Opinión · Otras miradas
Lo que aprendí del cáncer
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Lo que aprendí del cáncer es que no sabía nada de cáncer.
Y eso, a pesar de que otros familiares murieron por esta enfermedad.
Aprendí que podía hacer preguntas estúpidas como “¿mi madre se va a morir?”, cuando aún no le habían hecho ni el TAC ni sabíamos si había metástasis.
Desde entonces aprendí a hacer menos preguntas, a esperar explicaciones y a leer mucho de la enfermedad.
El cáncer en casa me dio muchas más lecciones.
Como que no se parece en nada al cáncer maquillado que sale en las revistas.
Que me llenaría (y llena) de indignación cuando en la prensa del corazón o algunos personajes usan o magnifican la enfermedad para generar exclusivas o determinadas campañas.
Que los lazos tienen mucho de marketing.
Que ahí estaría (y sigue años después) la incertidumbre de cada mañana.
Que habría una etapa de autonegación y solo había que dejar pasar el tiempo.
Que si al principio la palabra cáncer es como una soga al cuello, luego te haces a ella y convive cada día como una más.
Que llorarías en la cama sin que te escuchen, pero que las lágrimas se secan y te levantas.
Que odiaría cuando se habla de esta enfermedad como “lucha”, creando una culpa añadida a quienes saben que van a morir.
Que se quedarían contigo pocas personas, pero las que se quedan son las que merecen la pena.
Que habrá días en los que te sentirás sola aunque estés acompañada.
Que hay charlas que son como si te dieran oxígeno, aunque no conozcas de nada a esa persona.
Que la sala de espera del hospital de día es como un confesionario donde hablas de todo sin pudor.
Que las revisiones siempre son como una sombra que no se despega.
Que no sabía llevar bien las horas de espera de las operaciones.
Que la sanidad pública es la que está salvando a mi madre, y la que cuidó a mis familiares enfermos hasta que se fueron.
Y que aún así hay cáncer de ricos y de pobres. De los que pueden comprar productos extras para cuidar la piel, la cama articulada que ayuda a limpiar al enfermo cuando no puede ni levantarse, o esa alimentación de productos frescos y sanos que no todo el mundo podía afrontar.
Aprendí que las amas de casa no tienen baja por enfermedad y que incluso se ponen a cocinar con el infusor de quimioterapia porque nadie les quita de la cabeza que “es lo que tengo que hacer”.
Aprendí que existían las recidivas, que ni me lo habían explicado.
Creo (no estoy aún muy segura) que aprendí a tragarme nudos en la garganta, a decir algunas mentiras piadosas, y a sonreír para hacer que no pasaba nada.
A contar los días en el calendario como una victoria.
A mirar la fecha de caducidad de los yogures y pensar qué ocurriría en esa fecha marcada.
Aprendí a poner heparinas, a cuidar heridas, a desinfectar los puntos, a gestionar cientos de trámites administrativos (los pacientes que iban solos no sé cómo aguantaban), a aprender palabras extrañas, a flipar con el cuerpo humano y pensar que es un milagro que funcione cada día, a saber qué hace una cuidadora, a ver vídeos sobre ostomías y bolsas por si acaso, a escuchar testimonios donde agarrarse, a compartir lo más vulnerable, a asistir a jornadas especializadas, a controlar las analíticas y tumorales... Y a darme cuenta de que como cuidadora me había olvidado de mí misma, cuando el psicólogo me preguntó: “¿Cómo está? Y le dije: “Ella está algo floja de ánimo”. Y me respondió: “No hablo de ella, hablo de ti”. Ese día fue un antes y después para mí.
Aprendí que en el cáncer hay fases, que hay quimioterapias que no paran a esas células y que hay etapas experimentales. También hay momentos incluso de dejar de confiar en la ciencia porque ves que es limitada. Momentos en los que te da rabia por los recortes en investigación. Momentos de cuestionar la fe, qué es, por qué le servía a algunos pero no a ti. Momentos de volver a rezar o de cargarte de amuletos como si fuesen a ayudarte, a la vez que te sientes estúpida. Momentos de reirte hasta de tí misma. Momentos de risas nerviosa mientras bailamos juntas por Marc Anthony la noche antes de la operación, al grito de “vivir”.
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Creo que me quedo corta de todo lo que aprendí, pero creo que este sería un buen resumen. Aprendí...
Que soy fuerte.
Que soy más débil.
Que necesitaba apoyo.
Que no siempre podía sola.
Que el cáncer es una mierda.
Que no quería llorar.
Que me tragué muchas lágrimas que creo que aún no han salido.
Que aún hay cosas que no me atrevo ni a escribir.
Que hay duelos que no se hacen.
Que hay que vivir aunque seguro que te irás sin deseos por cumplir.
Que supongo que esto me sirve para cuando yo sea la paciente.
Que el cáncer puede tocarnos a cualquier persona.
Que la vida es breve y se nos escapa.
Qué qué carajo hacemos perdiendo el tiempo en personas y cosas inútiles.
Y que nunca, nunca, nunca se deja de aprender.
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