Tierra de nadie

Los ganapanes del periodismo

Aunque a menudo nos perdamos el respeto o estemos podridos de ese cinismo inhabilitante contra el que tanto advertía Kapuściński, el periodismo no es un mal oficio –con lo del mejor del mundo García Márquez exageraba bastante-, y, ocasionalmente, puede llegar a ser una actividad imprescindible en democracia. Así las cosas, pese al galopante mileurismo de la profesión y por razones que escapan al entendimiento humano, se nos ha confiado el derecho a la información de los ciudadanos, algo que suena muy pretencioso pero que determinados colegas practican como un noble sacerdocio.

Para facilitar esta ingrata tarea se inventó la cláusula de conciencia contra las empresas -muy poco utilizada por ese vicio nuestro de las tres comidas diarias- y el secreto profesional, que es lo que en estos días se ha pasado por la toga y las puñetas un juez de Baleares al requisar móviles y ordenadores de dos periodistas de Europa Press y del Diario de Mallorca para perseguir una filtración en un asunto de corrupción policial denominado caso Cursach. Sus respectivos medios han anunciado contra el magistrado querellas por prevaricación y por vulnerar ese secreto profesional al que se aludía, y ojalá hubieran podido denunciar el intento de homicidio que supone querer matar al mensajero como es costumbre, una metáfora que lamentablemente se hace a veces muy real.

Se ha dicho reiteradamente que el secreto profesional no es sólo un derecho constitucional sino un deber deontológico del periodista y una garantía para la transmisión de una información veraz. El anonimato de las fuentes y su protección es imprescindible para el ejercicio de la libertad de prensa, y su defensa no exime de responsabilidad. La Justicia puede sancionar o meter en la cárcel al periodista; lo que no puede hacer es husmear en sus instrumentos de trabajo y hacerlo además, no para salvar vidas o auxiliar a los más débiles, sino para proteger el derecho a la intimidad de un presunto delincuente.

William Goodwin era en 1990 un becario de la revista The Engineer. En ese año se disponía a publicar un reportaje sobre los estados contables de Tetra, una empresa de informática que pidió el embargo de la información y quiso obligar al periodista a revelar sus fuentes. Sucesivamente, los jueces y hasta la Cámara de los Lores fallaron a favor de la compañía e impusieron a Goodwin una multa de 5.000 libras por negarse a facilitar el nombre de su informante. El caso acabó en el Tribunal de Estrasburgo, donde se decidió salomónicamente que la empresa tenía un derecho legítimo a salvaguardar sus intereses y el periodista a ocultar a sus confidentes. Esgrimió el Tribunal algo perfectamente aplicable al caso que nos ocupa: dejar al pairo el secreto profesional disuadiría a las fuentes de seguir colaborando con la Prensa y haría perder a ésta su indispensable papel de "perro guardián" de la ciudadanía.

Con decisiones como la del juez Miquel Florit, que contaba además con el beneplácito de la fiscalía, el Watergate habría durado un telediario, la garganta de Mark Felt habría sufrido un súbito ataque de afonía, Woodward y Bernstein habrían acabado en alguna prisión federal y Nixon hubiera seguido tan campante en el despacho oval, por no mencionar que se habría escamoteado a la historia del cine el rodaje de Todos los hombres del presidente, la película que ha llenado de alumnos varias promociones de las facultades de Periodismo.

Como se decía, no es muy normal que las sociedades democráticas hayan depositado la defensa de un derecho tan fundamental sobre las espaldas de ganapanes como nosotros con clara tendencia al alcoholismo. Sería, por tanto de ayuda, que los poderes públicos en general y la Justicia en particular, no tocaran en exceso las narices. Y si no contribuyen a defenderlo, que se abstengan al menos de obstaculizarlo. Es gracia que esperamos alcanzar del recto proceder de vuestras ilustrísimas, cuyas vidas guarde Dios muchos años.

 

Más Noticias