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Opinión · Otras miradas

Operación de derribo, segunda parte

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Varias personas delante de una patrulla de Policía Municipal, durante la concentración de vecinos del barrio madrileño de Salamanca contra la gestión del Gobierno en la pandemia del coronavirus. E.P/Joaquin Corchero

Entramos en la segunda fase de la operación para intentar derribar al Gobierno, es decir, alterar el resultado de las últimas elecciones. La cuestión es bien sencilla de entender: no se trata de que se considere por parte de la oposición que la gestión de la crisis del coronavirus ha sido nefasta y que por tanto haya que presentar en sede parlamentaria una moción de censura, sino que desde el minuto uno no han aceptado el resultado electoral y la crisis del coronavirus, independientemente de la actuación gubernamental, es el acelerante para lograr sus objetivos. Para cierta derecha, no sólo política, un Gobierno del PSOE con Unidas Podemos es, sencillamente, el enemigo.

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La primera fase de la operación se llevó a cabo en los momentos más duros de la emergencia sanitaria. Por un lado, consistió en una gigantesca campaña de intoxicación en las redes sociales más la necropolítica, utilizar a las víctimas de la covid para afirmar que estábamos en manos de unos irresponsables o unos asesinos, dependiendo del nivel de abyección de la mano acusadora. Mientras que la gran mayoría de los ciudadanos de este país se comportaban de una manera responsable y disciplinada, mientras que los servicios públicos y sanitarios se empleaban a fondo, mientras que parte de la oposición hacía aportaciones y críticas, algunos decidieron que era el momento de desestabilizar al Gobierno de nuestro país. El patriotismo fantasmal de Colón.

Ese “algunos” es la ultraderecha, compuesta por Vox y su turba de agitadores, más los sectores del PP bajo la batuta del aznarismo, especialmente los populares madrileños de Isabel Díaz Ayuso. Esta coalición de los dispuestos no fue vista con claridad por toda la derecha, la prueba es que en las primeras semanas del confinamiento se lanzó por parte de algunos periodistas la idea del Gobierno de unidad nacional, una manera sofisticada de eliminar a los ministros de Unidas Podemos e introducir de rondón al PP. Casado no estaba por la labor y en ese juego Jekyll and Hyde ha ido saltando de una a otra faceta según tocara. Arrimadas siempre han sido más comodín que sota de bastos.

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La segunda parte de esta operación de derribo, la que ocupa este artículo, ya ha comenzado y tiene que ver con el fracaso de la primera. Aunque existe escepticismo ante la gestión previa del Gobierno, tanto la propia actuación en el estado de alarma, como una situación igual de grave en países como Italia, Francia y el Reino Unido, más la trágica situación norteamericana, han venido a apuntar la sensación de que ni se hizo tan mal ni viendo nuestra periferia se podía haber hecho mucho mejor.

¿Cuáles van a ser las dos vertientes de esta segunda fase de la operación? De un lado ya se está apostando por la guerra jurídica, del otro por copiar la estrategia de Trump transformando las medidas sanitarias en torno al confinamiento y su desescalada en una batalla de “la libertad contra la tiranía”. En este sentido, el numerito en la calle Núñez de Balboa, propicia recordar la frase que John Lennon pronunció en un concierto al que asistió la Familia Real: “el público puede aplaudir, los del palco pueden hacer sonar sus joyas”.

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La guía del trumpismo apuesta por polarizar, sin importar que tus detractores crezcan, siempre y cuando tus afines sean más numerosos. Además, cada conflicto artificial que la política de la nitroglicerina provoca tiene también la pretensión de fidelizar y cohesionar planteando objetivos de consecución posible y un enemigo localizable. Todo se acompaña de una narrativa apocalíptica y una intoxicación donde mientras que se maneja la mentira con soltura se acusa a quien pretende esclarecer los hechos de extender bulos. Lo cierto se difumina en una sentimentalidad inflamada.

Ahora toca meter en la cabeza a sus huestes que España es una distopía bajo un Gobierno tiránico. Ana Rosa Quintana dio el pistoletazo de salida el lunes en su programa con un editorial al que sólo le faltaron las imágenes de guardias con perros, alambradas electrificadas y torres de vigilancia moviendo sus focos en una noche lluviosa. Vox anuncia manifestaciones motorizadas. Alfonso Ussía escribía en su cuenta de twitter: “Los golpistas nos quieren confinar 30 días más. No vamos a permitirlo [...] DESOBEDIENCIA!”. Si no fuera tan peligroso resultaría divertido ver al “Nosferatu de Cortefiel” imitar al rock radical vasco de los años ochenta.

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Pero esto no es Estados Unidos ni todas las estrategias funcionan mecánicamente en todas las situaciones. Si la ultraderecha, que no es sólo Vox, apuesta por echar a los suyos a la calle puede generar animadversión incluso en conservadores sensatos que sin ser afines al Gobierno lo que quieren es proteger a los suyos y su actividad económica. Ya no digamos en muchos otros ciudadanos, que al margen de posicionamientos políticos, han entendido la gravedad de una crisis sanitaria que, aun atenuada, no ha desaparecido ni de lejos. En política se castigan los errores, pero se castiga aún más la irresponsabilidad.

La guerra jurídica, como decíamos, será la segunda vertiente de esta operación. El lawfare, conviene apuntarlo, no es el control democrático del poder Judicial al Ejecutivo, sino la utilización de instrumentos jurídicos con fines de persecución política. En Latinoamérica, especialmente en Brasil y Argentina, fue el método para destruir la imagen pública de sus Gobiernos progresistas e inhabilitar su normal funcionamiento. Los mazos contra las urnas.

Esta guerra jurídica sólo va a tener recorrido si el sector más reaccionario de la judicatura colabora. Y eso es mucho decir siendo más sencillo demostrar prevaricación que encausar al Gobierno por un tema de tan difícil recorrido jurídico como la respuesta a una pandemia. Hay que recordar lo que costó sentar a Rajoy, tan sólo como testigo, en el clamoroso caso Gürtel, a pesar de los SMS y demás hechos comprometedores. Una cosa son las demandas y los titulares en los pasquines, otra muy diferente el funcionamiento de la ley.

Por otro lado las estrategias de la movilización y la guerra jurídica son terriblemente contradictorias, ¿cómo se acusa a un Gobierno de imprevisión en una demanda y a la vez se ataca las medidas de contención que ese Gobierno ha establecido? Es difícil anticipar cuál es el latido de la opinión pública en un contexto tan cambiante, pero que los afines a los ultras traguen con todo no quiere decir que el resto de la ciudadanía lo haga.

Además de que las encuestas publicadas no han mostrado un desgaste significativo a los partidos del pacto progresista, lo cual ya es mucho para el huracán al que se han enfrentado, en tiempos de incertidumbre las personas buscamos más la estabilidad que los jaleos. Hay muchos ciudadanos que ya han visto la primera diferencia entre esta crisis y la de la anterior década: no se han quedado a la intemperie gracias al escudo social. Aunque esta segunda fase de la operación para tirar al Gobierno hará que sus protagonistas ocupen espacios de actualidad, realmente es la constatación de que han quedado en fuera de juego para la política útil.

Y el ejemplo más constatable es la presidenta de la Comunidad de Madrid. Incluso dentro del PP hay un descontento patente con las “ayusadas” y el creciente tutelaje del aznarismo. Lo que funciona en un barrio noble de Madrid no tiene por qué funcionar en Galicia. Que Ayuso haya sido modelada como la “Juana de Arco reaccionaria” que se enfrenta a la “tiranía” sitúa el foco de la actualidad sobre ella, pero también hace más patente la opacidad de su relación con el mundo empresarial, materializada en el apartamento de lujo que ocupa desde su positivo en coronavirus. Puede que en el universo ultra Ayuso brille con luz propia, pero para el resto da la sensación que más que ocuparse de la salud y la economía de Madrid es el muñeco de trapo del aznarismo.

Además, si el olfato y las informaciones no me fallan, el sector posibilista del Ibex teme más una situación de indeterminación en Moncloa con una economía golpeada que al actual Gobierno. Puede que no se sientan cómodos con el impuesto a las grandes fortunas propuesto por Unidas Podemos, pero saben que alguna de sus empresas puede necesitar un rescate público en breve. La contradicción sobre la autonomía de la política también es aplicable por arriba y a la derecha.

Es decir, ¿qué prima más en los consejos de administración de las grandes empresas, en el sector financiero, en los accionistas mayoritarios? En algunos un ADN derechista preconstitucional que puede apostar por la confrontación abierta, en otros el saber que una recuperación rápida de sus beneficios está reñida con las tácticas de desestabilización del aznarismo y los ultras. ¿Odian más a los rojos o a los números rojos? Por otro lado, la judicatura, siendo conservadora en su mayor parte, lo es también para no apostar por estrategias temerarias.

Da la sensación que estos poderes están en un impasse que no se moverá mientras que al Gobierno le den los números en el Congreso y la población, salvo protestas más pintorescas que representativas, siga en la misma posición que los resultado electorales de hace siete meses. Por cierto, nuestra posición en la UE también se vería perjudicada. Todo hace indicar que la segunda parte de la operación de derribo al Gobierno provocaría más problemas que soluciones, incluso para los afines a la derecha.

En España la derecha, no sólo la política, se había escorado ya a lo ultra antes de la pandemia: el otoño rojigualdo de 2017 dio alas a la iluminación aznarista que proclama que desde Zapatero todo ha sido caos y decadencia. Obviamente el Gobierno juega sus cartas en este escenario, pero cometería un error si confía en que la lógica se vaya a imponer sobre el odio ideológico y los salvapatrias ubicados en Parlamento, los medios y los juzgados.

El escudo social no sólo son medidas laborales y económicas, es el mayor acierto del Gobierno en esta crisis que debe ser transformado en un escudo democrático. Frente a la antipolítica, la política útil. La reconstrucción ha de pasar también por la eliminación definitiva de esas pulsiones que hacen que unos pocos asuman que su criterio ha de imponerse sobre el sufragio; por acabar con esas zonas de la maquinaria estatal en las que no ha entrado la luz desde 1978; por fomentar la fiscalización crítica de los medios, que es muy diferente a esa anormalidad de que un micrófono, una cabecera o una pantalla otorgue la capacidad de poner o quitar ministros; por dejar claro al poder económico que, si quiere ser un actor legítimo en lo que viene, debe asumir que las crisis no sólo las tienen que pagar los trabajadores; por exigir a la derecha que se olvide de atajos y que entienda que allí donde han coqueteado con los ultras han acabado siendo devorados por ellos.

Para hacer que el espíritu del 2020 se imponga a las operaciones de derribo, sobre la política del susurro y la conspiración, se necesitará lo que en otras ocasiones ha hecho falta para hacer avanzar al país: que una gran mayoría social, no siempre cohesionada, se movilice para hacer valer su voz y sus intereses. Nos jugamos mucho cuando tuvimos que meternos en casa, nos jugaremos mucho cuando tengamos que volver a llenar las calles.

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