Tierra de nadie

La izquierda irresponsable

La presión para que Podemos acepte el trágala de apoyar la investidura de Pedro Sánchez sin que se satisfaga su pretensión de sentarse en el Consejo de Ministros se ha acrecentado con la publicación de varias encuestas que enseñarían a Pablo Iglesias unas bonitas fotos del abismo en el caso de repetición electoral. Según estos sondeos, el PSOE y el PP serían los principales beneficiarios de que el bloqueo llevara a las urnas, mientras que Podemos seguiría cavando con fuerza en su pozo, Vox perdería en algún caso hasta la mitad de sus votos a costa de la "derechita cobarde" y Ciudadanos mantendría sus resultados y demostraría que, en contra de lo establecido, se puede engañar a muchos a la vez y durante mucho tiempo.

Con tantas vueltas de la burra al trigo es posible que se pierda la perspectiva de la situación actual, que es la misma que se dibujó la noche electoral cuando el presidente en funciones salió a saludar a los suyos y éstos le pidieron a voces que les hiciera el favor de no pactar con Rivera, al que tenían un tanto aborrecido. Quedaba pues un solo camino, que entonces se juzgó bastante lógico, que pasaría por un entendimiento de las fuerzas de izquierda con apoyos y/o abstenciones del resto de integrantes del bloque de la moción de censura.

A partir de aquí se puso en marcha una estrategia para atraer a Podemos similar a la del palo y la zanahoria pero con las hortalizas contadas. Primero se dijo que Sánchez gobernaría solo porque los españoles, al concederle 123 diputados, a 53 de la mayoría absoluta, así lo habían decidido. Después, que la repetición de las elecciones no era descartable. Paralelamente, que se fijaría fecha para la investidura aunque no se contara con los votos para sacarla adelante mientras se reclamaba la abstención de la derecha. Y más tarde, que según parece es donde estamos ahora, que la propuesta definitiva era un gobierno de cooperación, que a diferencia del de coalición, consistiría en suscribir con Podemos un acuerdo de legislatura como socio preferencial en el que los de Iglesias podrían acceder a alguna secretaría de Estado y a varias direcciones generales, que por cargos intermedios no iba a ser.

Sobre las reticencias del PSOE a dar a Podemos entrada en el Gobierno se ha especulado un rato. Se dice, por ejemplo, que no se puede contar como socio con quien no dudaría en criticar una eventual sentencia condenatoria en el juicio del procés. También que la estabilidad sería una quimera por la tendencia protestona de los de Podemos y que así no habría manera de tomar, llegado el caso, "medidas duras y difíciles" –la expresión forma parte del vocabulario habitual de los Ejecutivos cuando pinta en bastos-. Y, finalmente, que dejar que Iglesias en persona se sentara en el Consejo ataría las manos del presidente si tuviera que destituirle porque ello implicaría la ruptura del acuerdo. Lo de pensar en el cese antes que en el nombramiento no deja de tener su aquel.

A la vista de estas prevenciones no hay que tener demasiadas luces para concluir que la única relación que el PSOE y Podemos han logrado cultivar ha sido la de la desconfianza. Los primeros no se fían de los segundos por imprevisibles y creen que serán capaces de torcerles el brazo y hacerles pasar por el aro, ya sea porque no podrían justificar que su voto hiciera decaer la investidura de un presidente de izquierdas o porque el supuesto suicidio de unas nuevas elecciones les hará rendir el fuerte. Muchos ni siquiera ocultan que se sentirían más cómodos abrazando al gallo del campanario de Ciudadanos. Por su parte, los segundos entienden que sin tener presencia en el centro de mando Sánchez haría de su capa un sayo y le pondría ojitos a Rivera para pactar con él medidas económicas que Podemos jamás aceptaría. Ello sin contar con que la entrada en el Gobierno fue el clavo ardiendo al que Iglesias se agarró para justificar unos resultados electorales penosos y para postergar la imprescindible refundación de Podemos.

Todas estas estrategias partidistas olvidan voluntariamente lo que los españoles reclamaron al dar a la izquierda en su conjunto la posibilidad de gobernar el país. Lejos de castigar al PSOE por haber alcanzado el poder gracias a una moción de censura respaldada por el independentismo, se le premió hasta situarle como primera fuerza. Dicho crecimiento no fue atribuible al centrismo sobrevenido de Sánchez sino al voto útil de esa misma izquierda. Sus electores no exigían un cordón sanitario al independentismo, porque para eso ya estaba la derecha con sus batas y sus mascarillas. Justamente, lo que pedían era una manera distinta de abordar el conflicto territorial. Ese fue su mandato.

Al tiempo, se escarmentó a Podemos por sus crisis internas y, quizás, por la soberbia de su líder, pero se le concedieron las llaves –o buena parte de ellas- de un Ejecutivo distinto, centrado en la acción social y capaz de revertir los recortes y las sangrías del período anterior.

No se entendería que los recelos y los egos de estos señores arruinaran la posibilidad de un tiempo nuevo. No se comprendería la irresponsabilidad de hibernar la acción política durante seis meses para conducir al país a unas nuevas elecciones. Ni unos ni otros tendrían perdón de Dios, si es que se le puede dar a la divinidad vela en este entierro.

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