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Opinión · Dominio público

Escupamos sobre Condorcet

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Placa conmemorativa en París en la vivienda de Nicolas de Condorcet.

“Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero nada teníamos; íbamos directamente al cielo y nos extraviábamos en el camino opuesto”. Con este famoso fragmento, con el que comienza la novela Historia de dos ciudades, Charles Dickens describe la encrucijada que se vivía en la época de la Revolución francesa tanto en Inglaterra como en Francia.

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Una situación de ambigüedad, de equilibrio inestable y alternativas inciertas semejante a la que en estos momentos se enfrenta la humanidad a raíz de la crisis del coronavirus. Se abre una grieta de incalculables dimensiones que al mismo tiempo puede ser término como punto de partida. ¿Avanzamos hacia una sociedad caracterizada por las amenazas climáticas, las nuevas guerras biológicas, el miedo al otro, las migraciones masivas, las fake news, los experimentos de control y vigilancia social masiva, los estados de excepción permanentes y el consumo desenfrenado inducido por un capitalismo terminal y suicida, entre otros problemas que afectan a la humanidad? ¿O tal vez estamos ante un acontecimiento capaz de provocar una metanoia colectiva en el sentido que le otorgaban los antiguos griegos, una conversión que conduzca a un cambio radical de rumbo?

De qué modo el coronavirus cambiará el curso de la historia está por ver. Lo que sí podemos hacer entretanto es aprovechar las lecciones que nos deja la historia para desmentir la afirmación cínica de que lo único que aprendemos de la historia es que el ser humano no aprende nada de ella. La lección más apremiante es que es preciso desaprender dos grandes mitos que a lo largo de los tres últimos siglos arraigaron en nuestro sentido común.

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El primero es el mito del progreso. Este mito se remonta al siglo XVIII, cuando algunas de las mentes más preclaras de la época se preguntaban por la posibilidad de perfeccionamiento progresivo del género humano. Entonces se estaba fraguando en el continente europeo un optimismo ilustrado que creía en el progreso continuo, en la posibilidad de mejorar y desterrar los grandes males de la humanidad, como la ignorancia, la pobreza y la enfermedad. Se creía que, bajo el gobierno de la razón, de la ciencia, de la educación y las artes el ser humano podría alcanzar el pleno desarrollo material, moral e intelectual. De ello estaban firmemente convencidos filósofos como Condorcet, para quien “esos progresos podrán seguir una marcha más o menos rápida, pero tiene que ser continuada y jamás retrógrada”. En una línea parecida se manifiesta Turgot, para el cual “el hilo de los progresos humanos”, aunque presenta una trayectoria inestable y oscilante, siempre se dirige hacia algo mejor. Como decía Leibniz: “Si se retrocede, es para saltar mejor”. La controversia de Voltaire con estos pensadores a propósito del terremoto de Lisboa de 1755 es muy ilustrativa. Voltaire escribió Cándido para burlarse de su triunfalismo ciego.

Hace ya tiempo que el optimismo histórico desmedido de Condorcet y Turgot quedó sobradamente refutado. Catástrofes como las dos guerras mundiales, Hiroshima, Auschwitz, el Gulag, el genocidio del Congo, de Armenia y Ruanda, Chernóbil, Fukushima, el tsunami del sudeste asiático de 2004, el terremoto de Haití de 2010, el 11S, la pandemia global del VIH y ahora la del coronavirus, revelan que no estamos ante un mero estancamiento transitorio del progreso constante. Es probable que estemos ante algo comparable a los ricorsi de los que hablaba Vico también en el siglo XVIII. A diferencia de Condorcet, Vico defendía que el devenir histórico no discurre de manera lineal y acumulativa, sino a través de ciclos (corsi e ricorsi) que acontecen en el tiempo. Para Vico, la historia es una especie de espiral en la que se suceden avances y retrocesos, de modo que no hay un progreso consolidado e irreversible.

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A esto se podría objetar que la propia historia es el mejor ejemplo de que hay progreso, de que efectivamente hay evolución: los grandes imperios de la I Guerra Mundial acabaron desintegrándose y el fascismo de la II Guerra Mundial, por ejemplo, fue derrotado, por no hablar de conquistas emancipadoras como los derechos humanos y el Estado de bienestar en Europa. No obstante, sin infravalorar estas conquistas, que determinadas circunstancias cambien no quiere decir que desaparezcan. ¿Acaso los antiguos imperios geopolíticos no han sido reemplazados por nuevos imperios económicos y financieros globales? ¿Acaso el fascismo político del siglo XX no se ha reconvertido hoy, como dice Boaventura de Sousa, en un peligroso fascismo social que, por boca de partidos como Vox, pide quitar la sanidad gratuita a los migrantes irregulares durante el estado de alarma? ¿Qué falso y tenebroso progreso es este?

El segundo mito a desaprender es la narrativa del fin de la historia. El primer experimento a escala planetaria de confinamiento lo padeció la propia historia en 1989. Desde la caída del Muro de Berlín, el neoliberalismo y sus medios de propaganda vienen fabricando la mentira de que la historia se acabó, de que no hay alternativa viable a este sistema. Como en 1989, vivimos un tiempo marcado por el colapso de las expectativas vitales y las oportunidades futuras. En 1989 las fuerzas neoliberales celebraron ese colapso como el fin de una época y el comienzo de una nueva era dominada por la globalización neoliberal. Es probable que en esta encrucijada surjan nuevos intentos de confinamiento histórico en beneficio de los ricos y poderosos (un confinamiento que, no hay que olvidarlo, en continentes como África dura ya siglos y prosigue sin visos de interrupción).

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Tenemos una oportunidad global para repensarnos, para explorar nuevos escenarios de futuro y alentar un cambio civilizatorio real basado en la solidaridad, en la justicia social y ecológica, en el amor al prójimo y en la soberanía popular. Una oportunidad no para volver a toda prisa a nuestra comodidad y estatus anterior, sino para generar rupturas e irrupciones, para aprovechar el fuego que nos quema por dentro para incendiar los mitos que han permitido este estado de cosas. Una oportunidad para conquistar con “ardiente paciencia” “la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos”, en palabras de Pablo Neruda. El futuro nos espera, aunque hoy por hoy nosotros no esperemos mucho de él.

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