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Opinión · Otras miradas

Las casas que se abren al dolor

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He vivido muchos duelos a lo largo de mi vida aunque, por suerte, no cargo con muchos muertos en la espalda. Me he despedido de mí en infinidad de ocasiones. Al acabar el colegio, al huir de Ortuella, al hostiarme en Barcelona, al volver a Bilbao. Me despedí de mi tras mi primera regla, con cada amiga que se ha ido, al acabar muchas novelas y con el punto final de muchos textos. Tengo infinidad de cuadernos y diarios que, cuando leo, no me acuerdo de haber escrito. En 2008, por ejemplo, debí estar más enamorada y más rota de lo que soy capaz de recordar hoy. Quizá, para qué engañarnos, los duelos más dolorosos son los que se viven con cada ruptura sexoafectiva. Es como vivir en una tormenta las 24 horas del día. Una tormenta de invierno, además, esas que preceden al frío polar, sin apenas luz en ningún momento, con el suelo congelado y las ramas de los árboles tiritando contigo. El amor, cuando se acaba, siempre hace ruido. Desde los feminismos hemos hablado, hasta la saciedad, de los efectos devastadores del amor y de la necesidad que tenemos la mujeres de aprender a construirnos sin ser amadas. Los textos están escritos y subrayados, pero, muchas, suspendemos todos los exámenes prácticos. Sigamos practicando, pues. Qué remedio.

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El amor es un proceso que siempre se acaba si te priorizas. Sí, he aprendido mucho de cada historia de amor, pero lo que es innegable es que he aprendido muchísimo más de cada ruptura. Las he ido acumulando mientras aprendía a no entenderlas como un fracaso, creyendo que la próxima vez sabré hacerlo un poquito mejor. El feminismo, que ha teorizado infinitamente sobre el amor, siempre nos enfrenta a la vida. Lo dijo Kate Millet: “El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión el de las masas. Mientras nosotras amábamos, los hombres gobernaban. Tal vez no se trate de que el amor en sí sea malo, sino de la manera en que se empleó para engatusar a la mujer y hacerla dependiente, en todos los sentidos. Entre seres libres es otra cosa”. Debe serlo.

Justo estos días estoy preparando un monográfico sobre amor romántico para Pikara Magazine. La idea es que esté a la venta para San Valentín, por aprovechar la efeméride por excelencia del amor en pareja. Quizá alguien quiera añadir un ejemplar al tradicional ramo de flores, pero, sobre todo, lo hemos pensado para todas esas personas que pasarán el día pensando en sus relaciones sexoafectivas sin celebrar nada. Algunas, lo harán sintiendo la nostalgia y el fracaso; otras, agarradas a la culpa; algunas, sentirán alivio. Lo que está claro es que todas echamos la vista atrás en determinados momentos para pensar de qué manera hemos vivido nosotras los amores. Yo, hermanas, regular. Casi siempre regular. Si no estás atenta, el amor todo lo inunda. Y, aunque parezca mentira, no es lo que quería con este texto. Pretendía rescatar aquí, por si a alguien le sirve, algo que suele pasar inadvertido cuando hablamos de amor y de duelos: las redes de afecto que se ponen en marcha para sostenerte tras cada golpe. Hay una tristeza que nace en los pies y que sólo se calma cuando te sientes arropada.

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Hoy quiero contaros cómo me han sostenido a mí últimamente. Es una historia bonita. Lo prometo.

El rugir de la madera de las escaleras acompañaba a mis nervios. Aquel día, mi escasa capacidad para la coordinación estaba especialmente afectada por mí brillante talento para beber cervezas. Borracha y nerviosa, abrir la puerta era una misión inasumible para mí en ese momento. Escuché unos pasos y el pestillo se desplazó provocando algo así como un estruendo.

-Perdona. Espero no haberte despertado.

-No, no, tranquila.

Así llegué una noche de noviembre a casa de una desconocida. Mi amiga V. me cedía su habitación para que buscase algo de paz en plena tormenta de invierno. Ella apenas está en casa y era la solución más sencilla. Su compañera de piso estaba de acuerdo. Toda mi red se ponía en marcha aquella tarde de domingo para sostenerme después del hostión. No conozco ningún golpe que no puedan amortiguar mis amigas, ni problema al que no hayan sabido darle solución. El caso es me disponía a vivir con una desconocida, una tipa arrolladora y maravillosa, a la que sólo había visto un par de veces antes.

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Todo ha sido sorprendentemente fácil desde entonces. Entre conversaciones infinitas sobre las relaciones, diez mil millones de referencias al eneagrama y pescado al horno, los días se suceden en armonía desde que vivo con ella. La generosidad y la sororidad se conjugan a la perfección en ella, que me ha recogido sin apenas conocerme haciendo de la sororidad y de la solidaridad bandera. Es ese el amor quiero rescatar hoy, el que te sostiene y te resguarda de las inclemencias del clima; el que parte de los cuidados, de la compañía, de las verdades, de la no-necesidad, de los pactos y los compromisos que nos damos entre amigas. La amistad puede salvarte de cualquier tormenta. Palabra. Así ha sido, otra vez, en mi caso. No han faltado los abrazos, las risas, los llantos y las conversaciones interminables. Las redes de afectos entre amigas son un lugar maravilloso para imaginar nuevos mundos y para ponerlos en práctica; para cuidar y dejarse cuidar; para llegar a acuerdos, hacer pactos y firmar compromisos que prioricen lo colectivo frente a los deseos individualistas. Eso sí. Hay algo que también he aprendido últimamente: las redes no caen del cielo y te atrapan sin querer, inevitablemente, como sí nos dicen que pasa con el amor de pareja. Las redes se construyen, se eligen, se riegan, poquito a poco. Para poder tener una, tienes que ser tú red de otras. Ni es fácil ni es gratis, pero es maravilloso. Abrazarse y dejarse abrazar.

A todas las mujeres que habéis abierto vuestras casas al dolor de otras, en especial a M.: gracias por poner en práctica todo eso que predicamos.

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