Opinión · Otras miradas
Compañeros de viaje: cómo la derecha española se hizo peligrosa para la democracia
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Finales de julio de 2014. Esperanza Aguirre ha pasado a segunda línea de la política un par de años antes, dimitiendo de su cargo de presidenta de la Comunidad de Madrid y de su acta de diputada regional. Esgrime motivos de salud, pero se especula en torno a una retirada estratégica provocada por la corrupción en el Gobierno autonómico y equilibrios de poder interno. Aguirre conserva la presidencia del PP madrileño, lo que significa controlar la máquina que gestiona su taifa, pero se permite jugar a trabajar en el sector privado y dosificar sus apariciones públicas, dedicadas casi más que a fustigar a la izquierda a poner palos en las ruedas a Rajoy, dos de sus aficiones preferidas. La tercera es hablar sobre el comunismo. Pública en esas fechas un artículo en el diario ABC:
“Allí ya intervino Willi Münzenberg, en representación del recién creado Partido Comunista alemán, con un discurso en el que dijo que la revolución necesitaba creadores de opinión de la clase media, artistas, periodistas, gentes de buena voluntad, novelistas, actores y dramaturgos, y no solo activistas de la clase obrera. Aunque Lenin en ese momento no le hizo mucho caso, Münzenberg acababa de inventar la figura de los «compañeros de viaje» del comunismo, que van a ser fundamentales a la hora de evitar el desprestigio de una teoría y una práctica que la realidad iría demostrando como nefastas día a día desde entonces.”
Aguirre nunca da puntada sin hilo. Aunque en ningún párrafo cita a Podemos, la irrupción del nuevo partido en las Europeas de mayo ha despertado su interés. Mientras que la mayoría de los analistas ponen de moda la teoría del souflé, que venía a decir que la experiencia de Podemos se desinflaría rápidamente, Aguirre muestra su preocupación en cada línea del extemporáneo artículo: “En política, sin embargo, la experiencia nos enseña que hay mentiras que duran mucho tiempo y tienen consecuencias muy negativas para los ciudadanos, que son embaucados por manipuladores de sus ilusiones y de sus sentimientos”.
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Aguirre traza un retrato de Münzenberg parcial y apresurado, pero elige como tema al célebre propagandista de la Internacional Comunista porque ha entendido bien tres aspectos del nuevo partido que ha llegado a la política española. El primero es que su combustible viene no sólo del descontento tras varios años de crisis, sino de proporcionar unas respuestas poco habituales que despiertan las ilusiones ciudadanas. El segundo es la capacidad de los morados para aprovechar los medios de comunicación y el renovado interés por la política que se constata en la gran audiencia que arrastran las nuevas tertulias televisivas. El tercero es que Podemos ha concitado el interés, e incluso la connivencia, de una parte de la intelectualidad que, husmeando un posible y repentino cambio, quiere verse bien situada.
Aguirre, al referirse a los compañeros de viaje, lo hace con un sincero y admirable odio de clase. Viene a decir que el comunismo puede despertar la afinidad de la clase trabajadora, pero que revestido, en su opinión, de una coartada humanista, puede atraer el interés de capas medias hartas de la crisis y la corrupción. Afea al que se adhiere a la causa del cambio por un criterio ético, sin tener unas necesidades materiales que lo impulsen. Aguirre sabe que Podemos dista del comunismo de Münzenberg años luz, pero también sabe que en la España conservadora pervive un odio cerval a los rojos, que si bien se escondió en las primeras décadas del periodo constitucional, esperaba latente a ser despertado. El paralelismo que traza en su artículo es tan acertado en el análisis como mezquino en su intencionalidad política.
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No en vano, Aguirre es una de las líderes políticas de la derecha que más había hablado del comunismo cuando nadie lo hacía, ni siquiera los propios comunistas. Entendió que para la creación de una nueva hegemonía derechista en España, lo que vulgarmente definió como “quitarse los complejos”, no sería suficiente con reclamar para sí toda la maquinaria eufemística del neoliberalismo, sino que había que desenterrar ese viejo sentimiento cunetero que nunca fue realmente miedo al rojo, sino venganza por cinco años en los que la clase obrera de entreguerras en España se atrevió a cuestionar el orden social. Aguirre rompía un consenso constitucional, el que se refería a la aceptación del PCE como un partido, que tras sus gigantescas cesiones, pudo ser un actor reconocido en la política española, para dañar a Podemos pero sobre todo para crear una nueva identidad en los suyos.
Aguirre, siempre autodenominada liberal, fue parte importante del que he llamado proyecto de restauración reaccionaria, la conjura de diferentes fuerzas políticas, económicas, culturales y mediáticas para, a partir de la derrota del PP en 2004, torcer el sentido común de la sociedad española a un punto que imbricara la amoralidad neoliberal con los valores ultraconservadores. Parte de la derecha entendió que si Aznar tuvo en su última legislatura una amplia mayoría absoluta, no pudo aplicar su programa de Gobierno por una férrea contestación social, por lo que había que variar el equilibrio y situar la hegemonía cultural del país en una línea es derechista diáfana.
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A mediados de la pasada década, cuando Aguirre escribió el artículo que nos ocupa, el PP había gestionado la mayor concentración de poder institucional que se ha dado en la España democrática, pero había afrontado un problema similar al de Aznar: concitaba la mayoría del voto, pero carecía de la mayoría social para aplicar sus recortes sin despertar una fuerte hostilidad entre amplias capas de la población. La redes sociales, útiles para pulsar la identidad ideológica, que es la reducción a la que se ve sometida la política en nuestros tiempos, nos decían que en aquel momento la derecha sociológica se identificaba con el apelativo “LET”, liberales en Twitter, utilizando la bandera de la UE como símbolo grupal. Era a lo más que se lo llegaba, una suerte de retórica defensista del salvajismo del libre mercado, la pérdida de soberanía y el ya abandonado proyecto austericida alemán.
Saltamos a nuestro presente, finales de abril de 2020, empezamos a vislumbrar la caída de la curva y una salida a las durísimas semanas de la primera ola de la pandemia. Todo está cambiando camino de la posnormalidad, también la derecha. Todo los esfuerzos emprendido desde 2004 encuentran el momento para expresarse. Si la crisis catalana dio oportunidad de existencia con el otoño rojigualdo a los ultras, también permitió que uno de los pupilos de Aznar llegara a la presidencia del PP. Hubo más motivos, desde la galopante corrupción gestionada por el ala de Rajoy hasta el odio sembrado contra Unidas Podemos: se tiró con bala, desde las tribunas derechistas pero también desde las de centro progresista para impedir que la coalición llegara al Gobierno. Ya ningún derechista se definía como LET ni vehiculaba su identidad a través de la bandera de la UE. Ahora la habían cambiado por una serpiente.
La bandera de Gadsen, enseña de algunas milicias norteamericanas del siglo XVIII, reutilizada por los seguidores más radicales de Trump reaparece como forma de reconocimiento entre una parte de la derecha española, especialmente la madrileña: a los ultras les dejan los símbolos imperiales y franquistas. Ayuso está a punto de convertirse en la líder de esta nueva corriente. Miguel Ángel Rodríguez, el Steve Bannon vallisoletano, guía sus pasos. La exageración, la mentira, la agitación de sus bases estalla a finales de mayo: se intenta tirar al Gobierno con la connivencia de algunos personajes mediáticos de relumbrón, el dinero del empresariado ideológicamente adicto y algunos jueces y uniformados con tendencia a reescribir el resultado de las urnas. Conoceremos más detalles en unos años. Ahora nadie quiere reabrir esas semanas en las que en España se jugó con fuego.
Aznar y Aguirre, como caras visibles del proyecto de restauración reaccionaria, han conseguido sus objetivos pero no de la forma que esperaban. Hoy el PP compite con otros dos partidos y Casado, después de haber acabado con Álvarez de Toledo y dado calabazas a Vox, se deja querer de nuevo por Pedro Arriola. Sin embargo, aunque Trump abandone la Casa Blanca seguirá sentado en la puerta del Sol. Un tercio de la sociedad española mira a la derecha iliberal con curiosidad, quizá con simpatía: se les quedan cortos los retratos de la Thatcher y recurren, en una suerte de posmodernismo reaccionario, a una serpiente sobre un fondo amarillo que parece, más que un símbolo conservador, el logo de una organización terrorista del universo Marvel. Se diría que la derecha española carece de proyecto propio, quedando reducida a ser compañera de viaje de ese sector más cercano a Varsovia y Budapest que a Berlín.
Qué cosas, doña Esperanza: una vez que se ponen en marcha determinados trenes nunca sabes qué vía acabarán tomando.
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