Opinión · Dominio público
¿De quién nos protege la ley de protección integral a la infancia y a la adolescencia?
Marta Suria-Vázquez es el seudónimo bajo el cual la escritora publicó su testimonio de abuso sexual en la infancia 'Ella Soy Yo' en Octubre del 2019.
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Como otras víctimas y supervivientes de violencia sexual esperaba con expectación la presentación de la ley orgánica de protección integral a la infancia y la adolescencia. Llegó tarde para mí, no me va a proteger de mi padre ni va a cambiar el resultado judicial: la absolución. Pero, la ley está a tiempo de proteger el presente y el futuro, y de remendar las heridas supurantes de silencio colectivo. Este proyecto de ley es un avance importantísimo aunque quede aún mucho trabajo urgente por hacer. El mismo día de la presentación de Pablo Iglesias, varias asociaciones, ONGs, expertos, expertas e incluso la Comisión de Derechos del Niño de Naciones Unidas se pronunciaron sobre las carencias notorias y mejoras necesarias. El vicepresidente se comprometió a optimizarla durante el trámite parlamentario. Hoy, sin embargo, quiero detenerme sobre el lenguaje utilizado, que no sólo nos permite describir la realidad, sino que la crea. Para avanzar se necesita un marco legal, pero también una revisión profunda del relato, de cómo miramos, afrontamos y nombramos la violencia. Específicamente la sexual.
La comparecencia del vicepresidente fue un reflejo de la incomodidad de la sociedad para hablar de la violencia ejercida contra los cuerpos que más queremos. Quienes las hemos sufrido sabemos lo difícil que es enfrentarse a las palabras que las nombran. Quizás eso explique que Pablo Iglesias empezara su discurso haciendo alusión a la ficción, a la película El Bola. La película retrata las palizas, vejaciones, el maltrato salvaje a los que el Bola es sometido por parte de su padre; el dominio y poder que ejerce sobre el cuerpo de su hijo. Tal vez hubiese sido más difícil hablar del padre detenido en Gran Canaria por abusar, violar y grabar en video a su propia hija y a una amiga de ella.
¿De quién nos protege esta ley? Iglesias nos habló de violencia abstracta tanto en su referencia a la ficción como a la realidad. Compartió cifras devastadoras que la exhiben sin agresores, poniendo el foco siempre en las víctimas. Haciendo de ésta una cualidad de la infancia. Yo misma caigo en esa trampa, en la del lenguaje patriarcal que se cuela entre las cifras. Por ejemplo, según un estudio del Consejo de Europa (que el vicepresidente no compartió): se estima que 1 de cada 5 niñas, niños y adolescentes son víctimas de violencia sexual. En un aula de 20 estudiantes (desde primaria hasta el bachillerato), 5 están siendo víctimas de agresiones y violaciones. Es decir, aunque no lo decimos, que dentro de cada aula tenemos a 5 agresores. Multipliquemos esta cifra por todas las aulas de este país y pensemos que hasta el 85% de éstos son familiares – padres, tíos, primos, hermanos, abuelos…- y en menor medida personas cercanas – profesores, entrenadores, …- Sí, entre el 86% y el 90% de los agresores son hombres queridos, de confianza. Para esta macabra y compleja realidad, trasversal, necesitamos una ley. Hoy tenemos un anteproyecto aprobado que dice tener como objetivo un nuevo “paradigma de protección” pero sin nombrar al que agrede, sin mencionar la palabra intrafamiliar. La familia: el intocable núcleo de la sociedad, más allá de las leyes. Además, si la única solución para hacerle frente es la vía penal, ¿no corremos el riesgo de inducir a una mayor opacidad y protección del espacio privado?
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“Invisibilizada” es una de las palabras más usadas (también por Pablo Iglesias) en relación a la violencia sexual porque se estima que tan sólo conocemos el 15% de los casos. Aún así, ¿por qué no se ha puesto en marcha ninguna campaña estatal para proteger a niños, niñas y adolescentes confinados en casa con sus agresores? Sólo podremos acabar con la violencia señalando a los agresores. Y sólo acabaremos con la invisibilización señalando a quién la ejerce y dando voz a lo que sí existe pero ocultamos: las denuncias, los informes y testimonios. El silencio institucional, mediático y social sostienen la impunidad.
La violencia sexual intrafamiliar cuando no se oculta, se minimiza, se blanquea. En su gran mayoría, las noticias aparecen en las secciones de sucesos, como casos aislados, con un uso del lenguaje que agrede, violenta, humilla y perjudica. Las historias se reducen a estadísticas sin vida, donde se denomina “hombre” al padre, abuelo, primo, tío o se habla de embarazo como el resultado de un “abuso”. La perversión del lenguaje también es violencia, en este caso mediática. Nada de lo que digo es nuevo. Cuestionar el lenguaje y la narración ha sido parte fundamental de la revolución feminista. No nos olvidemos de la infancia y de la adolescencia.
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El vicepresidente insistió en que lo importante es acabar con la impunidad. Palabras riesgosas. Papel mojado si no se traducen en medidas concretas. ¿Qué mensaje contiene una ley que prescribe la violación a menores ignorando que la media de edad de los y las denunciantes es de 44 años? La ley alarga los plazos de prescripción (para los casos más graves) a partir de los 30 años -y no los 40, tal y como pedían las asociaciones. En países como Reino Unido, Irlanda, Australia, Canadá y Argentina los delitos no prescriben. ¿Son compatibles la prescripción de delitos y la no impunidad? No se trata de punitivismo, sino de revelar la verdad, de reconocimiento colectivo y de reparación individual.
El vicepresidente explicó el “problema de la revictimización”, refiriéndose al calvario judicial (esta expresión es mía): tener que explicar una y otra vez, a lo que te han sometido bajo miradas sospechosas, enjuiciadoras de policía, abogados, peritos y jueces. Yo tuve que declarar hasta en 6 ocasiones, 3 de ellas en una habitación con 4 peritos sin cámaras ni testigos. Aguanté la humillación con 33 años. No quiero ni imaginarme si hubiera tenido que pasar por lo mismo con 8. De los y las menores que lo consiguen, el 70% de los casos quedan archivados. No nos creen. No nos quieren creer. Dolor y sangre guardados en el cajón del olvido de un juzgado. Sin la aprobación de la autoridad no hay amparo ni recursos para todos los años de tratamientos psicológicos para paliar las graves secuelas del trauma. Revictimización es una manera de no decir lo que realmente sucede: violencia y abandono institucional. Violencia naturalizada y legitimada que queda completamente impune y a la que se somete por igual a denunciantes menores como adultas.
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La ley propone proteger de esta violencia a las y los menores de 14 años, mediante la llamada prueba preconstituida, es decir, que la víctima podrá narrar solo una vez lo que ha sufrido y su declaración se grabará y será utilizada durante todo el procedimiento. En caso de que esta práctica sea obligatoria (y no recomendada como hasta ahora) sin lugar a dudas es una medida extraordinaria. El problema es que a partir de los 14 seguirán siendo sometidas a la brutalidad institucional. De nada o poco sirve alargar los plazos o la obligatoriedad a denunciar por parte de cualquier ciudadano (otra de las medidas “estrella”) si no extirpamos el cuestionamiento sistemático de los juzgados. Cierto es que la ley incluye la formación de los y las profesionales de este ámbito. Pero ¿es sólo una cuestión de formación, larga o corta? ¿Cuántas más vidas van a ser gratuitamente apaleadas por las instituciones? Tardamos tantos años en denunciar no solo por miedo al sistema. Eso llega mucho después. Lo que nos invade es el terror visceral a recuperar una memoria traumática. Nos atormenta la vergüenza y la culpa que nos impregna una sociedad machista obstinada en hacernos creer que no existe el agresor, como si exageráramos o inventáramos o que no se protegió lo suficiente. Una sociedad que castiga a la que señala.
El vicepresidente pidió perdón a niños, niñas y adolescentes “por lo que les sucedió” y compartió el deseo de que sus historias “sirvan”. Personalmente no necesito perdones, sino justicia. Para que las historias “sirvan” primero tenemos que comprender que la violencia no se conjuga en pasado sino que es un eterno presente en los cuerpos. Para que las historias “sirvan” primero hay que nombrarlas, reconocerlas. Escuchar sus historias sin cortes, sin silencios, sin eufemismos.
La violencia sexual intrafamiliar en la infancia y la adolescencia es salvaje, estructural y sistemática. Como sociedad no podemos caer de nuevo en la trampa de pensar que una ley le va a poner fin después de siglos de impunidad. Más allá del compromiso político y una asignación de presupuestos, para que la ley sea efectiva, primero hay que trasgredir otra, la de la protección suprema al corazón del patriarcado: la familia. Y para ello, el silencio debe ser trasgredido colectivamente. Llamar a las cosas por su nombre, tramitar y mejorar una ley de manera urgente acorde con una realidad que no admite versiones ni relatos, sólo la verdad. Si no, corremos el riesgo de que esta ley no aborde ni el lenguaje, ni las formas, ni las estructuras. Machacándonos y silenciándonos de nuevo.
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