Opinión · Dominio público
Que la corrupción de la monarquía no corrompa la democracia
Secretario de la Mesa del Congreso y jurista
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Según un viejo aforismo inglés, en la Monarquía parlamentaria británica el Rey no puede hacer el mal (the King can do not wrong). Este principio puede parecer un ingenuo y peligroso canto a la arbitrariedad. Sin embargo, para que sea admisible, debe complementarse con otro conforme al cual el Rey no puede actuar por su cuenta (the King can not act alone) a espaldas de la sociedad, sino que debe hacerlo con el visto bueno -el refrendo- de los ministros del Gobierno y bajo el escrutinio crítico de la opinión pública.
Si esto es así, resulta evidente que los turbios negocios de Juan Carlos I de Borbón en esta última década han estado claramente reñidos con lo que, en términos constitucionales, debería haber sido una Monarquía realmente parlamentaria. Pero no se trata solo de él. Se trata, como se está viendo, de un cúmulo de actuaciones que implican a diversos miembros de la Familia Real. De ahí que no se esté, como se ha dicho, ante la corrupción de una persona, sino ante la corrupción creciente de una institución. Una institución que ha funcionado sin controles, rodeada de privilegios, y que amenaza con golpear, una vez más, a la democracia y al Estado de derecho.
Un rey que actuaba (que delinquía) sin referendo
En su reciente anuncio de que abandona España por la “repercusión pública” de unos acontecimientos de su “vida privada”, el propio Rey Emérito ha venido a confirmar esta impresión. Ninguna de las expresiones que utilizó es inocua. No lo es la alusión a la “repercusión pública”, que en realidad es un eufemismo para referirse a las noticias, los procedimientos judiciales y las peticiones de investigación de sus actuaciones, tanto en España como en Europa. Solo eso, hace que la marcha sea leída directamente como huida, esto es, como una forma de eludir esas investigaciones, más que de contribuir a que se produzcan (algo que se vería confirmado si el destino es un país de otro continente como República Dominicana).
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Tampoco es inocua la alusión a acontecimientos de su “vida privada”. Porque si los cobros de comisiones, los blanqueos de capitales y los fraudes fiscales que se le imputan eran actos privados, ajenos a su función constitucional, hay buenas razones para sostener que no se encontraba amparado por la inviolabilidad contemplada en el artículo 56.3 de la Constitución.
Si el Rey emérito, en efecto, actuaba por su cuenta, como reconoce en la carta, en beneficio privado y de manera reiterada, quiere decir que no contaba con el refrendo de nadie. Por lo tanto, los artículos que deben aplicársele son el 9.2 y el 14 de la Constitución, que someten a todos los ciudadanos a la ley y al ordenamiento jurídico, sin distingos arbitrarios. Pero no el 56.3, porque la función de dicho precepto no es otorgar carta blanca para delinquir. Ni mucho menos para hacerlo de manera reiterada, burlando a la Hacienda Pública y comprometiendo la estabilidad y la reputación del Estado.
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Por el contrario, el sentido de la inviolabilidad del Rey es protegerlo frente a maniobras arteras que pudieran poner en peligro su función constitucional. Esto ocurriría, por ejemplo, si alguien lo obligara a no sancionar y promulgar una ley aprobada por las Cortes, a no firmar un Tratado de Derechos Humanos consentido por el Gobierno y el Parlamento con la amenaza de sancionarlo jurídicamente. Pero nada indica que sea el caso. Que cuando el Emérito actuaba como presunto comisionista, fraguando desde la Zarzuela una “estructura para ocultar dinero a Hacienda”, lo hiciera coaccionado por terceros. Como él mismo admite, no actuaba en cumplimiento de su función constitucional. Actuaba como persona privada, no pública, y al hacerlo así, no podía, ni contar con el refrendo previsto, porque no existía o era directamente imposible, ni pretender no ser investigado y juzgado por dichos actos.
Un rey que actuaba solo (o no tanto)
Que el Emérito actuara “solo” en términos constitucionales, es decir, sin poder descargar su responsabilidad en otros actores, no significa que operara sin el conocimiento de otras personas. Algunas de ellas (como su ex amiga Corinna Larsen, el abogado suizo Dante Canónica, o el gestor de fortunas Arturo Fasana) ya han declarado de hecho como investigadas ante el Fiscal de Ginebra, Yves Bertossa.
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Sin embargo, hay otra cuestión relevante: ¿conocía la propia Familia Real sus opacas operaciones financieras? Y de manera más directa: ¿las conocía su heredero en el trono, el Rey Felipe VI?
A comienzos de marzo de 2020, un día después de la declaración del Estado de Alarma por el Covid-19, la Casa Real decidió emitir un comunicado inédito e impactante. En él reconocía que un año atrás, Felipe VI había tenido conocimiento por un despacho de abogados británicos de su designación como beneficiario de la Fundación panameña Lucum, a través de la cual Juan Carlos I presuntamente blanqueaba comisiones recibidas del Rey de Arabia Saudita. En el mismo comunicado, se afirmaba que Felipe VI lo había informado de inmediato a las “autoridades competentes” y que un mes después había informado a su padre que no recibiría ningún beneficio de la misma, renunciando a su herencia personal.
La declaración fue un auténtico terremoto. Y aunque su objetivo evidente era construir la figura de un Rey “ejemplar y transparente”, acabó generando lo contrario. Primero, por el momento en que se escogió para hacerla pública, el día después de la declaración de un Estado de Alarma. Segundo, porque en ella no se explicaba por qué Felipe VI había tardado tanto en dar a conocer unos hechos que, como mínimo, conocía desde hace un año. Tercero, porque la supuesta pretensión de renunciar a una herencia con su padre vivo, no tenía más valor que un gesto pour la galerie, que ningún notario podía aceptar, como explicaron varios especialistas en Derecho Civil. Cuarto, porque entre las “autoridades competentes” a las que había informado no figuraba la Fiscalía Anticorrupción, sin duda una de las primeras interesadas.
Todo esto deja abierto muchos interrogantes. La propia Fundación Lucum había sido creada en 2008, días antes que Juan Carlos recibiera un presunto “regalo” de 65 millones de euros del entonces rey saudí Abdullah, y disuelta en 2012, después de que Corinna Larsen recibiera una donación por esa cantidad. Durante esos 4 años, pues, se produjeron muchas de las operaciones que hoy son objeto de investigación judicial. Por ese entonces, Felipe VI no era un niño o un ingenuo adolescente. Era un hombre hecho y derecho, de más de 40 años, que sabía que sería Rey y que supuestamente había sido preparado para ello. Nada, pues, indica que un inminente Jefe de Estado no conociera estas operaciones de su padre, muchas de las cuales se gestaban en la misma Zarzuela. Y mucho menos parece creíble que no accediera a toda la información sobre ellas tras su proclamación como Rey en 2014, hace ahora 6 años.
Por eso, precisamente, la respuesta del Jefe del Estado a la última carta de su padre suena tan poco transparente. Porque su objetivo no parece ser informar sino ocultar información. Limitarse a expresar “agradecimiento” por la decisión del Emérito, pero sin informar sobre las razones de su marcha en plena investigación judicial. Destacar su “legado” y su “obra política y institucional de servicio a España y a la democracia”, pero sin hacer mención alguna a los graves hechos de los que se le acusa y sin exigir siquiera que se haga justicia y que se respete el principio de igualdad ante la ley.
Una dinastía nada “respetable” y nada “ejemplar”
Todo esto vuelve más inexplicable e injustificable el comunicado de Moncloa mostrando “respeto” a la decisión del Emérito y valorando la “ejemplaridad” de Felipe VI. Porque ni la decisión de Juan Carlos de Borbón es “respetable”, ya que parece pensada para sortear la justicia antes que para favorecer su tarea, ni la conducta del Rey actual ha sido la de un Jefe de Estado “ejemplar”, comprometido con la justicia y con lucha contra la corrupción, sino más bien la de un hijo -la de un heredero- que busca proteger a su padre.
Por eso no estamos hablando de la corrupción de un individuo. Estamos hablando de la corrupción de una Familia (recordemos el caso Noos y tantos precedentes) y de una institución que ha actuado sin controles, rodeada de privilegios y sin aceptar el suficiente escrutinio público. Y el peligro, ahora, sería que la corrupción de la Monarquía corrompa, una vez más, a la propia democracia, forzándola una vez más a mirar hacia otro lado y a consentir esferas de opacidad y de impunidad impropias de un Estado de Derecho.
Nada de esto puede tolerarse. Y muchos menos en un contexto en el que desde el Gobierno se está exigiendo a familias, gente trabajadora, pequeñas y medianas empresas que subordinen sus intereses privados a la salud y al bienestar general, que cumplan con la legalidad, y que contribuyan en función de sus recursos a financiar las arcas públicas.
Por eso es fundamental que, más allá del propio Gobierno, sea Felipe VI, como Jefe de Estado y miembro preeminente de la Casa Real, quien informe sobre el paradero y las condiciones de vida de su padre, así como sobre las razones de su salida del país. Al mismo tiempo, es esencial, y propio de una Monarquía que se define constitucionalmente como parlamentaria, que el Rey comparezca ante las Cortes Generales, principal sede de la soberanía popular, para expresar su compromiso con la transparencia, con la investigación de los hechos y con la tarea de la justicia.
Mientras tanto, y dada la gravedad de las actuaciones que se imputan al Emérito, y que la propia Casa Real ha admitido, hay una serie de medidas elementales que deberían adoptarse cuanto antes. La primera, retirar a Juan Carlos I su condición Rey, facilitando así la actuación de los tribunales. La segunda, reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial y aprobar una Ley de regulación de la abdicación (constitucionalmente prevista) con el objetivo de limitar el alcance de la inviolabilidad regia y de dejar claro que esta no supone una carta blanca para defraudar y delinquir. La tercera, acabar con la abusiva criminalización de las críticas a la Monarquía, que a lo largo de estos años solo ha servido para crear un clima de impunidad, censura e intimidación, así como una conculcación reiterada de la libertad ideológica y de expresión. Finalmente, trabajar junto a la sociedad civil organizada para que, cuatro décadas después del referéndum sobre la Constitución de 1978, la ciudadanía, y sobre todo las generaciones más jóvenes, sean consultadas de forma soberana, democrática y libre, sobre la continuidad o no de la Monarquía.
Ciertamente, un mero cambio en la Jefatura del Estado no implicaría por si solo un progreso en todos los ámbitos de la vida social. Pero si algo facilitaría la forma de gobierno republicana y democrática es poner todos los poderes políticos a disposición de los ciudadanos. Mostrar que las instituciones son creaciones humanas que deben rendir cuentas ante la propia sociedad, y educar a sus miembros en el amor por la libertad, por la igualdad, y en el rechazo del privilegio y de los abusos de los poderosos.
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