Eres adicto a las migraciones y no lo sabes
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Jana Kluiber (@JanaKluiber)
Me llamo Limu. Soy etíope, de la zona de los altiplanos. Allí vivía, a una altura de más de 1.700 metros, rodeado de naturaleza preciosa. Es una región hermosa, pero llegan pocos turistas porque no es tan fácil viajar a mi país. Aún así, yo estoy de viaje rumbo a Europa.
Primero, fui a Adís Abeba, a esperar a que me recogieran. Después, crucé el Sáhara en un camión. Finalmente, llegué al mar. Fue la primera vez en mi vida que vi el mar.
Ahora estoy en un barco. Está oscuro y hace frío. Estamos cruzando el Mediterráneo. A mi lado, hay muchos más como yo. Estamos apretados en poco espacio.
Después de lo que parecía una eternidad, llegamos a la costa de España. Nos sacan del barco y nos meten en una nave grande con luz fluorescente. Otra vez esperamos a que nos recojan. Parece que nos van a distribuir por todo el país. No tenemos que esperar mucho, al día siguiente ya nos llevan. Dicen que vamos a Madrid. Qué bonito suena ese nombre. “Madrid”.
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Después de unas horas de viaje, parece que llegamos. Nos dejan en una casa que huele muy bien. Otra vez toca esperar. Alguien nos recoge y nos saca del saco de tela. Por fin puedo ver donde estoy: ‘Torrefactora de café’, leo en letras grandes sobre la pared.
Limu es una de las variedades de café que crecen en los altiplanos de Etiopía, apreciadas en todo el mundo por su excelente calidad. Es más, el país es la cuna del café: allí se encuentran los primeros testigos de esta planta y su consumo. Cuenta la leyenda que fue un pastor quien descubrió el efecto energizante que tenían en sus cabras esos pequeños frutos rojos. Luego, se usaron en forma rallada con manteca para despertar las fuerzas de los guerreros.
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Desde Etiopía, el café se llevó al Medio Oriente, donde por primera vez se consumió en forma líquida. Los derviches aprovechaban su efecto estimulante para llegar a niveles de trance más intensos durante sus ceremonias. Así, el café se hizo parte de la cultura árabe y llegó a tener un gran valor simbólico vinculado a la hospitalidad. Su particular forma de preparación, conocida como café oriental, pero también bosnio, turco, georgiano -Nota para viajeros: en función del lugar y el nivel de nacionalismo del interlocutor, puede resultar conveniente adaptar la denominación- llegó hasta Viena con el avance del Imperio Otomano en el siglo XVII.
Pero para el paladar austríaco, la bebida resultaba demasiado amarga. Es por ello que un empresario tuvo la idea de añadir un poco de leche. Así, se creó el Wiener Melange y el café vienés, “abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio y donde, pagando esta pequeña contribución, cualquier cliente puede permanecer sentado durante horas charlando, escribiendo, jugando a cartas; puede recibir ahí el correo y, sobre todo, consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas” 1, como el autor Stefan Zweig retrata la famosa institución austríaca.
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Mientras tanto, alrededor del año 1600, unos mercaderes venecianos llevaron el café a Italia. Primero, esta sustancia considerada como satánica fue prohibida por las autoridades religiosas, pero cuando los monjes descubrieron su maravilloso efecto para quedarse despiertos durante las largas misas y el Papa Clemente VIII probó su sabor delicioso, fue declarado inocuo. ¡Menos mal para Italia! ¿Qué habría sido de esa imagen icónica del hombre italiano disfrutando elegantemente una tacita de espresso?
Finalmente, el grano tostado cruzó el Atlántico a finales del siglo XVII y concluyó su marcha victoriosa llegando a las Américas. Debido a la creciente demanda en Europa, se introdujo el cultivo de café en el ‘Nuevo Mundo’, transformando los países con clima tropical, particularmente Brasil y Colombia, en los mayores productores. Y así pasó que al coronel Aureliano Buendía casi lo asesinaron con un tazón de café -sin azúcar, como lo preferían los miembros de su familia en todo momento- que tenía “una carga de nuez vómica suficiente para matar un caballo“ ².
Así fue como el café dió la vuelta al mundo. Cada lugar al que llegaba encontró una forma propia de prepararlo y consumirlo: en Estados Unidos, tiene que ser grande y con sirope; en Italia, pequeño y fuerte; en Vietnam, de una cafetera phin.
Desgraciadamente, el café no solo acompañó a trotamundos curiosos, sino también a generales y emperadores. Sin duda, su viaje es una historia de expansión territorial y de colonialización que se reflejan en las condiciones injustas de la industria cafetera hasta hoy en día. Pero aparte de eso, es una historia de la inmensa riqueza inherente al contacto de culturas: nuevas influencias llegan, se adaptan, se reinterpretan, y, finalmente, enriquecen el panorama de lo existente.
Hoy en día nadie se pregunta si un producto tan diferente como el café es compatible con la cultura occidental. Simplemente forma parte de ella, en todas sus variantes. Y el café es solo un ejemplo: hay innumerables beneficios que nos llegan de otros países de los que no querríamos prescindir. Solo que nadie las ve como ‘extranjeras’. Con las personas, en cambio, se hace un gran esfuerzo para que las veamos prioritariamente como extranjeras. Si al leer el comienzo de este artículo solo pudiste pensar en un barco con migrantes, tienes la prueba.
Necesitamos recordar que vivimos en un mundo globalizado en el que dependemos en gran medida de otros países, tanto económicamente como para poder hacer frente a los grandes retos -empezando por el cambio climático-. No podemos cerrar las puertas, construir muros y pretender que todo sería mejor si nos encerrásemos. Sabemos muy poco en estos tiempos confusos, pero lo poco que sabemos es que impedir el intercambio con otros países no es una solución. Porque, entonces, ¿qué tomaríamos los lunes por la mañana?
1 Stefan Zweig, El mundo de ayer, Barcelona: Acantilado, 2002, p. 64.
² Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1974, p. 120
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