Tierra de nadie

Ayuso es un peligro público

Los estudiosos de esta teoría afirman que el caos es impredecible pero se ajusta a un cierto orden, de manera que, aunque las posibilidades de que algo ocurra son diversas, lo que finalmente acaba ocurriendo está dentro de un abanico mucho más reducido. El ejemplo clásico es el del huevo colocado en lo alto de una pirámide. No se puede predecir si caerá o no o en qué dirección lo hará pero los posibles desenlaces son limitados. De ahí que ni siquiera esta teoría pueda ser aplicable al desgobierno de la Comunidad de Madrid porque todo el mundo sabía de antemano cómo acabaría este cuento. No estamos ante el caos absoluto sino ante un verdadero sindiós, dicho sea en palabras de Iñigo Errejón, que cualquiera hubiera predicho sin ningún margen de error.

Era pues perfectamente previsible que, con Isabel Díaz Ayuso a los mandos, lo más parecido al mono piloto del chiste, el número de contagios en Madrid aumentaría de manera exponencial y que la Comunidad volvería a la casilla de salida de la pandemia. Las sensaciones que la presidenta ha ido transmitiendo a la ciudadanía no dejaban espacio a la duda. Primero dio risa y luego bastante pena; en el tercer estadio nos encontramos: lo que ahora provoca Ayuso es mucho miedo, un pánico completamente racional porque nadie sabe a ciencia cierta si saldremos de esta o cómo lo haremos.

El último episodio, el anuncio de restricciones para contener la curva de contagios, revela hasta qué punto el avión va sin piloto, con lo que la certeza de que tomaremos tierra, o mejor dicho, nos hincharemos de ella, es absoluta. No se había visto cosa semejante en la historia reciente: el viceconsejero de Sanidad, un galáctico del covid-19 del que luego se hablará, anuncia por su cuenta y riesgo confinamientos selectivos de barrios de la capital. Dice haber comunicado esta decisión a Ayuso por whatsapp, lo que es muy ilustrativo de la manera en la que se toman en Madrid las grandes decisiones. Nada sabe de ello la nueva directora general de Salud Pública o, al menos, nada dice al respecto; tampoco tiene conocimiento alguno el vicepresidente Ignacio Aguado, que cancela su comparecencia prevista tras el Consejo de Gobierno en el que el asunto no se había tratado para –y es un suponer- montar la de Dios es Cristo. Ayuso también calla, ya fuera por el ridículo manifiesto o porque tampoco conoce el plan, lo que no sería descartable conociendo el paño presidencial.

Salvo el consejero de Justicia, que explica que confinar no es un término adecuado, nadie sabe nada, aunque según parece está previsto volver a reabrir el hospital de campaña del Ifema ante el colapso de la atención primaria y la saturación de las UCI. Trasciende, también, que aprisa y corriendo ya que, en los meses previos no ha debido de dar tiempo a prever la eventualidad, los servicios jurídicos estudian si se puede restringir la movilidad de los ciudadanos y si ello requiere el aval de los tribunales. En resumen, el sindiós absoluto.

De no ser por los muertos, que se multiplican de un día para otro, explicar cómo se ha llegado a este punto sería casi el argumento de una comedia. Primero fue que el Gobierno castigaba a Madrid con el estado de alarma y le imponía restricciones absurdas por ensañamiento contra la presidenta piloto; luego, ya sin estado de alarma, la culpa de que en Madrid hubiera contagios era de que el Gobierno permitía que Barajas fuera un coladero. Los contagios no subían porque la Comunidad hubiera sido la última en imponer el uso obligatorio de la mascarilla, ni porque se tomara a pitorreo implementar la aplicación para detectarlos, ni porque no se hubieran contratado los rastreadores necesarios y se hubiera externalizado el servicio, ni siquiera por desatender la atención primaria y dejarla en cuadro. De los contagios tenía la culpa el Gobierno y el particular modo de vida pizpireta de los inmigrantes, que si están en Madrid también es por culpa del Gobierno.

De todo esto nos hemos enterado hace unas horas porque hasta este momento lo que se decía era que la situación estaba controlada, gracias sobre todo al viceconsejero antes citado, Antonio Zapatero, el exdirector del hospital del Ifema al que Ayuso fichó cuando la anterior directora general de Salud Pública, Yolanda Fuentes, dimitió tras explicar que la gestión de la desescalada en la Comunidad obedecía a cualquier razón menos a la sanitaria y epidemiológica. Con Zapatero a los zapatos podríamos estar tranquilos porque era una eminencia, el conocedor máximo del bichito, el experto por excelencia. Con él de grumete, porque al timón siempre estaría Ayuso, los ancianos dejarían de morir en masa en las residencias para fastidiar a la presidenta y la Atención Primaria ofrecería una atención domiciliaria que sería la envidia de Alemania, por no irnos muy lejos. ¿Que qué ha fallado entonces?  Zapatero lo ha explicado: no ha sido él sino la población, que se ha relajado más de la cuenta.

Ayuso es el mayor peligro público al que se ha enfrentado Madrid en los últimos tiempos. Removerla del cargo tendría que ser un imperativo de las distintas fuerzas políticas, incluido su socio de coalición y hasta para su propio partido. Independientemente de esta vía, intransitable por el momento, el Gobierno debe poner el cascabel a este gato descontrolado y adoptar las decisiones que sean precisas para recuperar las competencias sanitarias sobre el territorio antes de que sea demasiado tarde. Es una cuestión de vida o muerte, dicho sea sin exagerar.

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