Opinión · Otras miradas
COVID-19: lavémonos las manos, por favor
Catedrática de Medicina Preventiva, Universidad de Granada, Médico Interno Residente e Investigador Pre-Doc, Departamento de Medicina Preventiva y Salud Pública (Universidad de Granada), Universidad de Granada
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Estos días, dada la alarma generada por el nuevo coronavirus, en los medios e incluso en la calle se puede ver a mucha gente con mascarilla, como si fuera lo fundamental. Pero, ¿cuántas imágenes se han visto de personas lavándose las manos?
Y sin embargo, las manos son el principal medio de transmisión que utilizan los microorganismos. No en vano están calientes, húmedas e impregnadas de sudor y de restos de la descamación de la piel que sirven de nutrientes para los microbios. Lo que las convierte en un auténtico paraíso para virus, bacterias y hongos.
Es importante saberlo porque, aunque en la segunda mitad del siglo XX disminuye la frecuencia y gravedad de las enfermedades infecciosas, aún no está todo resuelto. Tres millones y medio de niños mueren cada año por diarreas, y 2.100 millones de personas aún no tienen acceso a agua potable.
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Además, continuamente aparecen nuevos agentes, el último de ellos el nuevo y sonado coronavirus. Y de una forma mucho más discreta pero potencialmente más peligrosa, las resistencias antibióticas que afectan a multitud de bacterias. La pérdida progresiva de eficacia de los antibióticos pone en riesgo a toda la población. Hoy más que nunca, más vale prevenir.
Peligros invisibles
Con las manos se toca todo, y por eso las manos se contaminan. De hecho, como ya hemos mencionado antes, son el mecanismo de transmisión más importante de los microorganismos capaces de causar infecciones. A diferencia de superficies y objetos, las manos están calientes, húmedas, y contienen restos de sudor y de la descamación de la piel que sirven de nutrientes para los microbios.
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El peligro está en cualquier parte. Las bacterias y virus no se ven, pero nos rodean. Viven con nosotros y son parte de nuestro ecosistema. Algunos son absolutamente necesarios para mantener un equilibrio saludable con el entorno. Otros provocan infecciones que pueden llegar a ser mortales.
Se asume que determinados objetos están “sucios” cuando generan una sensación visual de asco o repulsión. Pero las bacterias y los virus no se ven, y objetos aparentemente limpios pueden estar fuertemente contaminados, como la pantalla del móvil, el teclado del ordenador, los billetes o la manivela del grifo. Por ejemplo, la superficie de un móvil puede tener hasta 30 veces más bacterias que un inodoro.
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Al tocar cualquier superficie dejamos una huella microbiana. La siguiente persona que la toca se contamina por bacterias que pasan a formar parte de su piel, se multiplican y se convierten en un peligro potencial.
En las manos, ni bacterias ni virus suponen un gran problema. Lo único que ocurre es que se convierten en varios cientos o miles con enorme rapidez si no las lavamos. Y luego empiezan a ser problemáticas cuando pasan a los ojos, la boca, a una herida abierta, o contaminan alimentos.
La solución al problema pasa por convertir la higiene de manos en una práctica habitual. Lavarse las manos al levantarse de la cama, antes de comer o cocinar, cuando se llega a casa, cada vez que se utiliza el baño y, por supuesto, cuando estén sucias.
Teóricamente se podría conseguir mediante educación en los colegios, en la sociedad, en la industria alimentaria y en el entorno sanitario. Sin embargo, la educación sanitaria no es suficientemente eficaz, dado que las campañas son puntuales. ¿Recuerda cuándo fue la última vez que oyó hablar de higiene de manos? Con la alarma del coronavirus, ¿cuántas imágenes se han visto de personas lavándose las manos? Muchas menos que de personas con mascarillas, sin duda.
El drama de las infecciones hospitalarias
En España se producen cada año más de cinco millones de ingresos hospitalarios. Aproximadamente el 5% –por encima de 250 000 pacientes– desarrollan una infección relacionada con la asistencia sanitaria. La consecuencia es mayor uso de antibióticos, más pruebas diagnósticas, intervenciones quirúrgicas adicionales, y casi siempre más tiempo en el hospital.
En los hospitales el riesgo de infección es muy elevado porque se agrupa gente enferma, con menos defensas, sobre la que se utilizan muchos antibióticos, que seleccionan las bacterias más resistentes. Si a esto se le añade que se suelen atravesar barreras naturales (heridas quirúrgicas, catéteres intravasculares, sondas y drenajes), tenemos todas las papeletas para enfermar.
Cada par de manos es un peligro potencial. Un peligro muy fácil de controlar, pues un simple lavado de manos o, mejor aún, una fricción con solución alcohólica puede evitar la transmisión de bacterias y virus. La dificultad estriba en la cantidad de veces que hay que repetir ese gesto. Como mínimo dos veces cada vez que se atiende a un paciente, una antes para protegerle a él y otra después para protegerse uno mismo.
Los guantes, enemigo número uno del lavado de manos
Los guantes son parte fundamental de los equipos de protección individual en el entorno asistencial. La función de los guantes es proteger a la persona que los lleva. Esa función solo se cumple si se utilizan los guantes solo cuando son necesarios y su uso se acompaña de una higiene de manos correcta, antes de ponerlos e inmediatamente después de retirarlos.
Porque resulta que los guantes no son totalmente impermeables. Habitualmente se rompen, incluso cuando no se aprecia la ruptura. Además, debajo del guante se crea un microclima perfecto para el crecimiento de microorganismos: más temperatura, mayor humedad y densidad de nutrientes. Su uso disminuye la percepción de la necesidad de lavarse las manos. Pero la realidad es que los guantes no evitan el contagio. Al contrario, si no se hace higiene de manos, la colonización será mucho más abundante.
El gesto que más vidas salva
Mucho antes de que se pudiera imaginar siquiera la existencia de bacterias, Semmelweis, un médico húngaro, demostró que con el lavado de manos disminuía la mortalidad por fiebre puerperal. Sus colegas se negaron rotundamente a aceptar la evidencia y Semmelweis fue tachado de loco. Murió en un manicomio, pero hizo uno de los descubrimientos más importantes de la humanidad.
Hoy existen multitud de estudios que demuestran que los programas de mejora de la higiene de manos disminuyen las tasas de infección, tanto en el entorno sanitario como en la comunidad. Pero las intervenciones para mejorar la higiene de manos pueden compararse a tirar una piedra en un estanque. Se generan ondas que desaparecen rápidamente. Todos tenemos que tirar piedras constantemente para que la mejora se mantenga.
Como ciudadanos o como profesionales sanitarios, empecemos por dar ejemplo. Cada uno es responsable de su propia conducta, y de su propia salud. Así al menos disminuiremos el riesgo de infectarnos e infectar a nuestros familiares y amigos. Si además pedimos a nuestra familia y contactos que se laven las manos cada vez que está indicado, conseguiremos que todos estén un poquito más sanos.
Por último, jamás debemos aceptar que un sanitario nos preste asistencia sanitaria sin lavarse las manos previamente. Huyamos de los sanitarios que llevan anillos, pulseras, o las uñas largas y esmaltadas. Y salgamos corriendo, si se puede, cuando algún sanitario acuda a asistirnos con unos guantes puestos sin que le hayamos visto lavarse primero las manos.
Convirtamos la higiene de manos en una práctica habitual. Con tan solo un gesto, se pueden evitar millones de muertes cada año.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation
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