase orgullosa que no se ha equivocado, que no se arrepintiese de nada de lo que ha hecho y, sobre todo, de lo que ha dejado de hacer. Una persona completamente segura de haber estado siempre en el tiempo y en el lugar adecuados.
La madre de la escritora Vivian Gornick resuelve al final de su libro Apegos Feroces la causa de su constante depresión y de su ignominioso comportamiento: más de treinta años guardando el luto por el difunto marido le habían destrozado el ánimo. Cumplidos los 80 reflexionaba sobre su pasado con la hija a la que tanta atención le cercenó. Quizá se había equivocado, el amor romántico era la única dulzura que una mujer entregada a la vida doméstica se podía permitir. La mortalidad la acercaba a sus errores.
Mi amiga E., que solo tiene dos años más que yo pero un cutis estupendo, me dijo que ella notaba que se hacía mayor porque la cara se le caía. -No se nota en las arrugas Diana, es el peso- me comentó muy seria después de preguntarle qué cremas usaba para evitar esas “marcas de expresión” que a mí ya se me empiezan a tatuar alrededor de la boca y que, al contrario de los optimistas que las relacionan con la risa, yo tiendo a pensar que son el reguero por el que van a desembocar las lágrimas. Me costó mucho entender aquella circunstancia y me imaginé la cara de mi amiga, todo músculos y piel, derritiéndose como una bola de cera que se acerca a una fuente directa de calor. Aunque fui incapaz de ver que la cara de E. estaba caída, su explicación era real.
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Desde que entré en la treintena yo también noto el peso de la gravedad en el rostro, como si una presión ligera, pero constante, estuviese arrastrando mis párpados y mis mejillas al centro de la tierra. Mantener los ojos vivaces y la sonrisa erguida empieza a ser un trabajo y no la consecuencia natural de estar viva. He notado que si paso una temporada triste la cara se me cae más y más. La aflicción se me refleja en el rostro indisimuladamente y no hay cremas ni maquillajes que puedan con ello. No solo es la edad. Es el peso de las responsabilidades, del compromiso, el peso del pasado. Es de lo que hablaba Milan Kundera en la Insoportable Levedad del Ser. La vida pesa. La culpa pesa. Él la llamaba compasión. “No hay nada más pesado que la compasión. Ni siquiera el propio dolor es tan pesado como el dolor sentido con alguien, por alguien, para alguien, multiplicado por la imaginación, prolongado en mil ecos”.
Últimamente observo a muchas personas cargando con peso ajeno, y la mayoría de ellas son mujeres. Mujeres que insisten en resolver batallas que otros nunca llegaron a librar. Mujeres que cometen el gravísimo error femenino de abrirse en canal y vaciar su mochila frente al otro, darle la vuelta al forro, y sacudir las vulnerabilidades hasta llegar al mismo circuito sanguíneo. He aprendido que nadie agradece tu sinceridad si le obligas a ser sincero. Así que he tomado la férrea decisión de liberarlas. “Lo que pase con su vida no es tu culpa por mucho que sepas o dejes de saber”.
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Supongo que, en parte, la gente tiene hijos por eso, para trasladar el peso, como una maleta llena de ropa que ha dejado espacio en los armarios para que entre vida nueva. El peso de los hijos es real. Físico. Se puede controlar. El tiempo y el lugar invertidos en los hijos computan en la escala de valores de la sociedad. Nadie pierde el tiempo con los hijos hasta que ellos mismos son conscientes de su propio peso y emprenden la travesía. Los amores son distintos. A veces conviene lanzar la mochila al aire y echar a correr.
Cuando le dije a mi amiga E. que no era cierto eso de que la cara se le caía me contestó muy seria “yo sé que ocurre, pero tú no puedes notarlo”. Tenía razón. Nadie puede cargar con el peso del otro.
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